La biblioteca

No, no era un sueño. Durante varios días lo había creído y andaba devanándome los sesos. ¿En cuál de ellos habría sido? Con bastante frecuencia me recreo en los sueños matinales. Algunos me resultan tan interesantes que incluso he llegado a levantarme para tomar nota de ellos, solamente unas palabras, con el fin de recordarlos. Otras veces fío a la memoria recordarlos y se van desvaneciendo hasta quedarse en la mínima expresión o simplemente desaparecen totalmente de mi mente. Estos días trataba de recordar a cuál de esos sueños olvidados podía pertenecer la escena en que, evidentemente no sabía dónde, al entrar a una dependencia, me aproximaban, sin llegar a rozarme la frente, como un pistolete manual a la vez que pasaba por un estrecho pasillo distinto al de salida y me embadurnaba las manos de ese gel imprescindible ahora en la antesala de cualquier centro comercial o de la administración. Administración que ha sido, por cierto y sorprendentemente, la última en incorporarse a la actividad pública. Sorprendente porque su función es de vital necesidad para los ciudadanos. No se entiende muy bien que los bares, las mercerías, los viveros, las ferreterías, los almacenes de construcción o las papelerías estén abiertos y las dependencias municipales o las oficinas de Aguas o las consejerías de urbanismo o el catastro o incluso los centros de salud, imprescindibles para las actividades ciudadanas, permanezcan cerradas o bajo mínimos. Inevitablemente estas circunstancias me retrotraen al inolvidable Larra y su famoso artículo “Vuelva usted mañana” cuando nos referimos, como él lo hacía entonces y lo haría ahora, al funcionamiento de la administración y otras actividades ciudadanas. Que este artículo lo escribiera su autor hace ya casi dos siglos, fue publicado en Enero de 1833, tiene su guasa. Podría publicarse ahora, estos días, y seguiría estando de máxima actualidad. ¿Era acaso Larra un vidente o un futurólogo? No, él era un observador de la realidad, un periodista que tomaba nota de lo que veía y se limitaba a hacerlo público. Su personaje, un francés, curiosamente llamado “Sans-délai” (sin retraso) quiere averiguar su genealogía y hacer unas inversiones en nuestro país para lo que cree que pueden bastarle 15 días. Su interlocutor le augura que posiblemente necesite 15 meses si no más. El extranjero cree que se está burlando pero acaba por comprobar desesperado que aún se quedaba corto en su vaticinio. La respuesta que encontraba ante cualquier gestión era siempre la misma. “Vuelva usted mañana”. Nunca se podía hacer nada hoy. Estos días atrás, necesitado de autorizaciones del Ayuntamiento, del servicio de aguas, del catastro, del registro civil, todo se ha visto postergado, ralentizado si no imposibilitado, por el estado de alarma. Si bien es comprensible, incluso plausible, que se tomen medidas de protección, no lo es tanto que se paralicen actividades imprescindibles para la vida de los ciudadanos. Volviendo al tema inicial, no era en un sueño donde me habían aplicado el pistolete para comprobar la temperatura corporal. He tenido hoy la oportunidad de comprobarlo. Hace unos días devolví unos libros en la biblioteca pública del pueblo, largamente cerrada, y me recordaron que aún me faltaba devolver “La historia interminable”. Una lectura para mi nieta. Lo he devuelto hoy. Cuando me dirigía al vestíbulo he visto acercarse hacia mí al conserje enmascarado con un pistolete en la mano. Otro conserje me indicaba el camino de las devoluciones pero el primero me ha reconocido a pesar de la mascarilla y le ha dicho. Este chico ya sabe el camino. Estuvo aquí el otro día.

San Juan, 12 de junio de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Sueños. 39.

