La ciudad eterna

Josele nos sorprende con una densa novela, en la que nos lleva por la Ciudad Eterna junto con Alfredo Tresfuegos, profesor de filosofía. Como siempre, sopesando cada palabra, con un vocablo tan rico, nos revela una intriga cuyo trasfondo nos suena demasiado conocido por estas tierras. Aprovecha para añadir referencias históricas sobre los monumentos que va viendo el protagonista. Esperemos tener el privilegio de ir descubriendo Paris con él para poder disfrutar de viva voz de sus anécdotas parisienses.

Martina

1.

Habíamos dejado a nuestro investigador Alfredo Tresfuegos en un hotel de Venecia con un tesoro literario en sus manos. Después de muchas tentaciones consiguió serenarse y posponer su lectura pensando que, como decía Gide, la sensación de deseo era más fuerte que la satisfacción del mismo. Rara vez su temperamento impulsivo era controlado por su crítica pero apasionada razón. La verdad es que conocemos muy poco todavía a nuestro investigador. Baste saber, por el momento, que era capaz, en búsqueda del conocimiento de la realidad, de desplazarse a Polonia siguiendo al filósofo del posmaterialismo o cartearse con Bacca, el anciano filósofo hispano-americano o atravesar el Atlántico para conocer a los grupos de apoyo a la revolución bolivariana.

Llevarse las manos a la barba y entretenerse mesándosela le ayudaba a pensar. Años atrás se enfrascaba en la lectura de todo lo que le caía entre manos, aún lo seguía haciendo, hasta que prevaleció su reflexión en permanente discusión con todo tipo de gentes.

El debate sin posicionamientos previos, harto difícil, ofrece quizá más posibilidades que la letra fijada en un papel, por más que ésta haya sido y siga siendo imprescindible en la difusión de la cultura.

Su ansia de conocimiento era ilimitada, su rigor analítico incuestionable, sus armas retóricas sorprendentes, su pasión  desbordada. ¡Ah! y en cuanto a la amistad, casi nada o nada estaba por encima de ella. Beber y fumar con los amigos hasta altas horas de la madrugada manteniendo la misma tensión discursiva, aunque, como ocurrió finalmente, le fuera en ello la vida.

¿Y de su físico?  Algún adversario político adoctrinado y poco inteligente lo tachaba de seboso llevado por la antipatía, es verdad que es más bien bajo y digamos que llenito, pero su desordenada y larga barba y los años de inquietud y desasosiego lo habían estilizado de tal manera que diríamos que aquel calificativo estaba dictado exclusivamente por el intento de descalificación de quien siempre se los llevaba al huerto en cualquier terreno que tocasen.

Hay gordos tan finos que su grosura desaparece cuando cruzas las primeras miradas y palabras. Nuestro amigo, no lo voy a llamar nuestro héroe, quizá nuestro protagonista o, mejor aún, antihéroe, nunca ganó ninguna batalla y no por eso era más infeliz. Al contrario. Su energía, sus ganas de vivir lo impulsaban como un resorte cuando una vez tras otra tropezaba en su camino, en todos los caminos que siguió, que fueron muchos.

Alfredo Tresfuegos se sonrojaría si pudiera leer estas pinceladas que sobre él estoy esbozando.

Por otro lado, con su sonrisa irónica y burlona asentiría, estoy seguro, a todo lo que  afirmo.

Y bien, pensará el lector, ¿para qué nos sirve conocer al personaje? ¿Qué hay en él de interesante? ¿Con qué puede conquistar nuestra atención?

La segunda parte de su viaje había comenzado.

Ya en Fiumicino se dirige a Roma en el Leonardo Express – esta tierra está llena de evocaciones históricas o artísticas.

Campos bastante secos, vegetación mediterránea escasa, y por primera vez se acerca a la “urbe condita”, la ciudad fundada no se sabe por quién, si por Eneas, si por Rómulo y Remo, o por la loba, la ciudad asediada por Aníbal, su mente empieza a recordar aquellos tiempos, las villas de los poderosos o de los poetas protegidos por Mecenas a las afueras de la ciudad, las dependencias de los esclavos, traídos de las guerras de conquista de países lejanos y extraños, los bárbaros, las luchas entre patricios por el control de la ciudad, es decir, del imperio, y luego su mente volaba a otras épocas posteriores, a la Roma de los Farnesio y los Borghese y los Borgia, el lujo obsceno envuelto en las sagradas y brillantes galas de la liturgia, el mayor desenfreno pasional, fustigado en los púlpitos, y a la vez que todas estas secuencias iba viendo feos edificios de barrio, sucios y amontonados, junto a las vías llenas de hierbas secas crecidas, vigas oxidadas, travesaños rotos de madera o ya más modernos de cemento, graffittis por los muros semiderruídos, estructuras de hierro corroídas cubiertas de uralitas despuntadas, gatos escarbando las basuras,….

No daban crédito sus ojos, ¿era ésta la entrada a la “ciudad eterna”, a la capital de uno de los más grandes imperios de la historia? o estaba adormilado del viaje y soñaba lo que veía y tenía ante sí lo que soñaba?

Viendo pasar estaciones y recreándose en estas consideraciones, con ojos entreabiertos, el movimiento de los pasajeros presagia la proximidad del destino. El tren va reduciendo velocidad y es lentamente engullido por una mastodóntica y geométrica estación diseñada en la época del último dictador romano, ridículo émulo de aquellos grandes y crueles emperadores o dictadores del pasado.

Estación Términi. Roma.

Desde allí un taxi lo llevó hasta el hotel en el Trastevere. Las imágenes del viaje en tren adormilado fueron desapareciendo en la ciudad: calles abarrotadas de gente por las aceras bajo hermosos edificios sucios, a lo lejos una columna entre ruinas y poco después el río hasta pasar al otro lado.

Ya en el hotel ordenó su escaso equipaje y salió a pasear por las proximidades. Llegó hasta el río, lo atravesó por el puente Fabricio, desde el que se domina la isla Tiberina y llegó hasta el teatro Marcelo sobre el que edificaron un palacio, los viejos muros y el suelo sembrados de plantas silvestres, envidia del ganado. No quería alejarse demasiado y antes de oscurecer regresó al Trastevere.

Callejuelas en penumbra, edificios desconchados de aspecto quizá cuidadosamente descuidado, ese ocre amarillento sucio, con manchas que les da ese aire envejecido, las ventanas con flores, la gente por la calle, sentados  en terrazas con mesas pequeñas para que quepan dos pizzas, los cubiertos, el vino y una velita que da como más intimidad – en algunas terrazas tan aprovechadas, resulta una intimidad múltiple-, a pesar de la proximidad de las mesas que casi se rozan. Un centímetro que las separa establece como una muralla invisible que permite hablar, mirarse, sonreír, como si nadie de los muchos que hay al lado te pudiera ver, observar, escuchar.

Pasear por aquellas calles, como si todas estuvieran dentro de un gran patio, es como pasear por otros barrios viejos y semiabandonados, de otras ciudades del Mediterráneo, llámense Alicante, Chaouen o Argel.

¿Quién diría, sentado en una de aquellas terrazas con casas abandonadas, ventanas con hierbas entre los barrotes y bajo las tejas, alguna ropa colgada, farolas que apenas se alumbran a sí mismas, niños jugueteando por las esquinas, que se encontraba  en la que fue metrópoli del imperio?

Ante tanta variedad de restaurantes, bares, cervecerías, no sabía dónde parar.

Tomó un vino en la barra de un bar con la clientela atenta al partido del Lacio y rehizo  el camino hasta sentarse en la terraza de un bar de los varios que había en aquella plaza que se perdía en la oscuridad.

Nunca había probado una pizza tan simple, variada, crujiente y sabrosa.

Satisfecho de su toma de contacto con la ciudad se retiró al hotel con el propósito de madrugar para visitar el Panteón.

2.

Panteón de Trajano.

Puede uno darle vueltas y más vueltas sin salir del asombro. Parece un gigante en una ciudad ciclópea. Por donde quiera y como quiera que lo mires, sentado, bebiendo, caminando, a lo alto, a lo largo, acostado, las columnas enormes de una sola pieza de piedra, el gran frontón triangular, los trozos de piel arrancada,..aún estaba cerrado cuando se aproximó finalmente, pero parecía que una inmensa hoja de la puerta que aún conserva el bronce original se entreabría, y aprovechando que salía una visita privada, tenían pinta de asistentes a un congreso de historia o de arquitectura, consiguió asomarse, con disgusto del portero, y barruntar un anticipo de lo que vería poco después.

Nuevamente y, como siguiendo los pasos de un ritual, volvió a circundar el Panteón, obra dedicada a todos los dioses y una de las mejor conservadas de aquella lejana época.

La cúpula, no muy visible desde el exterior, inmensa, es como la cabeza del cíclope apoyada en unas poderosas espaldas reforzadas con arcos del ladrillo aquel que caracteriza al arte mudéjar.

Ya dentro, deslumbra el sol atravesando el enorme ojo que culmina la bóveda.

Se diría que todos los muros y paredes están al servicio de la cúpula más grande nunca construida.

El templo original, del que se conservan restos, se construyó en la época de Augusto, pero fue Adriano el que mandó construir el actual en los primeros años del s. II d. C.

Parece que los estudiosos y estudiantes de arquitectura lo tienen por el canon,  por el templo por antonomasia, porque su técnica y dimensiones no han sido aún superadas tras casi dos mil años.

Y ha sido desnudado a lo largo de la historia, unos quitaron el mármol, otros las tejas doradas en bronce del techo, para cañones, para el baldaquino de San Pedro, para….

Aún así resulta como un coloso al que se le pueden ver algunos huesos sin músculos, como un cíclope al que Ulises no ha conseguido meterle la estaca con fuego en el ojo, pero sí el sol que por él penetra hasta los últimos rincones.

Una de las grandes y más antiguas muestras de la arquitectura romana.

Junto a una de las ciclópeas columnas que preceden al templo de todos los dioses escuchó a un acartonado caballero  repetir algo que él venía pensando ya  muchos años.

– Ma ¿dove si trova la verità?

No sólo pensando sino haciéndolo objeto principal de su estudio, de sus investigaciones, de sus viajes.  ¿Cómo era posible que desde la antigüedad ya los filósofos discurrieran y discutieran sobre este tema sin llegar jamás a las mismas conclusiones?

A casi todos pasó inadvertido pero aquel caballero miró con tanta insistencia a Alfredo que lo hizo sonrojar creyéndose observado por el hervidero humano que llena estos lugares.

La verdad es que solo una persona joven algo alejada observaba aquel cruce de miradas y casi adivinó aunque no vio el momento en que depositaba un sobre o unos papeles en el bolsillo de su chaquetón.

En uno de los bares que miran al Panteón y presume de los mejores cafés del mundo buscó asiento para sosegarse y mirar con algo de distancia el conjunto a la vez que tentaba con la mano sin atreverse a sacar los papeles que había depositado en su bolsillo aquel caballero..

Ya no consiguió distinguirlo entre la multitud aunque él sí seguía siendo observado a distancia por aquel joven.

No sabía por qué pero tenía la sensación de ser espiado, aunque nadie lo diría. ¿Quién podría espiarlo y para qué?, pensaba él. ¿A quién interesan los temas objeto de su estudio? Encontrar un buen negocio aún pero ¿buscar la verdad? ¿A quién interesa? Y menos aún hasta el punto de ser objeto de espionaje. Todo  imaginaciones. Reflejo persecutorio latente tras los años de franquismo. Su inquietud crecía a pesar de creerse un hombre tranquilo y el café la aumentó aún más, pero su mente analítica consiguió controlar la situación y tuvo claro desde el principio que no iba a sucumbir a la tentación de mirar allí los papeles ni siquiera de dar indicios a nadie por algún movimiento reflejo de su mano hacia el bolsillo de que alguien hubiera podido depositarlos allí.

Él sería el primer sorprendido de su inocente apariencia.

Pasado un rato, el bullir renovado de la gente le hizo olvidarse hasta el punto de sobresaltarse de nuevo al notar los papeles en el momento de buscar la cartera para pagar el café.

Fue una momentánea alteración sanguínea que pasó desapercibida al propio camarero que le deletreaba la cuenta.

Una vuelta más alrededor del Panteón, saqueado durante siglos, sólo despertó en él una sonrisa al escuchar furtivamente el chisporrotear en el suelo de la meada de un joven con gabardina oscura contra el musgo chorreante que oscurece la base vegetal del monumento. ¡Cuántos en la larga historia de Roma, pensaba, habrán sonreído con  muestras de satisfacción mientras como perros orinaban aquellas antiquísimas piedras!

Algunos por inexcusable imperativo fisiológico, otros por mearse en todos los dioses juntos, quién cobijándose en la oscuridad de los muros.

