Hacía ya mucho tiempo que tenía ganas de ir a Venecia. ¡Había leído y escuchado tantas historias ocurridas en ella! Desde Marco Polo a Corto Maltés. ¡Se habían fundido allí tantas culturas, tantas razas, tantas religiones…!
Probablemente, como suele ocurrir, la realidad supere a la ficción, pero es muy posible que tanta ficción, cuando llegue a ella, la reduzca a una sucesión de viejos edificios y canales y góndolas que, como en todas partes, están hechos de piedra, agua y madera.
Como cuando alguien regresa después de muchos años a su lugar de nacimiento esperando reencontrar el pasado, la familia, los amigos, rincones…y… apenas reconoce a nadie ni a los rincones que buscaba y se encuentra como un extraño y quizá lamenta haber regresado adonde no debía haber vuelto nunca.
Aquí no se trata de reencontrarse con el pasado puesto que Alfredo nunca había pisado aquella ciudad, pero hay lugares, como le ocurrió con Roma, por ejemplo, que le producen la sensación de haberlos visto antes. ¡Tanta lectura, tanto estudio, tanto latín, que, bueno, entonces comprobaba su inutilidad para deletrear desleídas inscripciones en viejas piedras conservadas, pero le evocaban algo familiar.
Hay lugares o ciudades que, como todo debía ser, son patrimonio de la humanidad porque cualquiera puede, por lejanos que sean sus orígenes, sentirlos como suyos. ¿Qué decir de Atenas o del cabo Sunion desde donde los navegantes griegos se adentraban en el Egeo de las mil islas, donde aún puede verse, como los nombres de los enamorados dentro de un corazón, el nombre de Lord Byron escrito a mano sobre aquellas piedras que han sobrevivido?
Se había creado tantas expectativas como cuando te elogian una novela o una película y luego quedas defraudado por buenas que sean.
Su imaginación lo llevaba envuelto en una capa y bajo los arcos de un puente con una anciana gitana adivina de cuyas descolgajadas orejas pendían unos largos pendientes dorados, pintados los ojos y arrebujada en un rincón cobijándose del viento.
La realidad era otra. Llegó en un vuelo regular al aeropuerto de Venecia y en un taxi se desplazó hasta el hotel, donde le dieron una habitación desde la que no se veía ningún canal, ningún edificio noble; sábanas colgadas de una cuerda entre balcones, unas bragas negras que pudieran parecer una máscara si estuviéramos en carnaval y un par de calcetines, cada uno de un color. En uno de los balcones un cubo de plástico medio roto y dos macetas poco lustrosas.
Esa fue su llegada. Nada menos misterioso en aquella ciudad de la que él se había forjado una imagen que no tenía nada que ver con aquella realidad.
Bueno, había un gato negro con un ojo escurrido junto al cubo de la basura, acomodado sobre una de las macetas. No me quitaba el ojo de encima. Era quizá el único elemento en aquel conjunto que podía formar parte de un paisaje misterioso. Sigue leyendo