Algunos días de este confinamiento, ahora con cierta flexibilidad, salgo a correr por la mañana, desde el 1 de Junio con baño incluido en el mar. Por las tardes, también a las 7, hora reservada para el paseo a los mayores de 70, suelo, más que pasear tranquilamente como me gusta, caminar a marchas forzadas como le gusta a mi, a pesar de eso y otras cosas, amigo Ramón. ¿Qué ruta consagramos, amigo? Le digo emulando a Valle Inclán. Y vamos charlando mientras caminamos en una u otra dirección. Siempre buscando los espacios más amplios donde no nos rocemos con otra gente aunque hagamos la misma ruta. Hoy, no sé si en sueños o por efecto del calor hemos pasado junto a una pequeña acequia y él se ha abuzado no sólo para refrescarse sino que de tan fresca y limpia bebió de aquella agua con el cuenco de la mano. Cómo tú, tan cuidadoso con los asuntos de la salud, bebes de esa agua. No sabemos si es o no potable. Podría arrastrar insecticidas, abonos o ¡vete tú a saber! Sin hacerme mucho caso no sólo no dejó de beber y chapotear sino que sin descalzarse siquiera se metió dentro del arroyo y comenzó a caminar por él riéndose de mis advertencias e invitándome a imitarlo. Pudo más en mí aquel gesto infantil, tan impropio de mi sesudo amigo, que todas mis reconvenciones y me metí también en la fresca corriente cogiendo agua con las manos y echándomela por brazos y cara. La pequeña corriente bajo los árboles a orillas del riachuelo nos condujo hasta un canal de bastante anchura donde aquél desembocaba. Allí, la altura del agua llegaba justo a la rodilla pero era tal la fuerza con que corría que apenas y con mucha dificultad conseguíamos avanzar contra la corriente si no era agarrándonos fuertemente a la orilla del canal, justo en el borde del cauce acabado en bloques de cemento. Los bloques eran tan gruesos que no podíamos agarrarlos con la suficiente fuerza con la mano. Algo resbaladizos además por el agua. Vi que en la otra orilla a unos 3 ó 4 metros el borde era más fino y tomando impulso di un gran salto y con dos brazadas alcancé la otra orilla aunque la fuerza de la corriente me llevó varios metros canal abajo. Cuando me encontraba ya más seguro en la otra orilla, vi que el insensato de mi amigo saltaba al centro del canal y comenzaba a nadar alegremente en la dirección de la corriente. No se había dado cuenta de que unos 50 metros más abajo había un salto de agua de no sabíamos cuánta altura. Le grité inútilmente mientras él, ajeno al peligro, disfrutaba nadando veloz en la dirección de la cascada sin escuchar mis gritos de peligro. Ya era demasiado tarde. Me incorporé como pude sobre el borde del cauce y ya no conseguí verlo. Después del salto el cauce seguía a lo lejos, ya más tranquilo porque el cauce era más llano. No conseguía adivinar y menos aún ver a mi pobre amigo. Era buen nadador, pero si cayó sobre el duro cemento con poca profundidad de agua…. Desolado alcancé la orilla y comencé a desprenderme del barro y hierbajos en brazos y bolsillos. Saqué el móvil del bolsillo, lo limpié del musgo pegajoso. Caminé desconcertado en la dirección del agua y perdido, sin saber qué hacer, mirando desconsolado en los recovecos del canal. La altura de la cascada era de unos 5 metros. El agua se estrellaba contra el suelo y formando remolinos se iba remansando poco a poco. Pensando en las pocas posibilidades que tendría mi amigo de haber sobrevivido a la caída sonó el móvil. Ya lo creía inservible. Era su mujer. Están interviniéndolo. Ha sufrido lesiones delicadas en la caída pero el agua fría lo ha espabilado y ha conseguido salir del canal por una escalerilla de socorro dos kilómetros más abajo. Está fuera de peligro. El sobresalto me ha despertado y liberado de esta pesadilla.

San Juan, 5 de junio de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Viejos amigos. (4)

IV

Frecuentábamos todo tipo de bares. También sitios pijos como el “Dallas Junior” en el paseo Gadea, con aquella Harley brillante sobre una plataforma y las chicas tontas buscando chicos a su medida. Los bares de cada zona de la ciudad cosechaban la fauna correspondiente. Aunque a veces y según las horas, había trasvase de personal. Digamos que los sectores más desahogados podían bajar a las cloacas. No a la inversa. El atuendo y el bolsillo marcaban la frontera. Pero preferíamos el tipo de taberna. La estética cutre nos gustaba. No sabíamos por qué exactamente. Quizá por el rechazo a la estética oficial que gozaba de tan poco atractivo, también porque era la de nuestros padres, la del poder vigente, y, ya se sabe, la juventud… Eso aparte de la rebeldía ante el sistema que se había convertido en represor de todo lo que representaba nuestro mundo.