Fue ya en el hotel cuando notó que su chaquetón  olía a orines. Aquello no le gustó. Intentó reconstruir el aspecto del joven iconoclasta y sólo recordaba su gabardina oscura y que quizá comenzara la micción justo cuando él iniciaba la marcha en aquella dirección. ¿Sería casualidad o era pretendida la coincidencia? ¿Trataría de disimular y por eso comenzó o pretendería distraer la atención de alguna otra cosa? ¿Sería posible que el chisporroteo que le alcanzó el abrigo no fuera una meada sino un líquido con apariencia de orines y portador de una sustancia nociva o provista de partículas que detectaran la localización del personaje?

El desasosiego volvió a instalarse en su pecho por más que la razón desvaneciera todas sus cábalas.

Se olvidó por  un momento de los orines y buscó en su bolsillo los papeles que no eran más que un trozo de cuartilla amarilla mal cortado con unas  pocas letras. Encendió la lámpara de la mesilla de noche, corrió las cortinas de la ventana y se sentó en la cama.

“En la capilla Sixtina, el tercer domingo de Noviembre entre las 11 y las 12 horas”.

Sin duda, otro error, de nuevo. Alguien al que no conozco, pensaba Alfredo, se ha confundido de persona y quiere transmitirme algo o ponerme en contacto con alguien.

¡Si no conozco a nadie en Roma! En cualquier caso no se tratará de ningún secreto de Estado, porque justamente en la capilla Sixtina. Como si no hubiera otro lugar más discreto en toda Roma. Precisamente en el mismo centro del Vaticano donde confluyen todas las miradas. ¿Por qué no en el Trastevere, donde se alojaba?, pensó, pero quizá no era buen sitio para un encuentro. Quizá la capilla Sixtina fuera uno de los lugares más adecuados  para pasar desapercibido. Todo está lleno de gente, el suelo, las paredes, el techo, las cornisas, las puertas, los respaldos, los peldaños..

Se miran las pinturas en directo en las paredes y a la vez se mira el libro para descubrir todos los juegos de distracción que los enloquecidos pintores con el cuello retorcido iban dejando en  el techo. ¿Cómo adivinar que ese gesto placentero había salido del pincel de Miguel Ángel después de hacer el amor con la mezcladora de tintes? Y aquel otro ceñudo ¿sería la consecuencia de la reprimenda que su mujer le dio por meter el pincel en otros recipientes?

Alfredo quedó un poco decepcionado. Precisamente en la capilla Sixtina. Símbolo del poder de la Iglesia. Él, que despreciaba todas las religiones, cobijado en el sancta sanctorum de una de ellas. Había abandonado ya todos los argumentos ontológicos y empiristas que durante años desarrolló para desmenuzar la famosa frase de Marx sobre la religión y el opio y ya solo se apoyaba en el estudio de la historia. Cualquier religión en el poder avasalla a los súbditos o creyentes y mata en su nombre. Para él las religiones eran ya como una plaga, como un virus, como un mal necesario con el que hay que convivir porque no puede eliminarse. Se va inmunizando sucesivamente de las vacunas y está latente en las sociedades con la connivencia de los poderosos que se benefician de su implantación y la alimentan.

En última instancia, igual que el joven meón humedecía los viejos monumentos romanos…El lugar era lo de menos.

No podía imaginarse que donde iba a meterse era en la boca del lobo. Los lugares más sagrados donde los dedos más hábiles han inmortalizado los mitos de la religión cristiana volvían a ser, si es que alguna vez habían dejado de serlo, no lugar de oración sino de comercio, allí por unas euros más o menos se pagaba el asesinato o la pierna quebrada de un enemigo en los turbios negocios del hampa.

Si la pluma fuera un instrumento tan hábil como el pincel para pintar las pasiones más ocultas en el rostro de un condotiero, piensa el escritor. Si el pincel pudiera poner al descubierto los entresijos de la personalidad del gobernante como lo hace la pluma del escritor, piensa el pintor.

Ciertamente hay personajes que aparecen desnudos cuando se les ve la cara, el gesto, pero hay otros que ocultan de tal manera su interior que justamente muestran lo contrario de lo que son. Rostros impenetrables. Algunos de natural engañosos, turbios, sádicos, otros endurecidos de tanto tropiezo, de tanto desengaño, que se cubren de una coraza que los proteja de nuevas agresiones.

3.

Una caminata siempre lo relajaba y se encontró paseando por la plaza Navona, antiguo estadio construido por Domiciano en el s. I d. C., para celebrar luchas, carreras, luego mercado de la ciudad y ahora lugar de paseo y descanso donde se suceden mimos, carusos, saltimbanquis, rodeada de cafeterías y de bares donde  los músicos de la calle recrean o aburren a los clientes, “obligados” a dejarles alguna moneda, plaza donde hasta las hermosas fuentes de “los cuatro ríos”, “del moro” y de ”Neptuno”  compiten ante las iglesias al ritmo de la rivalidad entre sus autores, Della Porta, Bernini, Borromini.

Uno de los mimos, cubierto de una piel plata brillante, como todos con todo el tiempo del mundo desde su aburrida e inmóvil posición, con leves movimientos de ojos cuando veía caer una moneda en el sombrero posado sobre el pavimento boca arriba, era Stéfano, un viejo conocido de Gianni, el caballero del Panteón. Situación, la suya, inmejorable para controlar el permanente movimiento de turistas, camareros, curiosos y policías que pasean monótamente por esos lugares donde de vez en cuando se ven obligados a intervenir porque a un turista le ha desaparecido la cartera o un cliente de una terraza levanta la voz protestando por el precio de una consumición.

Trabajaba esporádicamente en un grupo de teatro independiente que representaba en la calle, según temporada, y también en asociaciones culturales subvencionadas por el Ayuntamiento. Entre ambos trabajos se iba costeando  los estudios en la Universidad a distancia porque no disponía de tiempo ni de dinero para asistir a los cursos reglados.

Stefano había conocido años atrás a Gianni, el viejo sindicalista cuya presión ante el Ayuntamiento había conseguido subvenciones para varios grupos de teatro juvenil; ahí comenzó su contacto. Su personalidad lo había impresionado. No hablaba mucho, no gesticulaba demasiado pero era certero y contundente en sus intervenciones. Desde entonces había mantenido trato con él. Además, sus caminos coincidían a menudo porque Stefano pasaba muchas horas al día en la plaza Navona y Gianni  solía sentarse en alguna de las terrazas o bien por la mañana para tomarse una cerveza o hacia la tarde con su café expresso ristretto..

Stefano estaba encantado de poder corresponderle con cuanta información le pedía su antiguo protector. El mimo era una atalaya perfecta para radiografiar desde el anonimato todo lo que pasaba a su alrededor. Por allí desfilaban, centro neurálgico de comunicación, todo tipo de gentes. Turistas, clérigos, elegantes señoras con sus chiguaguas con chaleco, buscavidas, pedigüeños, monjas regulares y seglares, el servicio municipal de basuras, señores con traje de negocios, prostitutas de todas las categorías, desde 30 a 300 euros la hora, vendedores que abandonaban sus chiringuitos, siempre  a la vista, eso sí, para conversar con sus colegas y quejarse de las pocas ventas con la crisis, chorizos que aprovechan el tumulto para aliviar la cartera a algún incauto turista ocupado de sus niños,…

Alfredo cruzó el corso Victor Enmanuele y casi enfrente se llega al campo de Fiori, amplia plaza, aunque no tanto como  Navona, rodeada de edificios, si no palacios, palaciegos, trasiego humano de mercado multicolor y de flores.

Junto a los puestos de flores, otra fuente menos pretenciosa, suave susurro del agua, y una señora gruesa encaramada en la concha más baja, como a caballo para no perder el equilibrio se apoya en sus recias e hinchadas piernas para echarse unas gotas de agua a la cara. Mirada perdida, aspecto descuidado, cabellos, ropa, bolsa, …

Allá en el centro la aún humeante estatua que recuerda la quema de Giordano Bruno, aquella voz que, obsesionada por la búsqueda de la verdad y de la ciencia, colgó los estrechos hábitos de dominico y se lanzó por Europa, primero a Ginebra de donde tuvo que huir ante el intransigente rigor de Calvino, después a Londres de donde tuvo que salir igualmente porque los anglicanos no podían soportar sus críticas, aquella voz que debatió con Galileo, hasta que un hombre poderoso, empeñado en que le revelara la magia que sin duda había detrás de su prodigiosa memoria, lo denunció al Santo Oficio por hereje, aquella voz justiciera que fustigaba la hipocresía e inmoralidad que envolvía al papado, incapaz de perdonar, como no sea siglos más tarde, la osadía de un monje ante el poder terrenal de su iglesia, revestida del don de la infalibilidad.

Y en cualquier rincón, quizá allí mismo donde estaba sentado tomándose un gin-tonic, Caravaggio, el pintor del claroscuro, el pintor que tomó como modelo para su cuadro “La muerte de la Virgen” el cadáver de una mujer ahogada en el río, asestó unas puñaladas a un compinche de juego y lo mandó al otro barrio.

Se diría que de tanta sangre y fuego han brotado esta vida inquieta y bulliciosa y estas flores en la plaza, como en París, donde llaman ahora “de la Concordia” a la inmensa plaza donde estuvo instalada la guillotina.

Detrás, en dirección al Tíber, el palacio austeramente lujoso, elegante y enigmático ejemplar renacentista  de Alejandro Farnese, influyente cardenal y luego Papa, obra de Sangallo, Della Porta y Miguel Ángel.

Es sabido que algunas familias poderosas daban cobijo tras los muros de sus palacios a los perseguidos por la justicia del enemigo.

Aún guardan en sus estancias los disfraces para ocultar la identidad del caballero, del truhán o del canalla, cuchillos y pistolones para deshacerse de un cuerpo en el Tíber y las bolsas para llevar las sucias monedas del crimen.

¡De cuántas conjuras son mudos testigos sus paredes!

¡A cuántos pendencieros abrirían sus puertas en la noche!

Quizá por allí anduviera nuestro autor universal en su época romana, de la mano de su protector  el cardenal de l´Acqua,  rodeado de soplones tullidos al servicio del señor que a cambio los alimentaba con los restos de su servicio.

4.

Y ¿cómo sabría quién era su contacto?

Ni una sola indicación o pista. La nota no podía ser más escueta: “En la capilla Sixtina el tercer domingo de Noviembre entre las 11 y las 12 horas”  ¿No  habría ningún mensaje subliminal tras estas anodinas palabras?

Ya en el hotel volvió a leer varias veces el mensaje y, en su desesperación, lo arrugó, lo lanzó contra el suelo y, desanimado por la imprecisión, decidió relajarse un rato tendido en la cama después de hacer unos ejercicios respiratorios consistentes en aspirar y expulsar el aire profunda y lentamente.

Cuando despertó pasada media hora se encontraba  descansado  y el cuerpo le pedía paseo. No le vendría mal una vuelta por la ciudad para ventilar las ideas y tomarse alguna cerveza despreocupadamente. Se lavó la cara y tras echarse unas gotas de limón en las manos para pasarlas por su cabellera tropezó con el papel arrugado en el suelo, lo recogió, alisó las arrugas y según le pasaba la mano comenzó a distinguir unas letras no vistas hasta entonces. No salía de su asombro. “Un sacerdote calvo con calcetines morados”

Afortunadamente siempre llevaba algún limón en la maleta, por si se le estropeaba el estómago o para usarlo como fijador, el que su madre le ponía en tiempos ya lejanos para mantenerle el peinado.

¿Cómo  no se le había ocurrido algo semejante tantas veces leído en historias de su juventud?

Pasó por calles y plazas, atravesó el río por varios puentes, olvidadas las cervezas y a un ritmo de marcha que mostraba su excitación.

5.

El caballero del Panteón, Gianni, viajaba cada año a Venecia donde vivía Lucrecia. Los dos habían cumplido más de 70 años. Se querían como hermanos que se quieren. ¿Cuándo se ha acuñado la manida frase “se quieren como hermanos”? porque desde Caín y Abel abundan los ejemplos de todo lo contrario. Quizá hubiera que borrarla del archivo de la lengua a menos que se use con ironía, para decir justamente lo contrario.

Gianni era hijo de una aventura amorosa del padre de Lucrecia. Su compromiso político en la gran guerra lo había obligado a refugiarse en la organización lejos de su familia. La clandestinidad y sus peligros lo echaron en brazos de Giulia, una atrevida y tierna partisana con la que compartió riesgo, acción y amor.

