Reencuentros. 1. Lovaina.

No me lo podía creer cuando, por pura casualidad creía yo, me iba encontrando en esas ciudades que he visitado a los amigos que yo, con perdón, y todos, creíamos que ya habían muerto. Estábamos en un error, en un gran error. Me los he ido encontrando por ahí en otro tipo de vida. Sí, sí, vivitos y coleando. Era tal el aburrimiento al que, según me fueron diciendo, habían llegado, que ninguna pena era superior a la de seguir la misma rutina de tantos años. Y lo mejor que se les ocurrió fue quitarse de en medio, así como suena. En algún otro viaje anterior había creído ver la sombra, el aire, los ademanes de alguno de los amigos desaparecidos, pero siempre lo atribuía a esos destellos producto de la añoranza que ni siquiera el paso del tiempo es capaz de atenuar. Pero en este último esa presencia fugaz, cruzando un callejón poco iluminado o reflejándose su figura en el escaparate recién rebasado o una cadencia del movimiento de sus brazos, un giro de cabeza, se han materializado físicamente ante mis narices. Me los he encontrado en los lugares más impensables pero a la vez más explicables. A uno de ellos, buscando la estatua de Erasmo de Rotterdam en las proximidades de la universidad de Lovaina, me lo he encontrado sentado en una cervecería discutiendo con unos estudiantes mientras se mesaba la larga barba negra y con su mano abierta como un peine se arreglaba la cabellera, los ojos encendidos, la palabra apasionada…. No, no lo entendía porque hablaban en flamenco. ¡Claro que lo había aprendido! ¡Cómo podría él vivir sin dominio de la lengua que ha sido siempre su arma más preciada! Cuando me vio aparecer saltó como impulsado por un resorte a pesar de sus kilos, aunque había mantenido el aspecto de los últimos años cuando por razones de salud cuidaba más su peso, y se echó a mis brazos besándome como si quisiera recuperar todos estos años en blanco. ¡Qué podría contaros de todo lo que nos hablamos y abrazamos, de todo lo que sentimos y recordamos hasta altas horas de la madrugada, como le había gustado siempre a él!. Y le seguía gustando como tuve la oportunidad y el inmenso e inimaginable placer de poder comprobar volviendo a repetir aquellos encuentros inolvidables ¡Quién lo iba a decir, precisamente en Lovaina, aquella ciudad donde yo había querido ir hace más de 50 años a estudiar sociología siguiendo la estela del cura-guerrillero colombiano Camilo Torres! Pues sí, allí me lo encontré como si tal cosa, como si hubiera vivido allí toda la vida. Y no lamentaba el pasado, al contrario, lo recordaba con agrado, pero tampoco lo echaba de menos. Era simplemente otra época de su vida, otra parte de su vida, tan intensa y excitante quizás como ésta, pero ya pasada. El sueño debió caer sobre nosotros después de tantas horas, después de tantas emociones. Cuando desperté Alfredo había desaparecido. Sí, se trataba de Alfredo Santo Juan. Y entonces recordé que cuando lo vi por última vez hace ya 12 años en el tanatorio de Valencia, tumbado en el ataúd, no parecía muerto, más bien parecía que estuviera simulando su muerte sin poder disimular un amago de sonrisa, oculta tras su barba, al comprobar por nuestro dolor que su representación era inmejorable, que su representación no tenía nada que envidiar al mejor elenco de profesionales del teatro. Ahora lo entendía todo. Ahora encajaban todas las piezas. Y todo gracias a la cancelación del vuelo de regreso y la inevitable prolongación de la estancia en Bruselas. Porque ésa fue la causa de la visita a Lovaina.

San Juan, 25 de julio de 2018.
José Luis Simón Cámara.