Casi todos los tugurios a los que íbamos tenían algo en común. Mal iluminados, ambiente sombrío, tipos malencarados, caras de pocos amigos, sobre todo si no te conocían. Si se trataba de una pareja de gente joven bien vestida, es un decir, porque nos gustaba vestir algo estrafalarios, entonces olían a guripa. Y se deshacían los corros o se guardaban los paquetes de cigarrillos, a veces manchados de coca o mezclados con chocolate, como hacía Juan. Aquel chico del barrio que vaciaba el cigarrillo, lo mezclaba con coca y luego volvía a rellenarlo. Parecía un cigarrillo normal que sacaba del paquete recién abierto y se lo fumaba sin levantar sospechas. El mismo Juan que necesitaba sujetarse el labio para que no se le saliera la cerveza de la boca. Un accidente de coche lo dejó sin fuerza muscular en el labio inferior. Por entonces tus amistades y mías se encontraban rozando la frontera del peligro o al otro lado. Como aquella noche, por unos bares cerca de las Mil Viviendas. Íbamos a tomar unas copas y pillar chocolate. Sentados en una mesa con el camello, se le erizó la joroba cuando vio entrar por la puerta todo agitado al “Pirrele”, colega suyo de andanzas, detenido meses antes y encerrado en Fontcalent. ¿Qué haces, tío, por aquí, fuera del trullo?. Acabo de escaparme, dijo, mientras dejaba la pistola sobre la mesa. Yo no podía creer lo que estaba viendo. ¡Ostias, una pistola de verdad! Dijo un joven que echaba monedas a la máquina tragaperras. ¿Cómo se te ocurre venir por aquí? Es donde te van a buscar primero. Aún no me echarán en falta hasta el recuento de la mañana. Tienes que perderte, tío. Antes tengo que saldar las cuentas con ese hijo de puta. Yo no puedo estar entre rejas mientras ese malnacido se está cepillando a mi mujer. Además, delante de todo el mundo. Si al menos fueran discretos. Pero esto no acaba así. Después que pase lo que tenga que pasar. No paraba de dar vueltas, nervioso, alrededor de la mesa, con un botellín tras otro en la mano. Las copas y el chocolate, tira que va, pero la pistola era demasiado. Apuramos las copas y el negocio y sin darnos mucha prisa para no levantar sospechas ante el fugado, aquella gente era peligrosa, tomamos las de Villadiego y sin llegarnos la camisa al cuerpo, nos refugiamos en la calle Labradores, zona fronteriza donde confluían gentes de todo tipo, del barrio y de la Rambla. Una zona donde se podía pasar bastante desapercibido entre los pijos y los lumpen. No supimos qué ocurrió con el fugado. Seguro que le echaron el guante. Al final se dejaban cazar porque sabían que era la única salida. Ésa o el cementerio. No había otra. Y todos seguían teniendo mucho apego a la vida. Aunque fuera una mierda. Era lo único que tenían. La vida y ganas de disfrutarla, de aprovecharla. De aquella manera. Su manera.

San Juan, 28 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Viejos amigos. (3)

III

Cuando incrédulo, te contábamos con detalle cómo terminabas algunas madrugadas, acabaste por aceptarlo y fuiste poco a poco dejando aquel veneno que te transformaba el carácter.

Te costó bastante asimilar lo que pocos amigos te decíamos. No es fácil afear a un amigo su conducta. Hay que quererlo mucho porque te arriesgas a perderlo como amigo. No es el primer caso. Es mucho más fácil dejar pasar las cosas y que sigan su curso aunque se estrelle, aunque eso entrañe consecuencias irreversibles. No se sabe por qué razón unos adoptan una decisión y otros la contraria.

Aquella llamada de la razón no fue inmediata. Hubo de pasar bastante tiempo. Al precio de perder algún amigo y de recordarle los que le quedaban algunas de sus andanzas nocturnas. De las que ni siquiera se acordaba. Eso fue lo que lo hizo preocuparse. Porque de sus amores…. Era y sigue siendo corazón. Ahora ya más tranquilo. Entonces, un bar de la plaza de Galicia fue testigo de su confesión, de su loca confesión de amor. Y yo fui el confesor. Siempre había tenido sus más y sus menos con la mujer, pero, bueno, iban tirando.