Giulia cayó en una emboscada cuando Gianni apenas contaba cuatro años. A partir de ese momento el niño vivió en Venecia en compañía de Lucrecia y dos varones más. Allí creció y trabajó hasta que su actividad sindical lo llevó a Roma donde vive desde entonces. Menos apasionado que su padre, ha gozado siempre del respeto y admiración de compañeros y vecinos por su eficiencia y discreción. Todos los años viaja sistemáticamente a Venecia unos días junto a su hermana. Y, por supuesto, si ella o sus hijos tenían algún problema, inmediatamente estaba a su lado.

Nadie diría que pasa los 70 años. Su disciplina, la alimentación, su ecuanimidad, el ejercicio físico, su vitalidad, lo hacen aparentar algunos menos. Su chaquetón con el cuello levantado y su frondosa cabellera le dan cierto aire bohemio, despreocupado y es frecuente verlo sentado en la terraza de un café hojeando la prensa y paseando por la ciudad.

En su última visita Lucrecia le había  hablado de su encuentro con un español de mediana estatura, más bien grueso, de larga barba irregular, estudioso investigador de literatura y otras ciencias al que confió escritos de sus antepasados. Continuaba sus vacaciones en Roma. Le enseñó una foto suya saliendo del hotel en Venecia hecha por el gondolero.

Era raro que Gianni no tuviera siempre algo entre manos. De mayor o menor envergadura había asuntos que requerían su colaboración. Se lo podía permitir porque desde hacía varios años estaba jubilado. En su caso la jubilación sólo había afectado a su trabajo en el sindicato porque todo haría pensar que seguía en activo. Se levantaba temprano, como cuando iba al trabajo, pero ahora dedicaba una hora por la mañana a caminar. Sus paseos, variados, iban desde el Trastevere hasta la plaza de Venecia o desde ésta hasta los jardines Borghese o hasta el Coliseo, otros días hasta el Vaticano, vueltas al río, Campo dei Fiori, Campidoglio,…

Después del paseo matinal se sentaba en una terraza a desayunar y hojeaba los periódicos. Su información sobre la ciudad y sus habitantes era de primera mano porque además de la prensa, se movía por la calle y pasaba con frecuencia por el sindicato donde seguía manteniendo contactos. Era allí precisamente donde un antiguo compañero que seguía en activo le proporcionaba trabajitos de correo que no entrañaran mucho peligro aunque él sabía muy bien que algún día podían costarle caro.

Le gustaba disponer de recursos, muchas veces los había necesitado, para poder usarlos en el momento preciso. A veces los asuntos que le encomendaban eran urgentes y no admitían demora.

El momento había llegado. Así pues, se puso a la caza y captura del investigador literario español del que su hermana le había proporcionado una fotografía. De hecho pensó en varios sitios donde montarle la guardia: El Coliseo, el Vaticano, Campidoglio, Navona, plaza Venecia…finalmente llegó a la conclusión de que El Panteón sería el más adecuado. Los otros monumentos o son muy abiertos o hay mucha concurrencia o tienen muchas dependencias,..

El Panteón es más pequeño, más controlable, una sola puerta de entrada.

Gianni  montó la guardia en una de las joyas de la antigüedad romana, de visita obligatoria, y en cuyo acceso se puede reconocer fácilmente un rostro conocido.

Su prolongada presencia en el Panteón despertó las sospechas de una  organización que tiene apostados husmeadores en puntos distintos de la ciudad. Ya sabéis, un inocente limpiabotas, un vendedor ciego de cupones, un joven con gabardina, un niño mal vestido, han sido y siguen siendo informadores, como atestiguan numerosas  historias, muchas de ellas llevadas al cine. Eso fue lo que los puso sobre aviso. No les importaba el anzuelo sino el hilo. Así fue como dieron con Tresfuegos. Hasta ahora no lo conocían.

6.

Al día siguiente, Alfredo Tresfuegos, después de comer en la terraza de un bar, hacía sol, sacó un billete multiuso (metro, bus, tranvía) para tres días y bajó a las modernas catacumbas del metro. Pasadas varias estaciones bajó en Colosseo. Subió nervioso las escaleras y ¿qué vieron sus ojos?

Ahí está, como hace dos mil años, el circo romano, llamado Colosseo porque enfrente habían colocado una estatua colosal de Nerón.

Fieras, gladiadores, cristianos, atletas, juegos, carreras, todo se superponía en aquellas paredes que han soportado las inclemencias del tiempo y el saqueo de quienes han ido haciéndose palacios o templos a los dioses de Constantino, incluyendo aquellos a los que debemos su conservación.

La arena está levantada y deja ver los pasillos y pasadizos por donde antes de que goteara su sangre, caminaban fieras, gladiadores,..

Las plantas silvestres florecen en los suelos y paredes, la parietaria, donde tiempo atrás florecieron plantas exóticas cuyas semillas habían sido trasportadas en el vientre de los animales salvajes traidos de los confines del imperio y que allí morían y fecundaban la tierra: leones, cebras, cocodrilos, osos, tigres, rinocerontes, hipopótamos,…

Por poner un ejemplo, el emperador Trajano, precisamente de origen hispano, para festejar la victoria sobre los dacios celebró unos juegos que duraron 117 días y durante los cuales 9.000 gladiadores y 10.000 bestias pelearon hasta la muerte.

El recinto tenía capacidad para 50.000 personas, distribuidas en sus tres niveles por categorías sociales.

Allí, el populacho y los patricios, común la barbarie, saciaba sus bajos instintos y se distraía de sus miserias cotidianas, contemplando las desgracias ajenas.

¡Qué pensarían los bárbaros, los esclavos, los gladiadores, los cristianos, todos los que iban allí a dar su sangre, cuando se vieran ante tan colosal construcción, sobre el poder de Roma, que así quería mostrar su indestructibilidad!

Quizá pensaran que la única rebeldía posible ante tamaña crueldad era morir matando.

Quizá pensaran, pues  la mayoría de planteamientos filosóficos y éticos, que ahora se hacen ante los imperios de turno, ya eran discutidos en el ágora, quizá pensaran  que la justicia y el derecho siempre eran dictados por los poderosos del momento que los imponían a sangre y fuego.

O ¿eran ya un anticipo de Benetton, la invasiva y atrevida moda italiana que conjuntaba las blancas togas de los ciudadanos romanos con la roja sangre de los que morían, personas o animales?

Aún no sabía Alfredo Tresfuegos que la sangre que había bañado muchos años antes aquellos lugares, volvería a brotar en aquellos días. No hacía falta la presencia de fieras salvajes ni de esclavos nubios ni de gladiadores ni de cristianos para que volviera a correr la sangre.

¿Cómo era posible que se repitiera la barbarie de aquellos tiempos en nuestros días?

¡Qué poco aprendían los humanos de su historia!

Hechos y prácticas condenados una y mil veces volverían a ocurrir en nuestras narices y aquí mismo, no en lugares bárbaros y remotos.

Lo circunvaló pisando algunas grandes piedras que fueron pisadas sin duda por todas aquellas gentes, y levantó  la vista para mirar a través de sus altos arcos la misma luna que ocultaría la sangre sobre la arena.

7.

Giuseppe era conocido sobre todo en los barrios populares, en el extrarradio, donde como en cualquier gran ciudad está el llamado cinturón rojo, lo que en esta ciudad como en ninguna podemos llamar las cloacas. Él sabía de los salones elegantes, de recepciones, de coches oficiales, de exquisitos perfumes que anticipaban la proximidad de alguna distinguida dama de ademanes cadenciosos y sugerentes. Pero no arrugaba la nariz cuando se acercaba a los barrios pestilentes de gentes menos refinadas.

Las comitivas oficiales sólo los visitaban con motivo de alguna inauguración  y cuando los lameculos locales los habían adecentado  mínimamente, pero él, aficionado a las carreras desde su juventud, pasaba  por allí anónimamente, solo  o con su compañero de carreras, el rubio de Campania, y observaba el abandono en el que vivía  aquella gente: gatos husmeando por los montones de basura, desagües  infectos, eso sí, todos los edificios erizados de antenas y pantallas vía satélite.

Cuando después de esas carreras que le oxigenaban el físico y le encogían el espíritu, regresaba a casa, ducha, afeitado, música, confort, un complejo de culpa lo asaltaba y le renovaba día tras día su ideas juveniles de igualdad y justicia.

Eliana estaba orgullosa de su padre. Una sensación de felicidad la recorría entera cuando escuchaba comentarios, siempre elogiosos, sobre él. Pero una mañana, cuya víspera se había ausentado imprevistamente, lo encontró con una alegría y sonrisa forzadas. No quiso aparentarlo para no preocuparlo más. Sin mostrar preocupación comenzó a hilar su estrategia, recién aprendida en los manuales. Nada más fácil y próximo que observar el micromundo de su padre, rico en experiencias y desde bastante tiempo entregado a la defensa de los intereses populares incluso cuando se enfrentaban a los de su grupo municipal

Consiguió que su madre le dijera el motivo de la salida de su padre la víspera. Lo habían citado unos señores en la cafetería “Madonna” cerca de la plaza de Venecia. No sabía para qué pero parecía urgente porque de lo contrario la reunión hubiera sido por la mañana en las dependencias municipales. También ella lo había notado algo tenso y preocupado después de esa reunión.

Eliana desayunó y se marchó a la facultad donde asistió como todos los días a las clases de periodismo. Aunque siempre estaba atenta a las explicaciones de los profesores, aquella mañana estaba más pendiente de cómo averiguar las razones del estado de humor de su padre.

Aprovechando la ausencia de un profesor antes del mediodía se dirigió a la plaza de Venecia, a la cafetería Madonna.

– Buenos días. Estoy haciendo un trabajo sobre la actividad municipal y sus relaciones con distintos sectores de la población y necesitaría saber con quién estuvo aquí ayer tarde Giuseppe Buonatesta, concejal de distrito.

– Señorita, con mucho gusto la informaría pero los camareros de la mañana no hacemos el turno de la tarde noche. Debería usted venir por la tarde y preguntar por Giacomo. Es amigo mío y muy atento. Seguro que podrá informarla

Volvió a la facultad ensimismada.

Más tarde regresó a la cafetería Madonna y preguntó por Giacomo.

– Soy yo.

Respondió un joven camarero uniformado que ordenaba las mesas del local.

– Quería saber, para un trabajo de la Universidad sobre la actividad municipal, con quién  o quiénes estuvo ayer aquí el concejal de distrito Buonatesta.

– Sí, de vez en cuando pasan por aquí él y otros funcionarios municipales pero ayer vino con otra gente. Nunca los había visto. Uno parecía italiano y otro hablaba con acento del Este, los otros dos bien fornidos no abrieron la boca. Se limitaban a estar sentados y observaban quién entraba y salía.

– ¿Escuchaste algo de la conversación?

– No, hablaban en voz baja. En algún momento parecieron levantarla un poco pero coincidiendo con mi aproximación a la barra. Ni siquiera entonces escuché nada. Vi  que entregaron unos documentos al concejal y poco después se marcharon todos. ¡Ah! Sobre la mesa quedó una tarjeta de visita. No sé si la dejaron a propósito o más bien se les cayó de entre los papeles que manejaron. Era de un bufete de abogados. Espérese un momento. Aquí está. Puede quedársela.

– Muchas gracias por su amabilidad.

– A su servicio, señorita.

Salió a la calle mirando la tarjeta. “Abogados Merlíni” Tef. 666333999. Esto era todo. Ni ciudad ni dirección.

Apenas le quedaba batería en el móvil. Aun así llamó.

– ¿Es ahí abogados  Merlini?

– Si, diga, ¿quién es usted?

– …Eh… Soy estudiante de periodismo y querría ponerme en contacto con ustedes para unos asuntos relacionados con el Ayuntamiento.

– ¿Qué asuntos exactamente?

– …Bueno… Yo preferiría hablarlo personalmente si es posible ¿Podemos vernos en su despacho?

– Justamente ahora estamos en obras.

– ¿Podemos en ese caso vernos en la plaza de Venecia, en Madonna por ejemplo?

– ¿Qué día y a qué hora?

– ¿Mañana a las 6 de la tarde?

– Vale, de acuerdo.

– ¡Ah! Perdón, ¿cómo sabré que es usted el señor Merlini?

– Mi nombre es Marcio e iré acompañado de dos caballeros.

8.

Aunque tenía prevista la visita del Vaticano para más tarde, Alfredo decidió anticiparla para pisar terreno conocido el día de la cita.

Era la primera vez que visitaba Roma.

Por suerte había echado un vistazo al libro de viajes. Ni hombres ni mujeres pueden entrar al templo en camiseta o pantalón corto, detalle insignificante pero significativo.

Vuelve a acordarse de la Meca, de los velos,..

Comenzó la visita de la ciudad con la Roma pagana. Hoy, todavía con la imborrable imagen del Coliseo en sus retinas, se adentra en la ciudad cristiana.

¿Qué movimiento religioso perdurable no se ha incrustado en el poder político y económico de su época?

