Del gallo y otros cantos

Mi nieta pequeña, Teresa, cuando se despierta muy temprano por la mañana en mi casa, ayudada por su padre se agarra a las rejas de la ventana por donde ya empieza a romper la luz del día y busca con sus ojos, con sus oídos y con sus dedos descubrir el intermitente canto del gallo. La pobre, sólo había podido escuchar hasta ahora, el monótono y sordo zureo de las tórtolas que se enredan en las redes de la galería de la cocina de su casa. Y digo la pobre en el sentido más cariñoso y tierno que puede aplicarse a una niña de apenas 9 meses que ha tenido ¿la suerte, la desgracia?, dejémoslo mejor en la circunstancia de haber nacido en Bruselas. Dios me libre del chovinismo de decir ni de pensar que haber nacido en un lugar u otro de la tierra es una suerte o una desgracia, aunque la verdad es que hay algunos lugares de este planeta donde quizá sea mejor no haber nacido. Pero, bueno, por concretar y limitarnos a los lugares donde hubiera podido nacer de forma, digamos, natural, me referiré a los orígenes de sus padres que en el caso de la madre sería Italia, más concretamente Sicilia, y en el caso de su padre, España, a lo largo de la franja mediterránea entre Murcia y Alicante. Habría que incluir también dentro de ese espacio natural el lugar de trabajo de sus padres, en este caso y ya durante algunos años, Bruselas. Pues bien, de esas tres posibilidades naturales ha sido justamente la última donde la niña vino al mundo. Esa circunstancia unida a que sus padres se conocieron en Londres y utilizaron el inglés como lengua de comunicación, ha contribuido a que la niña, desde el vientre de su madre y a través de las frágiles paredes de su encierro, haya escuchado una jerigonza de sonidos, por el momento indescifrables pero que poco a poco irá identificando. Sin ella saberlo los tiernos pabellones de sus lindas orejitas captan las articulaciones y sonidos más variados, aun sin entenderlos. Eso creemos al menos. Sonidos que van del italiano y el español, lenguas maternas de sus padres, al inglés y el francés e incluso el flamenco. También el zureo de las tórtolas, el piar de los pájaros y, ¡cómo no! el impertinente ruido de la batidora en la cocina, el relajante del agua en el grifo y la ducha, el roce de la escoba sobre el piso,… Pero hasta ahora, y por eso se agarra a los barrotes de la reja de la ventana, aún no había tenido ocasión de escuchar el limpio, transparente y sonoro kikirikí de los gallos que, poco antes de salir el sol, se quitan las legañas de la garganta y despiertan a la luna, dormida en la sedosa almohada de cualquiera de las nubes que se le acercan para arrullarla. Y despiertan a Teresa y despiertan con su carnoso canto a todos los niños de San Juan y de Sicilia y del Siscar y también de Bruselas, si allí aún hubiera gallos y no los hubiera degollado, como dice la leyenda negra, Don Fernando Álvarez de Toledo, Gran Duque de Alba. Algún día le contaré a Teresa cuentos de nuestra historia. Algunos los desmentiré por falsos, por haber sido tergiversaciones interesadas de algunos países contra el floreciente y fructífero imperio español a pesar de sus sombras, pero otros se los confirmaré a fuer de honesto y respetuoso con la historia de los hechos, como la injusta e ingrata decisión de detener a traición y ejecutar vilmente a un heroico defensor de los intereses españoles en Flandes, como demostró su participación en las batallas de san Quintín y de Gravelinas. Me refiero al conde de Egmont, decapitado el 5 de junio de 1568 en el Mercado de Caballos de Bruselas ante los ojos de una multitud sollozante y las lágrimas incluso de su propio verdugo, el Duque de Alba. Felipe II, nacido en Castilla, entendió menos a Europa que su padre, Carlos V, nacido y educado en Flandes, recriado en España y viajero por toda Europa.

San Juan, 1 de Diciembre de 2020.
José Luis Simón Cámara.