Y a veces se desbocaba. No atendía a razones. Las entendía, las escuchaba pero no podía aceptarlas. Era superior a sus fuerzas, a su pasión. No quería de ninguna manera. Y se lo decía. Es un conflicto para la chica, casada. Lo es para ti, casado. Todo por un calentón. Ya lo sé. Cuando estamos juntos perdemos la noción del tiempo. Nos da igual dónde nos encontramos. En la calle, en un parque, en la orilla del mar. Sólo tenemos ojos y manos el uno para el otro. Sólo existimos el uno para el otro. Como si no hubiera nadie más en el mundo. Es una locura, lo reconozco. Es una locura, pero una locura apasionante, excitante, enloquecedora. Te arrepentirás. Lo sé. Sé que me arrepentiré. Pero también me arrepentiré después, de no haber dado rienda suelta a esta pasión que nos devora a los dos. Ese delirio, ese enloquecimiento que nos abrasa, tiene que consumirse hasta apagarse. Así fue. Pasaron los días. Hubo conflictos con las respectivas parejas. Y pasó el frenesí. No mucho tiempo después se olvidaron de todo, como si no hubiera pasado nada. ¡Cuánta razón tenías, amigo! Eras incapaz entonces de aceptarlo. Yo creo que ni siquiera de entenderlo. Escuchaba lo que me decías pero como si no lo oyera. Eran palabras que susurrabas lejanas, como si no significaran nada. Ahora, después de tanto tiempo, me estoy dando cuenta de lo que decías en aquel bar junto a la plaza de Galicia. Y ya ves por dónde camina la historia de cada uno, aquella historia que nos unió un tiempo breve pero intenso en nuestra vida. En su vida y en la mía. Aquella chica fue luego de brazo en brazo. Ni mucho menos lo digo en sentido despectivo. Ni la censuro en absoluto. Se separó de su pareja, como se alejó de mis brazos, encontró un nuevo amor algunos años hasta acabar en brazos de la blanca dama, el último de los abrazos. Yo también cambié de brazos y junto al mar, yo que nací en las montañas, voy viendo pasar y perderse días, amores y amigos.

No digo su nombre, aunque ya no importaría después de tanto tiempo, pero él sabe muy bien de quién estoy hablando.

(continúa)

José Luis Simón Cámara

Viejos amigos. (2)

II

Como aquella vez en el Yerbeta, tomando agua de valencia, ya calientes. Un cumpleaños. Tú entre nosotros. Distintas militancias políticas. Con frecuencia discutíamos acaloradamente. Te metiste con uno de los amigos, vamos, algo dentro de lo normal, y enseguida comenzamos a oler a carne chamuscada. Uno de los presentes, quizá la primera vez que estaba con nosotros, acababa de apagarse el cigarrillo en la frente, restregándoselo una y otra vez. Olor repugnante a carne humana quemada. Como si oliera de forma distinta a la de otros animales. Mirad lo que hago sin motivo. Imaginaos lo que haré si alguien se mete con mi amigo Agustín. Apenas lo conocíamos. Sí sabíamos que era hermano, la oveja negra, de otros dos amigos nuestros. De sus andanzas y presidios en Marruecos habíamos tenido noticias porque apareció por aquí un italiano que decía venir en su nombre pidiendo dinero a sus hermanos para poder pagar una fianza con la que salir de la cárcel en Marruecos. No sé cómo había acabado la historia. Sí sé que un mal día apareció, después de un tiempo ausente, por Alicante y era una fuente permanente de problemas para sus hermanos. Se presentaba en la casa con desconocidos para alojarlos allí o desaparecía sin dar explicaciones o de cuando en cuando irrumpía en el despacho oficial de un hermano sindicalista, pidiéndole dinero, el arreglo de un desaguisado, siempre creándole problemas. Con paranoia persecutoria descubrió con un pico toda la conducción eléctrica de cables de la casa familiar, donde vivían varios hermanos, convencido de que lo espiaban. Con razón. Un 1 de Mayo su hermano Jacques, nombre imaginario, amigo mío, me pidió que lo acompañara a su casa, donde yo había dormido alguna vez, en la torre del Plá. Entonces vi el destrozo. En algunas paredes había abierto una canaleta a lo largo de toda la pared para sacar los cables y tratar de descubrir, como en las películas, algún dispositivo de escucha, pero en otras había dado tan fuerte que había un boquete abierto hacia el piso de al lado. Mirando y buscando entre escombros y estanterías encontramos un pan enmohecido con una casi inapreciable raya horizontal por donde se abrió al cogerlo y dejó al descubierto una bolsa de harina blanquísima. Ése era el motivo de su paranoia persecutoria. No era la policía. Eran sus socios de aquel viaje a Colombia, que no paraban de hostigarlo para que compartiera el alijo que no sabíamos por qué razones, parecía que no estaba dispuesto a compartir o repartir.

Le pregunté a mi amigo qué hacíamos. Porque podrían recaer sobre nosotros tanto las sospechas de su hermano como las de sus socios. Él no dudó un momento. Tenemos que deshacernos del muerto. Eso era para nosotros. Para su hermano y sus socios podía ser una mina de oro. Salimos del piso, una 5ª planta, con la bolsa y después de varias vueltas observando por la calle si alguien espiaba nuestros movimientos, la abandonamos en una papelera. Ya no volví a cruzarme más con aquel chico ni durante mucho tiempo supe de él, a pesar de mi amistad sobre todo con su hermano Jacques. Nos enteramos tiempo después de que lo habían encontrado colgado del techo de una pensión en Aspe.

(continúa)

José Luis Simón Cámara