Baja del autobús después de atravesar el río por el puente Vittorio Emanuele II junto a la Via Della Conciliazione, que enfila a la plaza de Pio XII –el conciliador- y ésta  a la inmensa columnata de Bernini.

Deja atrás sedes de institutos religiosos de distinta índole, de embajadas ante el Vaticano, que recorren esta avenida y llega al corazón de la cristiandad.

Cientos de vallas, de madera y metálicas, van formando los anillos de una anaconda humana que será finalmente engullida por la imponente Basílica de San Pedro, el humilde pescador de Galilea.

La grandiosidad del templo y su entorno, todo lleno de pinturas, cúpulas, habitaciones decoradas por Rafael para los Borgia, capillas, pasillos, la Sixtina –ni un alfiler hubiera caido al suelo-, gigante Miguel Ángel, claustros octogonales, Laocoonte y sus hijos devorados por la serpiente, los desnudos tapados, el suelo, todo es arte, hasta el polvo que disimula los descoloridos sombreros papales y las sillas, cubiertos de plata, anillos, todas las muestras del poder, hasta el martillo de plata con que golpean la frente del pontífice para certificar su muerte, a través  de las ventanas los jardines papales, la chimenea del humo negro o blanco, las ventanas desde donde a veces se asoma, y un ir y venir de walki talkies, miles de ojos pendientes de las cámaras de fotos, dependencias, pasillos y más pasillos, laberintos de estancias y pasillos,… ya tan saturado de arte que la capacidad de sorpresa y asimilación se había reducido hasta mínimos,..de todo esto, columnata, San Pedro, Cúpula, Capilla Sixtina, ..nada le ha emocionado tanto como ver a un pobre hombre sentado por las escaleras con los muñones de un brazo en un lado y el costado sin brazo en el otro.

Le ha sobrecogido pensar que todo este montaje ostentoso, principesco, nada tiene que ver con aquel carpintero de Nazaret que paseaba por los trigales junto al lago, rodeado de gente sencilla.

Los mendigos ahondan su miseria en las puertas de estas suntuosas estancias, si es que pueden acercarse a ellas con sus perros guardianes.

Los poderosos han ido cambiando con el tiempo. Nunca han sido los mismos. Bajo los distintos sistemas políticos. Han sido los señores de la tierra, del dinero, de la comunicación. Todos se han ufanado de su poder y han hecho de él ostentación.

La iglesia de Pedro ha sido la excepción. Ha predicado  humildad, misericordia, perdón y ha ejercido suntuosidad, venganza, castigo. Con tan larga supervivencia ha conseguido acrisolar los peores vicios que ha ido recogiendo de todos los poderes que la han alimentado hasta conseguir fagocitarlos como un parásito, como un tartufo.

Después de la inmersión artística se sentó, rendido, en la terraza de un bar. Allí, enfrente, al otro lado de la calle, sobre la acera, cientos de vendedores negros, apoyados en los inexpugnables muros que rodean el Vaticano, mientras toma una cerveza gigante.

Súbitamente y, cargados con todos sus enseres, comienzan a cruzar precipitada y peligrosamente la transitada calle interrumpiendo el tráfico.

En un santiamén han desaparecido todos.

Ha llegado un coche de policía que  los sigue por callejones hasta perderlos.

Todo el mundo ( urbi et orbi) mira la escena.

A los cinco minutos, la policía se ha marchado, vuelven a ir apareciendo y ocupando sus sitios junto a la muralla.

9.

Hacía ya años que los todopoderosos sindicatos habían perdido parte de su influencia. Ajenos durante años a cualquier sospecha de corrupción, en los últimos tiempos también habían sido salpicados por escándalos relacionados con malversación económica, tráfico de influencias, uso de información privilegiada para asuntos personales,…todo esto unido a la actitud claudicante ante la patronal y al progresivo desclasamiento social había reducido el número de afiliados y la capacidad de movilización y de presión política.

Entre las distintas facciones o tendencias habían llegado a unos compromisos de relevo en la dirección, mientras otros sectores más radicales se habían marchado y algunos se habían mantenido formando como una tendencia o corriente informal, sin representación como tal en los órganos de dirección pero aprovechando toda la infraestructura del sindicato. Además llevaba a cabo actuaciones paralelas, casi siempre en el campo de la información aunque muchas veces llegaban a acciones puntuales en situaciones extremas y muy concretas.

Lo cierto es que funcionaban dentro del sindicato pero sus actividades no podían considerarse como propias del sindicato que ni siquiera sabía de su existencia.

Gianni había sido una pieza clave en la creación de esta corriente. En la actualidad colaboraba en pequeños trabajos y no participaba en lo que se podría llamar núcleo organizativo, aunque a menudo le consultaban y pedían opinión sobre algunos asuntos espinosos. Él, siempre imperturbable, los orientaba y, si desconocía el tema, al menos les transmitía serenidad.

Esta especie de red era como una corriente secreta de la que lógicamente sólo algunos formaban parte. Nadie, excepto ellos, sabía de su existencia. Aunque no estaban satisfechos con los menguados objetivos del sindicato, en otras ocasiones había sido mucho más combativo, pensaban que fuera de él su fuerza era mucho menor y dentro de él, primero se mantenían unidos y además podían usar los muchos recursos de que disponía la organización a través de la cual podían acceder fácilmente a otras instituciones del Estado en el terreno de la justicia, temas sociales, incluso de la policía en la que tenían compañeros sindicados que en  ocasiones les fueron de muchísima utilidad por la información que les proporcionaban de primera mano.

Gianni había ido tejiendo en los últimos años una sutil red de información y contactos cuyas ramificaciones llegaban a casi todos los barrios y sectores de la sociedad romana.

Su cada vez mayor apariencia de dedicarse al “dolce far niente” encubría una febril actividad, sobre todo años atrás, que ahora le permitía cosechar sus frutos. En muchas ocasiones no evitaban los atropellos, más bien como en este caso, ocasionaban pérdidas valiosas entre sus colaboradores, pero al menos conseguían que las ocultas razones por las que realmente se hacían muchas cosas aparecieran claramente al descubierto. No siempre coinciden las explicaciones públicas con las razones reales, muchas veces ocultas por indecentes u obscenas.

Es evidente que cualquier periodista del grupo podía haber sido depositario de la documentación que intentaban hacer conocer. Pero el acoso al que se ven sometidos, por presiones internas del propio periódico del que depende su trabajo o por presiones externas, mucho más peligrosas porque puede perderse hasta la vida, es tal que en estos tiempos muy pocos se atreven a investigar o publicar ciertos asuntos.

Alfredo Tresfuegos desconocía ese detalle como muchos otros de los que aún tardaría en enterarse o quizá nunca se enterara. Eran parte de las razones por las que se encontraba desorientado sin saber por dónde iban los tiros.

10.

Una reciente alianza entre la vieja mafia napolitana con presencia en la capital y algunos miembros de la nueva mafia rusa allí también instalada, casi con sede social en las proximidades de la plaza del Popolo, estaba intentando conseguir a base de regalos y amenazas, la recalificación de unos terrenos no lejos del circo romano, del famoso Coliseo. Durante años, otros lo habían pretendido pero sucesivos alcaldes preocupados por la conservación en condiciones del inacabable legado histórico lo impidieron. Ahora, amparándose en la pérdida de valores morales que hasta entonces eran la moneda de cambio, habían vuelto a la carga con artillería de grueso calibre. La diversidad de grupos políticos del arco municipal hacía difícil pero no imposible la consecución de sus objetivos. Había quienes ya habían claudicado rendidos a los regalos, desproporcionados para unas economías dignas pero escasas para los gustos desarrollados durante varias legislaturas codeándose con sectores de mucho más lustre y ambición. Otros seguían resistiéndose, insensibles a los regalos. Fue entonces cuando los buenos modales se perdieron y comenzaron las amenazas. Sutiles al principio, más burdas con el paso del tiempo hasta convertirse en insoportables según se acercaba el día del debate en un pleno del Ayuntamiento de la capital.

Era el primer paso. Luego llegaría otro nivel superior porque algunas obras están sujetas al control estatal tratándose de la ciudad imperial.

Gianni, intentaba ponerse en contacto con Tresfuegos para hacerle conocer una información sobre la trama.

Su actividad había sido intensa años atrás. Ahora apenas se ocupaba de algún pequeño trabajo como enlace  o correo. Era conocido, como todos los antisistema, por la policía y otras organizaciones menos piadosas. Tenían otra gente más activa de la que ocuparse. Además, un anciano..

Y ¿por qué razón recurren a Tresfuegos? Es un extranjero. Sí, sí, la comunidad europea, espacio sin fronteras y todo eso, pero es extranjero. Tampoco es conocido. Pasa una temporada en Italia descansando aunque sus estudios filosóficos y su afición a la sociología siempre lo tienen ocupado. La habitación del hotel o un peldaño de la hermosa escalera de la plaza de España o una vieja piedra del Anfiteatro pueden convertirse en su despacho de trabajo mientras ve pasar la gente que es lo que le gusta realmente.

11.

El tercer domingo de Noviembre hacia las 10 se dirigió hacia el Vaticano. Cola, entrada. A las 11 en punto, después de pasillos interminables, se encontraba allí.

La multitud llenaba, como era de esperar, la sala de la capilla. La proximidad de las fiestas navideñas aumentaba el trasiego de turistas. Pertrechado con un mapa de la ciudad y un libro sobre los tesoros del Vaticano, Alfredo  comenzó la representación varias veces ensayada en su habitación. Miraba fijamente una zona del techo y, como un pájaro que baja la cabeza para beber agua y luego la levanta para tragarla, volvía al libro para simular su lectura sin ver una sola palabra porque toda la visión se le iba de reojo buscando al cura con los calcetines morados. Lo de los calcetines debe de ser lo más característico porque curas calvos abundaban, se decía.

No pasó muchas páginas del libro cuando vio claramente que alguien con las características que esperaba se le acercó. El cura calvo con los calcetines morados iba a abrir la boca cuando una mueca de dolor se extendió por su rostro  y se desplomó sin poder decirle nada. Llevaba una navaja clavada en el costado izquierdo. Cuando los más próximos pudieron darse cuenta de que yacía en el suelo un sacerdote, él ya se había alejado de aquel punto y desde otra esquina de la capilla observaba el alboroto, los gritos de socorro y la llegada de un policía o agente privado de seguridad.

Poco después abandonó el lugar, seguro de que el asesino había escapado pues el arma homicida estaba en el costado del desgraciado. Sin ganas de comer se dirigió hacia el hotel, al principio con el paso acelerado que fue moderando para no despertar la más mínima sospecha.

Pasó toda la tarde y la noche en el hotel sin salir de su habitación. Al día siguiente, tan pronto como abrieron los kioscos compró dos o tres periódicos  buscando la noticia.

“Asesinato en la capilla Sixtina. Un indocumentado disfrazado de sacerdote ha sido apuñalado en hora de máxima concurrencia en el corazón de la cristiandad. La policía no ha averiguado la identidad del fallecido. Algunas informaciones no contrastadas hablan de su origen kosovar. La policía criminal ha enviado a sus laboratorios unas hojas encontradas en sus bolsillos para su estudio. Posiblemente arrojen alguna luz sobre las causas de este crimen”

De este tipo eran todas las informaciones que proporcionaba la prensa, repetidas también en los telediarios de las distintas cadenas.

¿Podrían tener alguna vinculación estos papeles con su persona? ¿Debería permanecer tranquilo a la espera de otro contacto o haría mejor saliendo del país para evitar posibles complicaciones?

¿No habría sido mucho más sencillo encontrarse en cualquier calle de Roma, concurrida o solitaria, o en la plaza Navona, siempre llena de gente observando las fuentes o los mimos o tomando un café en cualquier terraza? O junto al río o en la boca del metro..

Había tantos sitios y eligieron justamente la capilla Sixtina.

Su temor se centró inicialmente en la policía. Luego pensó que lo realmente peligroso no era la policía porque él no tenía nada que ocultar. Simplemente le habían dado una cita relacionada con unas investigaciones filosóficas que llevaba a cabo. Era su profesión, dentro y fuera del aula. Se dedicaba a la enseñanza en un instituto de enseñanza secundaria.

Lo que empezaba a inquietarle era que el asesino podía haberse quedado con su cara. Quizá incluso hubiera querido eliminarlo también pero por escapar, lo dejó para otra ocasión. Quizá el asunto no fuera con él y hubiera otros motivos para el asesinato. El presunto sacerdote era un farsante.

En cualquier caso su vida corría peligro. ¿Por qué? ¿No estamos en Occidente donde las libertades personales se consiguieron hace ya algunos siglos? ¿Van a ser los pensadores el nuevo peligro para nuestra sociedad que se libra de ellos con violencia? ¿Acaso no se puede ironizar sobre dioses y reyes, sobre verdad y placer?¿ Tendrá que aceptar lo que tantas veces le han dicho sus colegas sobre las implicaciones del poder político, religioso y económico en algunos crímenes casi nunca esclarecidos?

