Galería de personajes. 23.

Un gaucho en la sierra de Gredos.

Lo vimos pasar sobre su caballo blanco, como ausente, a lo suyo, y el niño lo llamó:

–¡Caballero!

Una voz que parecía perderse entre el murmullo de la gente que pasaba. Unos regresaban del baño en la piscina, otros paseaban por la ladera que lleva al río, otros se levantaban de las mesas del kiosco-restorant donde habíamos comido, algún coche, pocos, hacía maniobras para salir del aparcamiento formado por el hueco entre los pinos. ¡Vaya pinos!. Algunos quizá alcanzaran los 40 metros y la mayoría, eso es lo sorprendente, se elevaban hasta el cielo. De vez en cuando un cencerro nos indicaba la proximidad de algún ganado de vacas, casi siempre en grupo de 10 ó 12, y el vaquero en muchos casos se apeaba del land rover, sin espuelas, y las seguía por el sendero.

El caballero, ensimismado, moviendo su esqueleto al ritmo pausado del caballo, alto y delgado, el pelo recogido en la coleta, sombrero, botas de montar. Toda una estampa.

Entre el murmullo había escuchado la voz del niño porque al momento giró la cabeza, se apeó del caballo y animó al niño a acercarse preguntándole si quería montar. La timidez se apoderó del niño y su madre lo acercó al caballo y al jinete. Éste lo cogió en brazos y lo sentó en el caballo.

–¿Cómo te llamas?

–Juan.

–¿Te gusta montar a caballo? Ya ves, yo me dedico a llevar niños. Cuando gustés me buscás. Yo ando todo el día por ahí con el caballo.

Al día siguiente, con el pelo suelto, ya sin coleta y sin sombrero, lo reconocí en el bar “El Cruce”. Su mirada era inconfundible. Se sentó en una mesa y, como todos, pidió café con leche y magdalenas, se sacó las gafas de la faltriquera y comenzó a mirar el móvil, como casi todos. Entonces vi que miraba a Juan como queriendo reconocerlo y se lo hice notar al niño que se le acercó nuevamente.

–¡Ah!, tú eres Juan, el niño de ayer. Yo soy Lucho.

Fue entonces cuando observé más de cerca su cara, sus ropas, sus botas. Todo su atuendo, deslumbrante a caballo, iba cobrando el color de lo diario, el sabor de la rutina, la tristeza del cansancio, la fatiga de lo viejo. Sus botas desgastadas y con muestras ya de agujeros, sus gafas con ese hilo del que cuelgan para que no se caigan, algunas gotas de leche chorreando de la magdalena volvían al gaucho a su dimensión más humana, desprovista de la épica de la pampa o de la sierra, donde quizá en otros tiempos era hábil en el manejo de las bolas para detener los terneros y parar la carrera de los caballos salvajes.

Como un viejo cawboy recuerda sus aventuras en la pradera conduciendo ganado, domando potros y enfrentándose a los cuatreros, y ahora sentado en el estrado del circo espera su turno para la exhibición ante los niños, así ahora quizá este gaucho, la cara cruzada de tristeza y arrugas, sonríe contemplando el infinito y acordándose de aquella “mina” que se quedó, también triste por su ausencia, bajo el porche en la enramada.

San Juan, 1 de Agosto de 2016.
José Luis Simón Cámara.

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