¿Habrá alguna relación entre el asesino y el joven de la gabardina oscura en los muros del Panteón? En este caso es evidente que lo tienen localizado si los orines estaban impregnados del detector líquido que manchó su abrigo.

Su cabeza era un mar de dudas. Decidió posponer su decisión. No era buen momento para tomarla, aturdido como estaba por la rapidez de los acontecimientos y por el giro inesperado que habían tomado. Si se sentía seguido o vigilado o amenazado recurriría a la policía aunque ésta nunca había sido santo de su devoción. Pero como mal menor en un país democrático…

Tampoco iba a alterar su proyecto de viaje porque se le interpusieran algunas dificultades, cierto que no son de las que ocurren todos los días. Afortunadamente era una persona anónima. No quería pensar en la posibilidad de que se hubiera tratado de alguien conocido del mundo de la literatura o del arte. Eso hubiera sido mucho más peligroso. Él, en cualquier caso, era un perfecto desconocido y ahora se alegraba más que nunca de serlo. Porque otras veces había sentido cierta complacencia ante la eventualidad de que sus obras lo catapultaran a la fama. Todo esto lo confirmaba en la conveniencia del anonimato. Poca libertad disfrutan los personajes públicos. Más bien son esclavos de la fama que quisieran gozar los que  desconocen su servidumbre.

12.

Alfredo había llevado el chaquetón  y los pantalones a la lavandería el mismo día en que lo habían salpicado los orines.

Quizá si hubiera entrado a unos grandes almacenes a comprarse ropa nueva y hubiera dejado allí la vieja saliendo por la puerta de servicio, habría conseguido despistarlos. De cualquier manera hubiera sido inútil. Antes o después lo habrían localizado.

Ya sabían dónde se alojaba en el Trastevere.

El joven de la gabardina oscura era su sombra. Él ni se enteraba. Lo seguía de lejos, entre la gente, cambiaba de ropa, iba en bicicleta, incluso pasó más de una vez a su lado haciendo footing. Era un no manchado. Su función se limitaba a mirar, observar, seguir e informar. Nada más.

No fue él quien clavó la navaja en el costado del cura en la capilla Sixtina pero aunque hubiera sido no lo habría reconocido.

Otro miembro de su grupo llamado “el camaleón” fue el encargado de asestar el golpe. Su forma de vestir era tan común que resultaría difícil decir cómo iba vestido. Tuvo tanta destreza propinándole el golpe que nadie de los que estaban a su lado se dio cuenta hasta que el cuerpo estaba en el suelo. Ni un gemido ni un movimiento brusco. Sólo Alfredo vio su cara de dolor. Fue la única muestra.

“El camaleón” era un profesional. Un hombre frío al que le indican la víctima y la liquida. Es todo. Le da igual hombre o mujer, joven o viejo. Estos hombres duros y fríos van aumentando según se endurecen las condiciones de nuestra sociedad.

El camaleón vivía en un piso alquilado. Hijo de padre desconocido, su madre enferma, camarera de un burdel, apenas había podido sacarlo de la calle donde se fue curtiendo en pandillas juveniles hasta que un chulo del burdel lo cogió bajo su tutela. Desde entonces, aquel joven que se había adaptado a todo, hambre, frío, peleas callejeras, desapareció durante un tiempo de la circulación y reapareció discretamente instalado en el piso, propiedad de un cura retirado, capellán en el convento de las Redentoras, en las proximidades del Vaticano, exactamente a sus espaldas. Allí su vida de anciano sacerdote era tranquila. Ya habían pasado los años en que su libido le había creado problemas con algún marido engañado en parroquias de la diócesis, y, purgados sus pecados en el lejano y frío norte, se había recluido en estas hospitalarias monjas que aún cuchicheaban sus andanzas a sus espaldas con miradas entre el desprecio y la envidia, imaginándose placeres prohibidos y lamentando, a veces, no haberse podido arrepentir de ellos.

Aquel antiguo volcán se había apagado pero había dejado dispersos trozos de lava. Cuando decían que tenía varios hijos quizá no andaban desencaminados. Su traslado fulminante, aunque trataron de ocultar las razones, iba por esos derroteros. Sus escapadas amatorias, parece ser que abundantes, no acababan en cristianísimas damas casadas sino que también alcanzaban a ingenuas jóvenes que prestaban ayuda gratuita en algunas labores de la parroquia. Limpieza, arreglo de flores,..

Su celo pastoral mezclado con el atractivo de algunas jóvenes, propicias a la intimidad espiritual y confiadas en su integridad, dejaron preñada a más de una. Alguna de aquellas chicas entró en un convento, otras se buscaron la vida lejos de Roma y alguna se arrastraba por bares de alterne y burdeles.

Se oía decir si el camaleón, instalado en uno de sus pisos podría ser uno de esos hijos sin padre.

El camaleón había oído hablar de sus andanzas. Cuando las escuchaba, un rictus de indiferencia le recorría la cara. Su vida en los suburbios de Roma lo habían endurecido.

El día que “el camaleón”  seguía a Vasile y supo por el móvil que la ruta de Alfredo Tresfuegos iba confluyendo con la suya, alertó a la organización que ya con todos los datos en su poder suponía que era el correo en busca de buzón. Su misión era clara. Cuando el contacto, prueba ya irrefutable, fuera a producirse, tenía que impedirlo. La vida de Vasile ya no valía nada.

13.

Cuando Eliana llegó a las 6 en punto a la cafetería Madonna de la plaza de Venecia ya estaban allí los tres hombres de pie junto a la barra. No le resultó difícil reconocerlos aunque hubiera habido otros grupos de tres.

Un escalofrío le erizó la nuca. Tenía ante sí al abogado. Traje ajustado, pelo engominado, patillas, bigote, elegantes zapatos brillantes.

Todo esto veía  Eliana mientras se iba acercando a ellos. Los otros dos eran armarios. Cuellos descomunales en espaldas ciclópeas. No abrieron la boca.

El napolitano, como supo luego que llamaban a Marcio, el abogado del bufete Merlini, se inclinó levemente para saludarla con muy buenos modales.

– Debe de ser usted la señorita que llamó por teléfono.

– Sí, soy yo. ¿Podemos sentarnos?

– Con mucho gusto.

Pidieron tres cervezas y una coca-cola.

– Estudio periodismo y debo entregar un trabajo sobre la actividad municipal. Entrevisto a personal del Ayuntamiento y también a otras entidades ciudadanas en contacto con la Administración. Enterado por mi amigo Giacomo de que ustedes han tomado contacto con el Ayuntamiento a través del concejal de distrito, he pensado en la posibilidad de entrevistarlos a ustedes y también al concejal para así disponer del punto de vista de unos y de otros y poder llevar a cabo mi trabajo. Como pueden suponer mi intención es hacerlo lo mejor posible para obtener una buena calificación en esta asignatura.

– Y ¿qué quiere usted saber, señorita?

Dijo el napolitano tensando un poco la voz pero sin perder su amable sonrisa.

– Eh…Bueno, pues, de qué han hablado ustedes y el concejal.

– Mire, señorita, nosotros no podemos perder el tiempo contándole historias a una señorita para que apruebe los exámenes pero ya que hemos venido y está usted tan interesada le diré que trabajamos con inmobiliarias, recogida de basuras y obras de caridad. Estamos promocionando ahora un lote de viviendas de bajo coste para jóvenes sin recursos y pretendemos que el Ayuntamiento colabore con nuestro plan facilitando las gestiones administrativas que permitan la edificación de esos terrenos. La iglesia romana, con la que colaboramos intensamente, está apoyando nuestra iniciativa y tratando de convencer a algunos miembros del consistorio que por razones  absurdas se oponen a este proyecto de caridad cristiana. Disculpe que nos marchemos. Y no nos llame más para esto.

Los dos gorilas salieron sin abrir la boca detrás del napolitano y Eliana se quedó allí inmóvil con el mismo gesto de preocupación que había observado días antes en su padre.

Pocos metros más allá de la cafetería el napolitano les dijo a sus gorilas:

–  Averiguadme inmediatamente quién es esta zorra. Puede ser una inocente estudiante de periodismo o puede ser una hijadeputa más que quiere buscarnos las cosquillas y jodernos.

Giacomo se acercó tímidamente a la señorita y trató de consolarla. Aunque apenas había oído nada se palpaba la tensión en el ambiente.

– No se preocupe señorita, estos tipos deben ser así porque también  con el concejal acabaron de forma parecida. Le echaron de mala manera los papeles sobre la mesa y se marcharon. Alguna gente esconde malas maneras bajo una apariencia elegante.  ¿Desea usted tomar algo más?

– No, muchas gracias Giacomo. Volveré por aquí algún día.

Se levantó lentamente, como si le hubieran caído varios kilos encima, y se marchó sonriendo tristemente a Giacomo y sus compañeros.

A Giacomo le había gustado Eliana. Era la segunda vez que la veía pero lo dejó impresionado. Su naturalidad, su desenvoltura, su familiaridad.

Porque Eliana no era lo que se podría llamar despampanante. Era una chica normal, de mediana estatura, morena, con el cabello corto que dejaba ver su nuca y sus pequeñas orejas. De ojos vivos que parecían desnudar a quien la miraba. Al menos ésa era la sensación de Giacomo, acostumbrado a mirar a los muchos clientes de la céntrica cafetería.

La siguió con la vista perdiéndose a lo lejos, lamentando no haberla retenido un poco más o haberle pedido al menos el teléfono para llamarla algún día. Había perdido una oportunidad más. ¿Cómo había sido tan estúpido? ¿Se iba a molestar la joven por interesarse por ella? Siempre le pasaba lo mismo. Una actividad febril lo invadió hasta acabar todo su trabajo de arreglo de mesas en mucho menos tiempo del habitual. Se sentó exhausto pensando que ésta sería la última vez que le ocurría.

Tan pronto como supieron que Eliana no era una simple estudiante de periodismo sino que se trataba de la hija del concejal Buonatesta llegaron las represalias. El primero en sufrirlas fue el pobre Giacomo. A esta gente no le gusta dejar cabos sueltos y, aunque el tema no era muy grave por el momento, decidieron darle un escarmiento. La noche del día siguiente, al salir del trabajo ya de madrugada, uno de los gorilas que había tenido tiempo de observarlo en la cafetería lo esperó en un callejón de las proximidades y después de golpearlo hasta casi hacerle perder el conocimiento, le cogió la cara entre las manos y, mirándolo a los ojos, le dijo:

– Primero y último aviso, como vuelvas a abrir la boca a nadie sobre nuestra estancia en la cafetería, eres hombre muerto.

El pobre Giacomo no se podía creer lo que pasaba. No había hecho nada. Únicamente decirle a una chica estudiante que habían estado en el bar. Cuando pudo incorporarse con hematomas y sangre por todo el cuerpo se dirigió al hospital, donde explicó como pudo que se había caído de la moto y había ido arrastrando varios metros por los adoquines. Al llegar por la mañana a su casa no pudo darles la misma explicación a sus padres que sabían que no tenía moto. A ellos les dijo que un borracho con la puerta del coche entreabierta lo enganchó por la calle y lo llevó arrastrando varios metros hasta que pudo desengancharse de la manivela que se le había metido por la manga de la chaqueta.

Tal fue el miedo que tenía en el cuerpo que, después de varios días de recuperación y cuando se reincorporó al trabajo, ni siquiera se atrevió a contarles a sus amigos lo que le había ocurrido.

Durante su recuperación varias veces intentó ponerse en contacto con aquella chica pero no sabía cómo. Ni sabía su nombre ni dónde vivía. Pensó ir a la Universidad pero ¿por quién preguntaba? Su única esperanza era que la chica, como le había dicho, pasara por allí algún día. Su natural buen humor se tornó sombrío y durante días no parecía el mismo. Por lo demás la vida del bar siguió su curso aunque sus compañeros no podían entender el cambio de humor de Giacomo.

14.

Rumano escapado de Ceaucescu, Vasile, el cura  calvo con los calcetines morados,  hacía años que vivía en Italia. Buscó trabajo en zonas portuarias y recaló finalmente en Roma donde algunas sociedades filantrópicas de ayuda a exiliados le fueron abriendo camino en distintos trabajos ocasionales: de repartidor de peines con motor o de pizzas hasta guía sin licencia de grupos de turistas por la ciudad que ya se conocía como la palma de la mano.

Después de varios años de contacto se ganó la confianza de sus protectores y le dieron una buena muestra incluyéndolo en un grupo de apoyo a la organización cívica a la que pertenecían. También en ella había periodistas, conocidos como “no manchados” porque a pesar de sus combativas convicciones democráticas, optaron por no pronunciarse en temas conflictivos para así poder trabajar impunemente sin levantar la más mínima sospecha.

Ellos eran quienes habían metido las narices en la trama. Pero no iban a ser ellos los que la hicieran pública. Necesitaban para ello a alguien totalmente ajeno, alguien con el que no pudieran asociarlos. Y ahí fue donde entraba en juego nuestro hombre, Alfredo Tresfuegos.

Vasile  trabajaba ya casi un año como representante de una editorial. Salía a menudo de Roma.  Civitavecchia, Viterbo, L´Aquila, por el norte y hasta Nápoles por el sur. Aunque la mayor parte de su tiempo de trabajo se desarrollaba en la capital.

A nadie podía sorprender que anduviera siempre de un lado para otro. Esto le permitía a su vez llevar a cabo con discreción sus misiones de enlace para la organización que le había proporcionado este trabajo como todos los anteriores que tuvo desde su llegada a Roma.

En algunas de las librerías que tenía a su cargo, el trato, siempre correcto, se limitaba exclusivamente al contacto comercial, en otras, en cambio, la sintonía con los libreros

lo llevó a comentarios y conversaciones extralaborales, esencialmente relacionadas con el mundo de la literatura  con el que él estaba muy familiarizado no sólo por la profesión sino por vocación. Era un lector metódico y le gustaba conocer el producto que vendía. Sus mejores relaciones fueron en tres librerías de Roma, una en el Trastevere, en uno de esos bajos desconchados de un hermoso edificio con barrigudas verjas en las ventanas. Había otra junto a vía Véneto y otra próxima a la cuadriculada Estación de ferrocarril. Sólo aquí en alguna ocasión disponía de tiempo para tomarse un café con Marco, el joven con el que más sintonizaba.

Fuera de Roma los contactos eran menos frecuentes no sólo por las menores ventas sino también por el encarecimiento de los desplazamientos. Aun así tenía también bastante relación con Piero, hijo de una emigrante rumana, nacido ya en Nápoles. Las buenas relaciones comerciales con aquella librería especializada en libros de derecho y sociología se acentuaron cuando Vasile conoció los orígenes de Piero. Además de esa circunstancia Piero era el encargado de las actividades culturales que periódicamente se desarrollaban en la librería: presentación de libros, charlas sobre temas culturales, problemas de la juventud,..

Razones sobradas para que no pasaran desapercibidas a un observador de la zona del extrarradio, concretamente del barrio de Scampia, relacionado con el crimen organizado. Visitaba con cierta frecuencia una trattoria situada junto a la librería para conocer los contactos del inquieto joven organizador de las actividades culturales.

Aquella mañana no tuvo que mirar hacia la librería porque se sentaron en una mesa junto a la suya Piero y otro tipo de mediana edad. Tardó poco en averiguar quién era el que lo acompañaba. Los camareros del bar le informaron. Se trataba de un representante de libros romano que iba por allí cada mes aproximadamente.

Pronto supieron los socios del napolitano de quién se trataba y a partir de ese momento fueron siguiendo sus pasos en Roma por la geografía de las librerías.

Curioso descubrir que una de ellas, la próxima a Términi  también organizaba presentaciones de libros, como muchas, y además jornadas de invitación a la lectura para jóvenes con el gancho incluso de algún conocido jugador de la Lazio que desbordaba las previsiones de asistencia.

15.

Giuseppe Buonatesta se encontraba en su despacho lleno de papeles como habitualmente, unos en tramitación, otros rutinarios que esperaban por orden de entrada su firma. Los que acababa de dejar sobre la mesa eran los que le quemaban. No tenían nada de particular. Incluso estaban bendecidos por la iglesia católica, omnipresente en la ciudad. Pero él sabía que todo el discurso de justificación de aquellas obras era engañoso. Bajo la apariencia de obra social se encubrían unos clarísimos intereses económicos de grupos financieros sospechosos de negocios con organizaciones criminales.

Por si fuera  poco, los promotores del plan con quienes había tenido la tensa entrevista en la cafetería Madonna pasaron de la adulación y las promesas de sustanciosas compensaciones económicas a la amenaza sin cortarse un pelo. Porque a ellos, decían, nunca se les ocurriría recurrir a prácticas violentas pero había algunos de sus socios a los que por necesidades del mercado estaban vinculados, que las llevaban a cabo aunque ellos nunca las aprobarían.

Andaba dándole vueltas a todos estos asuntos cuando llamaron a la puerta de su despacho.

– ¡Hola, Giuseppe!

Era un compañero de trabajo del Ayuntamiento, el concejal de asuntos sociales, Fredo Mondadori.

– ¿Cómo te va la faena? ¿Y la familia? Ya sé que Eliana supera las pruebas de la facultad con muy buenas notas.

– Fredo, por favor, ve al grano.

– Bueno, ya sabes que tenemos que dar una respuesta al grupo Merlini en los próximos días.  Y reconocerás conmigo que aparte de sus intereses económicos, no nos engañemos, hoy nadie trabaja por nada, los razonamientos para justificar estas obras de carácter social son impecables y yo, como concejal responsable  de esta área, no puedo negarme de ninguna manera a menos que quiera echarme encima a la prensa de izquierdas por razones ideológicas y a la de derechas por razones económicas o incluso por las razones sociales apoyadas en este caso por la iglesia.

– Y ¿Qué me dices de los regalos y las amenazas?

– Nadie ve mal, Giuseppe, que un laboratorio farmacéutico obsequie con un viaje a los médicos que, por razones de eficacia, han recetado una de sus medicinas a los pacientes. En última instancia, alguna tienen que recetar y si no es este laboratorio es otro cualquiera. Las editoriales regalan libros a los profesores que aconsejan una lectura a sus alumnos u ofrecen la presencia del autor en el aula para hablar con los alumnos.

Esto es una práctica común y aceptada. No debe condicionar nuestra decisión. Unos u otros acabarán por conseguir el proyecto.

– Tú sabes, Fredo, todo lo que hay debajo de esta historia. Si seguimos así siempre estaremos con las manos atadas. Es hora ya de enfrentarse a todo este tinglado que consigue  todo lo que se propone. Si no les paramos los pies acabarán por hacer una copia del Coliseo o incluso lo trasladarán con las piedras numeradas a las afueras de Roma para construir viviendas sociales o de lujo, me da igual, en su lugar.

– ¡Giuseppe! Te estás equivocando. Mira a tu alrededor, mira la gente. Unos quieren construir, otros, gracias a eso, tienen trabajo asegurado, la economía se mueve, el dinero corre, se proporciona vivienda a muchos jóvenes, ¿ cómo vas tú a enfrentarte a toda esa avalancha con el pretexto de la conservación de espacios abiertos del entorno histórico cultural? Te dirán que los ciudadanos son más importantes que las piedras de la antigüedad, que estás defendiendo intereses propios de las rancias familias aristocráticas que siempre han disfrutado de fincas y palacios, que eres insensible a las urgentes demandas sociales, que cómo cambian con el cargo personas que han sido elegidas por las clases populares para defender sus intereses, que…. Tú ya me entiendes, Giuseppe. En cualquier caso el proyecto acabará  aprobándose. No pierdas más energía oponiéndote a él. Sólo va a desgastarte y, ya sabes, estos grupos inmobiliarios no se andan con bromas y, a veces, recurren a todo tipo de métodos.

– Fredo, está claro que no nos entendemos.

Habían sido compañeros de estudios en el Instituto. Giuseppe estudió Derecho y después de pasar por algunos bufetes se especializó como abogado laboralista. La proximidad con el mundo laboral y sindical  y su relación con las actividades del municipio lo hicieron recalar en el puesto de concejal que mantenía ya varias legislaturas.

Fredo había estudiado sociología y encontró trabajo en una empresa consultora de encuestas y sondeos electorales. Sus ideas juveniles, comunes a las de Giuseppe, habían ido cambiando en contacto con los fríos números y porcentajes.

La vieja amistad era ya sólo un barniz cuando la actividad municipal  los enfrentaba día tras día.

No perdían los modales pero estaban en trincheras enemigas.

16.

La relación de Eliana con sus padres era inmejorable. Al menos comparada con la de sus amigas y amigos de infancia que en algunos casos era un verdadero infierno. Discusiones, broncas, disgustos…por mil razones, estudios, horarios, amistades…

Sus padres y ella vivían en perfecta armonía. Cariñosos entre sí, complacientes, ella respetuosa, estudiosa, colaboraba en todas las faenas de la casa.

A Marco lo conocía desde pequeño, juntos a la guardería, al colegio, a la universidad. Se querían pero ya en la universidad comenzaron los desencuentros. Que si se había quedado estudiando con una compañera para preparar un examen y se le había hecho tarde, que sus amigos habían organizado una excursión a la montaña a la que casualmente también iba la nueva compañera..

Eliana evitaba malhumorarse por estas historias y concentraba su atención en el estudio. Su distanciamiento de Marco fue gradual y casi relajante porque también ella deseaba sentirse libre, independiente. ¿Por qué tenía que contar con él para ir al cine o de paseo? ¿Por qué preocuparse de su rendimiento en el estudio? Pensaba organizarse haciéndolo girar todo en torno a sí misma, como eje, sin tener que contar con nadie. Ya había estado bastante tiempo pendiente de sus gustos, caprichos e impertinencias. Ella sería desde ahora el centro de su propia vida.

Su natural alegría se vio aún acrecentada con la nueva sensación de liberación que supuso la ruptura con Marco.

Revoloteaba como una mariposa con sus compañeras  y amigas, proponiéndoles paseos, excursiones, juegos. Entre el resto de sus amigos el trato volvió a ser más natural y espontáneo, más afectuosa, después de liberarse de la pertenencia en exclusiva a su compañero de infancia.

Eliana acababa sus clases por la tarde y algunos días salía de paseo con un grupo de amigas. A veces caminaban hacia el Foro y otras lo hacían por la vía del Corso hasta la plaza del Popolo. Aquella tarde subieron por el Corso y en la terraza de una de sus cafeterías hicieron un descanso mientras tomaban un refresco. Arriba, a la derecha los jardines y el palacio Borghese. A la izquierda hacia abajo las iglesias gemelas y la inmejorable perspectiva del Corso hasta la plaza de Venecia con el insípido monumento de Víctor Manuel.

Conversaban, reían, hablaban de sus amigos, de los profesores, de alguna noticia de actualidad. Eliana estaba aquella tarde menos comunicativa que habitualmente. Cuando sus amigas observaron que había perdido su vitalidad y la vieron apagada, pensativa, tristona creyeron que se debía a la ruptura con Marco. Estaban equivocadas.

Desde la terraza del bar donde estaban sentadas se apreciaba el movimiento de gentes en todas direcciones. Mientras sus compañeras hablaban y reían, ella, absorta en sus preocupaciones,  creyó ver pasar por un momento a uno de los gorilas que acompañaban al napolitano la tarde de su entrevista. Le pareció que entraba a un local próximo. Cuando se levantaron de la terraza y regresaban de su paseo pasaron por delante del edificio al que le había parecido verlo entrar. Un amplio hall protegido del exterior con bambalinas, lujosas lámparas de araña colgando del techo, terciopelos en el respaldo de los sillones que rodeaban pequeñas mesas redondas y un elegante portero de considerables dimensiones en la entrada.

El silencio de la tarde se convirtió de golpe en una verborrea automática mientras observaba todos los detalles del local sin detener el paso. ¿Tendría algo que ver con el grupo Merlini? ¿Se parecerían todos estos tipos y lo habría confundido  o sería uno de los que acudieron a la cita?

Ya cerca de la plaza de España observó aglomeración junto a la hermosa escalera y a mucha gente sentada como si se tratara de las bancadas de un teatro al aire libre. Un grupo experimental de teatro independiente representaba como una farsa medieval los amores de Petrarca y Laura. Aquella joven que perseguida por un anciano y poderoso dios huía de él hasta convertirse en laurel para burlar unos amores que no deseaba. El pobre Petrarca, que había inspirado toda la poesía amorosa de Occidente, hecho un sátiro.

Junto a Petrarca un obispo anciano, sentado, recibiendo embajadas de los padres de Laura, de su joven amante Dafnis, de los administradores del viejo prometido, del gobernador.

Con los ojos perdidos, en contemplación, mientras con las manos iba recogiendo los distintos regalos que cada emisario le llevaba.

Vestidos de época.

Sus compañeras, más adelantadas, la llamaban:

– ¡Eliana, Eliana!

Eliana siempre se había sentido atraída por el teatro. Sobre todo cuando representaba cosas tan sencillas y, a pesar del envoltorio, tan actuales.

No podía sustraerse a su atracción. El viejo, la joven, el amante, los padres, el bufón que va contando la historia sin parar de moverse de un lado a otro del escenario. Y la gente, como niños, embobada ante el espectáculo.

No, no siempre vence el amor. En este caso es el anciano quien se lleva llorosa a la joven que mira descaradamente a su despechado amante.

Con la mirada puesta en el cielo, el obispo ha sopesado los regalos y ha bendecido la unión de Laura y el anciano.

Una exclamación de disgusto corría el auditorio. Triste realidad, pensaba Eliana, mientras aceleraba el paso para alcanzar a sus amigas.

Por un momento se había olvidado del tema que la ocupaba.

No sabía por dónde seguiría su investigación para tratar de esclarecer el estado de su padre. Le habían advertido que no volviera a llamar. No quería decirle nada a su padre. ¿A quién podría dirigirse?

Los de Merlini le dijeron que la iglesia apoyaba el proyecto.¿Por qué no preguntar? Pero ¿a quién? Su relación con la iglesia era escasa porque ni sus padres ni ella eran practicantes. Eso sí, podría visitar al viejo cura que la bautizó. Era uno de los pocos con quien mantenía contacto desde niña. Él siempre se lo recordaba. ¡Cómo lloraba cuando aquel día de invierno le echaba el agua fría sobre la cabeza! Se lo recordó cuando fue a unas jornadas preparatorias para la comunión y años después cuando alguna vez se lo encontraba por las proximidades de la parroquia. Pues sí, iría a verlo. Al menos él podría orientarla para ver dónde se dirigía.

Con esa determinación se despidió de sus amigas y regresó a casa. Después de cenar mientras se hacían las preguntas de rigor, se retiró a su habitación y dándole vueltas a los acontecimientos de los últimos días se durmió.

17.

Eliana no sabía que cuando disimuladamente miraba el local próximo a la plaza del Popolo por cuya puerta pasaron, era observada desde una celosía por el gorila que ella había creído ver entrar. Era él efectivamente. El mismo que había acudido a la cafetería Madonna. El mismo que había golpeado y amenazado a Giacomo. Aunque esto último ella no lo sabía.

Desde que tuvieron la breve entrevista, sus servicios de información no pararon hasta averiguar todo lo que les interesaba. Ya sabían que era la hija del concejal Buonatesta, el que encabezaba la oposición a su proyecto, sabían que estudiaba periodismo, extremo que ella misma les había confesado en su entrevista, solo faltaba que le proporcionaran datos como para que ella los utilizara en su contra, conclusión evidente dados los posicionamientos de su padre que no se rendía ni ante los regalos ni ante las amenazas. Por el momento iban a observar los movimientos que hacía, quizá fueran solo cosas de niña buena que quiere ayudar a su papá. ..Pero verla pasar observando uno de sus centros de reunión al día siguiente…Estarían más pendientes de ella.

El local figuraba como un club social accesible a cualquier ciudadano. También  lo es la Ópera de Viena y sólo unos pocos afortunados tienen acceso.

La elegante entrada, el impresionante portero cuya envergadura se agranda con el uniforme hasta media pierna, las lujosas arañas colgadas del techo y los distintos espacios creados con alargadas mesas adornadas con candelabros llenos de velas encendidas y rodeadas de amplios sillones rojos con orejeras,.. todo el conjunto que saltaba a la vista al subir al rellano de acceso al local, hacía recular a la mayoría de los curiosos que se acercaban.

Si alguno se atrevía a entrar no volvía a repetir porque los precios eran prohibitivos.

Champán y ostras eran poco menos que el menú del día. De ahí para arriba.

Nada más a la vista.

Había otras dependencias, lo que estaba a la vista era el escaparate.

La segunda y tercera plantas, reservadas a los de la casa, eran verdaderas guaridas de lobos. Sólo se podía subir por un ascensor que funcionaba con tarjeta. El acceso por la escalera, obligatoria, estaba siempre cerrado por una puerta con llave.

Había aseos, una pequeña y bien surtida cocina, varias habitaciones con alguna mesa y sillas. Eran las salas de reuniones. En una de ellas había dos o tres camas separadas por biombos que daban cierta intimidad.

La tercera planta, dedicada a sesiones plenarias, está dividida en dos grandes salones, uno con una larga mesa de conferencias, ovalada y con unos 30 cómodos sillones de respaldo alto.

El otro con una mesa de despacho rodeada de varios tresillos y pequeñas mesas con ceniceros y botellas de bebidas.

En la puerta del despacho una placa: “Abogados Merlini”.

No era su sede profesional que se encontraba en las proximidades del Vaticano pero a algunos clientes distinguidos los recibía allí mismo.

Aquellos eran los fueros del napolitano. Sólo llegaban allí algunos pocos elegidos del entramado. Allí se dictaban las directrices que luego eran aplicadas por las distintas sociedades controladas. Esencialmente vinculadas a la construcción y a las contratas de basuras. También había una sociedad gastronómica que metía los dientes en el mundo de la hostelería y otra de carácter benéfico a través de la cual aportaban importantes sumas de dinero a las obras de caridad de la omnipresente iglesia católica, apostólica y romana.

En ese despacho se urdió toda la trama en torno a la recalificación de los terrenos próximos al Coliseo.

¡Qué más les daba a ellos unos espacios abiertos o construidos junto al viejo y ruinoso teatro!

Todo estaba perfectamente planeado.

– Si las ganancias son de mil millones de euros bien podemos dedicar la mitad a sobornos en forma de regalos, donaciones, chantajes, publicidad, artículos pagados en defensa del proyecto, obras de caridad, patrocinio de actividades culturales, cursos de prevención juvenil contra las drogas,..

Era parte del parlamento del napolitano a sus socios.

18.

Cuando Eliana fue a visitar al cura que la bautizó lo encontró ya muy anciano. Aún mantenía la sonrisa en sus ojos rodeados de arrugas. Aunque se movía con dificultad hizo ademán de levantarse para recibirla y ella se lo impidió adelantándose a besarle la mano como le habían enseñado de pequeña.

– ¡Qué alegría!  ¡Cuánto tiempo sin verte! Aún recuerdo cómo llorabas cuando te eché el agua sobre la cabeza en el bautizo. ¡Cómo ha pasado el tiempo! ¿Qué te trae por aquí, pequeña?

– Mire, padre, estoy estudiando periodismo y tengo que hacer un trabajo sobre las relaciones entre el Ayuntamiento y movimientos o grupos sociales, concretamente sobre las negociaciones del proyecto urbanístico del grupo Merlini  en las proximidades del Coliseo. No sabía a quién dirigirme porque el bufete de abogados Merlini me ha dicho que no podían perder el tiempo con estudiantes y al concejal de distrito Giuseppe Buonatesta, que es mi padre, no quiero preguntarle, entre otras cosas porque a partir de una entrevista que tuvo con dicho bufete  lo veo sin alegría y preocupado. Ellos me dijeron que la iglesia apoyaba su proyecto y por esa razón he venido a preguntarle a usted suponiendo que podría saber algo del tema o indicarme al menos a quién dirigirme.

– Pequeña, con la iglesia hemos topado, como le decía Don Quijote a Sancho en la famosa obra de Cervantes. Tienes en tus manos un asunto muy delicado. Harías bien en dejarlo estar y que lo resuelvan los políticos. En cuanto a tu padre, si encuentras alguna forma discreta de disuadirlo para que se abstenga en el tema, más le valdría. Perdona, hija, que no sea más explícito, pero ni yo mismo estoy a resguardo de  posibles represalias. Sal discretamente de la parroquia y  ojalá  te siga viendo muchos años más. Saludos a tus padres. Diles que me has visto por la calle. A ellos y a cualquiera que te pregunte.

Cada nuevo paso era un jarro de agua fría. Como si la del bautismo se hubiera ido concentrando en estos últimos días. ¿Qué habría detrás de todo aquello? ¿En dónde se había metido? ¡Con razón su padre andaba preocupado! Ya lo estaba ella sin haber arañado la corteza del problema.

19.

Ajeno a todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, Alfredo Tresfuegos se dedicaba a lo que realmente le gustaba que era pasear por la calle, encontrarse entre la gente, observarla, mirar cómo toman café mientras ojean la prensa o ver los distintos ritmos de unos y de otros.

Por lo demás, es imposible, claro, en el centro histórico de Roma que es muy amplio, encontrarse en un rincón sin que no guarde alguna sorpresa de la historia pasada o presente, algún palacio, alguna iglesia, algún arco, algún mausoleo, algún teatro, alguna estatua con o sin caballo, alguna fuente o varias con animales fantásticos echando chorros de agua por la boca, alguna columna erguida o acostada, algún obispo o cardenal mostrando sus coloridos faldones y calcetines al sentarse en el Mercedes reverenciado por algún par de monjas de cualquiera de las muchas órdenes religiosas aquí enclavadas, algún circo, algún anfiteatro, algún papa de blanco o, como sabemos, disfrazado, que para eso no hace falta llegarse hasta Venecia, algún pobre, iba a decir muchos pero no, algún autobús de procedencias lejanas, algún negro ensortijado, algún árabe sin chilaba, asiáticos menos amarillos de lo que siempre han dicho, americanos a rayas como su bandera, de Singapur, algún gato asomado a la ventana, alguna elegantísima dama por las orillas de Véneto o del Corso, alguna calle cortada por los niños saliendo de la escuela, algún guardia, los tranvías, si bajas hasta el metro, pues también, algunos tomando una birra, por cierto más cara que el vino y no por eso vino no aceptable, algunas calles con dispositivos para que los curiosos visitantes no se rompan la crisma al caer espantados por los precios de los escaparates, más iglesias, no exageraba, basílicas, templos, ermitas no, casi todas son muy grandes, con pobres a sus puertas,  cada una tiene los suyos en propiedad, pidiendo como hace mil años por lo menos, ya lo dijo Cristo “a los pobres los tendréis siempre con vosotros”, rincones desbordantes de turistas, jóvenes que suben como electrificados moviendo el esqueleto al autobús, no, no había visto a jóvenes con las bolsas del botellón en la mano escondiéndose detrás de una iglesia o  de las columnas del Foro, sí a turistas que, olvidados del decoro en el vestir se han visto obligados a bajarse tanto el pantalón corto, hasta las rodillas, caminando como si de geishas se tratara,  también, esto en el Vaticano, no sé si su imaginación, unos discretos ojos de buey camuflados entre cuadros y tapices y un efímero rayo de luz mostrando unos saltones y lascivos ojos claros reverberantes al paso de un hercúleo joven como escapado de los pinceles de Buonarroti, junto a la estación Términi todos los días unos hijos de Baco haciéndole sacrificios de la mañana a la noche sin interrupción nada más que para recostarse sobre los cartones, vino, se supone que barato, aunque aquí tienen la suerte de que hasta el vino barato es bueno, con sus barbas y pelos desgreñados como sátiros inapetentes, también alguna anciana desdentada recogiendo cartones asomada si llega a los contenedores, vendedores ambulantes con sus centelleantes ojos yendo del suelo donde están sus pertenencias extendidas  al posible cliente y más lejos al seguro policía que de un momento a otro aparece, siempre aparece, esta ciudad es un espectáculo viviente.

¿Cómo era posible que fuera ésta la primera vez que visitaba Roma? Una ciudad tan sorprendente, tan cargada de historia. Además, de historia conocida. Porque todas las ciudades tienen su historia. Pero ¿cuál más universal que la historia de Roma? Sus fundadores, la huída de Eneas desde la  Troya quemada, los emperadores, los tribunos, los esclavos, los poetas, los historiadores, Virgilio y Horacio, César, Cicerón, Augusto,..

Se hace difícil situar por estas calles a aquellos personajes. Como si necesitaran más espacio.

¿Cómo podría César sentarse en una silla de cualquier terraza? ¿Podría soportar su grandeza? ¿Qué diría Cicerón escuchando por la tele al caballiere? ¿Y Ovidio y sus tristes asistiendo a un concierto de Ramazzotti?

¿Qué haría Bruto con el nuevo César?

Toda la vida rodeado de libros y de  mapas sobre Roma, cuya historia se conoce más que la de su propia ciudad, y aún no había venido a conocerla hasta ahora.

20.

La estación Términi era siempre un hervidero humano. Allí llegaban trenes de toda Italia. Era un punto de encuentro y de observación. Los informadores de uno y otro tipo se camuflaban fácilmente entre los pasajeros, tiendas de ropa, colonias, souvenirs.

Entre los que le daban al vino y a la jeringuilla era fácil comprar a cualquier precio, una papelina, dos botellas de vino, una manta raída, valiosas informaciones.

Marcello había perdido la confianza de sus  compañeros. Al principio nadie prestaba atención a sus excentricidades, alguna borrachera, sus contactos esporádicos con camellos. No eran de su agrado pero se las toleraban. Lo tenía todo, atractivo, ocurrente, afectuoso, generoso, chicas,..

Pensaron que podía ponerlos en peligro y fueron cortando poco a poco relaciones con él hasta que notó tal vacío que él mismo se autoexcluyó del grupo.

Sus frecuentes faltas de asistencia al trabajo, una editorial donde se ocupaba de recibir, clasificar y ordenar libros y revistas, lo colocaron en la lista del paro que aumentaba con la llegada de inmigrantes de todos los países vecinos envueltos en guerras étnicas o de religión.

Aquella noche en un local de música sudamericana, en plena borrachera, se deshacía en lágrimas y reproches a sus viejos camaradas con los que había compartido tantos momentos de lucha y de juerga.

Perdió el trabajo, perdió los amigos y se adentró poco a poco en el mundo de la bebida y de la droga. No pasó mucho tiempo hasta que por primera vez lo sorprendieron con síndrome de abstinencia poco después de asaltar una farmacia. Unos meses de cárcel bastaron para que fuera cambiando su visión del mundo. Allí encontró quien le proporcionara heroína y se adueñara de sus ideas. Salió hecho una basura humana, peor que había entrado.

Sin amigos, sin trabajo, su vida se repartía entre los comedores de caridad, algunas noches las residencias sociales para los sin techo y los contenedores de la estación Términi, donde pasaba la mayor parte del tiempo tumbado sobre unos cartones o tambaleándose entre los coches y la acera, pidiendo algún cigarrillo o unas monedas para el tetrabrik.

Ni Vasile que lo conocía lo reconoció cuando le pidió un cigarrillo en la acera cerca de la librería de su amigo Marco. Vasile ni se dio cuenta de que un menesteroso le pedía con voz entrecortada por el hipo un cigarrillo.

Marcello sí lo había reconocido y lo siguió con la vista. Mala cosa que Vasile no lo hubiera reconocido. Era poco menos que imposible. Su aspecto difería tanto de aquel joven apuesto de otra época que hubiera tenido que escudriñarlo detenidamente y escucharlo hablar con atención.

Marcello tomó aquella inadvertencia como un menosprecio y ahí comenzó a fraguarse su ansia de venganza.

Un contacto del hampa que le proporcionaba papelinas y tetrabrik por pequeños servicios lo colmó de promesas cuando Marcello le informó de la ruta de Vasile que ya era seguido por el grupo del napolitano.

Una ducha, tanto tiempo sin disfrutarla, en la habitación de un hotel de la zona, peluquería y ropa nueva, le devolvieron parte de su antiguo porte.

Así entró a la librería donde había visto hablar desde la acera a Vasile con un joven dependiente. Se puso a hojear libros de política y literatura hasta que se le acercó Marco.

– ¿Desea alguna ayuda?

– No, muchas gracias. Por cierto, en alguna ocasión lo he visto hablar con un antiguo amigo y camarada al que por unas u otras razones no he podido abordar aún. Se llama Vasile. ¡Cuánto tiempo sin verlo! ¡Con lo que hemos hecho juntos! Supongo que seguirá con sus ideas de cambio social aunque, como ves, bien poco han cambiado las cosas desde los años de lucha.

– Y ¿cómo no os habéis encontrado aún después de tantos años y de tanta actividad?

– Tiene fácil explicación. Yo, como otros, tuvimos que poner tierra por medio y salir de Roma, porque estábamos quemados para la organización. Así he pasado años trabajando en editoriales fuera de la capital, a la que he regresado para una sustitución por un período de dos meses. Vale la pena porque me pagan el doble más dietas que en Milán donde resido desde hace varios años. Espero encontrármelo algún día. Dile que ha estado por aquí Marcello. Supongo que seguirá con su inquietud social.

– Vasile es todo un caballero. Experto en su trabajo de representante de editoriales y entregado a las causas justas. Ahora mismo, siempre tiene algún asunto entre manos, colabora en actividades culturales relacionadas con varias librerías y también en temas municipales. Le contaré que ha estado usted aquí. O puede dejarme su móvil para que se lo proporcione en su próxima visita.

– De acuerdo.

Marcello le dio un teléfono móvil que acababa de proporcionarle su contacto dentro del lote, compró el último libro del escritor norteamericano Paul Auster y se marchó.

Así que su antiguo amigo seguía en las andadas. No sabía si la escasa información obtenida sería de utilidad para su contacto aunque a tenor de la recompensa debió de serlo. Le mantuvieron la habitación del hotel durante un mes y le proporcionaron más ropa y dinero.

Cuando Marco le habló a Vasile de su antiguo amigo, se echó las manos a la cabeza y le pidió al librero que le jurara que no le había contado nada de su vida. Marco, sorprendido, se disculpó diciendo que se había  presentado como antiguo camarada y, bueno, que realmente sólo le comentó que trabajaba con editoriales y además se ocupaba de actividades culturales.

– No tenías que haberle dicho nada.

– Aquí dejó su número de teléfono, por si eso te tranquiliza.

Vasile ya no tuvo ganas de sacar el catálogo de nuevas publicaciones a Marco. Tampoco llamó a Marcello.

Pocos días después, un camión de la basura atropelló a Marco que regresaba de acompañar a su novia a casa. El freno se había soltado en una pendiente y el conductor no consiguió hacerlo  parar hasta que se estrelló contra un escaparate después de arrollar a Marco. Un fallo del servicio de mantenimiento de talleres de la  empresa de recogida de  basuras de la ciudad. Los accidentes de tráfico eran una de las primeras causas de muerte en la sociedad occidental. Una multa a la empresa. Caso cerrado.

21.

Vasile sabía que la muerte de Marco no se había producido por accidente. El informe de Piero, miembro del sindicato del trasporte, era además concluyente. El camión, según constaba en la hoja de trabajos y revisiones, había pasado por el taller cinco días antes del accidente y la revisión, completa, incluía un control a fondo de frenos, que se habían soltado en aquella ocasión.

Era además una muerte gratuita porque ¿dónde estaba la relación de Marco con todo el tinglado? ¿Qué tenía que ver la vida, el trabajo y las actividades de Marco con toda aquella historia? Únicamente su trato y amistad con Vasile. ¿Era razón suficiente para quitarlo de en medio?

Para ellos cualquier pista que pudiera señalarlos debía ser eliminada. Así correrían menos riesgos.

Piero pudo ver con sus propios ojos la hoja rectificada del día en que se produjo el accidente. Habían cambiado los datos del informe. El camión, por un error incomprensible, no había sido revisado cuando estaba previsto. Un fallo informático, atribuible a una bajada de tensión o a un borrado involuntario, lo había excluido de la revisión y había sido, por tanto, la causa del trágico accidente, según decía el informe oficial de la empresa de recogida de basuras.

De lo que nadie tuvo información, incluida la red de Gianni, fue de la paliza de Giacomo. Su juventud, su falta de contactos sindicales, y, sobre todo, su silencio, ni siquiera roto cuando Giacomo conoció la historia de Eliana, la sepultaron en el olvido hasta para el propio camarero que en más de una ocasión pensó que podía tratarse de una pesadilla de no ser porque una cicatriz en la nariz se lo recordaba cada vez que se miraba al espejo y cuando en la cafetería ordenaba la mesa donde se habían sentado Eliana, el abogado y los matones.

22.

Entre los sacerdotes jóvenes que marcharon a las misiones a Sudamérica, algunos sufrieron una profunda transformación en contacto con aquella realidad extrema de pobreza y dictaduras militares que no habían conocido en su Italia natal. A su regreso a la metrópoli y por influencia de la teología de la liberación que radicalizó su compromiso social y político con los más pobres, apoyaron o se integraron en colectivos sociales, en muchos casos en abierta rebeldía con la jerarquía eclesiástica que, a pesar de algunas declaraciones de buena fe seguía, como casi siempre, apoyando a los poderosos de la tierra.

Ítalo Benti, uno de estos jóvenes misioneros, ya de vuelta en Roma, no conseguía adaptarse a los hábitos del clero en la capital y, en general, en Italia. La división del trabajo estaba perfectamente delimitada. Había ámbitos a los que era prácticamente imposible acceder. No es que estuviera prohibido expresamente. Pero ¿a quién podría ocurrírsele cruzar la raya?

Allí, en el poblado el cura ejercía el apostolado en cualquier parte y situación. Haciendo recuento  repasaba las poquísimas horas que había pasado en la choza que hacía de iglesia comparadas con las que pasaba junto a los campesinos ayudándoles en sus trabajos o enseñándoles a leer o a curarse las heridas, exigiendo un salario digno y defendiendo sus derechos ante los patronos que todos los domingos asistían a misa en primera fila junto a las autoridades.

Todo eso aquí hubiera sido imposible.

Ítalo no se sentía satisfecho con su actividad pastoral. Habituado a una vida de compromiso allá con los campesinos cocaleros, necesitaba implicarse más aquí, en su nuevo destino.

Su actividad, sus comentarios, no caían en saco roto.

Bruno, asiduo asistente a las reuniones de comunidades de base, pronto observó la inquietud y la insatisfacción del joven clérigo y poco a poco lo fue incorporando a las actividades de la organización cuya existencia desconocía.

Bruno no se andaba por las ramas. Su aspecto viril y su determinación, no podía perder el tiempo, transmitían confianza y seguridad. Su trabajo de metalúrgico le había proporcionado fuerza física y entereza de espíritu. Había visto muchas veces cómo se moldea el hierro incandescente como una brasa. Conocía muy bien su capacidad para aguantar y remontar una mala situación. No se desfondaba. Fino observador no se le había escapado el magnetismo que el cura despertaba en Francesca, siempre con un amago de sonrisa cómplice cuando se cruzaban sus miradas. Bruno conocía muy bien el desasosiego de los sentimientos del amor, de la pasión, de la atracción erótica. Aunque tenía ya en el corazón varias cicatrices de las que nunca parecen librarse los humanos, su cabeza, muy bien amueblada, le estaba proporcionando un período de calma que pensaba prolongar indefinidamente. No se cerraba a ninguna aventura pero tampoco

quería enloquecerse como en ocasiones anteriores. Había descubierto que podía vivir perfectamente solo, sin ninguna dependencia. Exigía sacrificios, sí, pero se acordaba del infierno de las relaciones cuando se emponzoñan y no pensaba volver a repetirlo por el momento.

Eso, sí, amigos, viajes, trabajo, sindicato, reuniones de parroquia, deporte, lectura, música,…llenaban su tiempo. Con 34 años tenía toda la vida por delante. Bruno sabía que, llegado el momento, no sería impermeable a los sobresaltos y altibajos de la pasión, pero de momento se veía libre de su tiranía. Recordaba, asiduo y raro lector de los clásicos, los irónicos comentarios de los criados de Calixto, enamorado de Melibea, sumido en la soledad y abandono por no ver correspondido su amor. Ni comía ni bebía ni quería ver la luz del sol encerrado en su habitación.

Sabía por sucesivas experiencias de qué poco sirve el raciocinio cuando el dulce veneno del amor inflama la sangre y expulsa todo lo que se enfrenta al objeto de deseo. Son otros los parámetros, es otra la dimensión. Es el efecto de una enajenación. Es como si esa sangre envenenada que recorre el cerebro paralizara sus funciones racionales e introdujera en sus centros de decisión otros referentes distintos y opuestos a los que normalmente se llama uso juicioso de la razón.

A casi nadie sorprendía en cambio que Francesca, precauciones aparte, se mostrara subyugada en  presencia de Ítalo  y se lo comiera con los ojos. Francesca era una joven separada que sólo comenzó a visitar la iglesia cuando Ítalo apareció por la parroquia. Lo vio un día al pasar por la puerta de la iglesia y quedó fascinada. A partir de ese momento la frecuentaba no por una súbita conversión como Saulo en el camino de Damasco sino como podía visitar un museo o una pasarela de moda. A ella sólo le interesaba el hombre. Primero acudía atraída por el físico y luego también por lo que decía. Sus palabras, lejos de todo acartonamiento, mostraban con naturalidad, con un lenguaje de la calle, una visión del mundo y de la vida con la que estaba totalmente de acuerdo. Sus temas más frecuentes, la solidaridad, la justicia, la tolerancia, eran los valores que ella había defendido siempre entre sus amigos y compañeros de trabajo. Lo seguía a todas partes, reuniones para educación sexual de los jóvenes, en las que su experiencia le era de mucha utilidad al joven clérigo, reuniones con personas de la tercera edad, actividades culturales organizadas por la parroquia,..

Francesca no despertaba en Ítalo más que simpatía y agradecimiento porque siempre estaba dispuesta a colaborar con todo tipo de actividades. La encontraba una mujer agraciada, servicial, generosa. Su trato era natural y desenvuelto. Sin miradas ni silencios embarazosos o suspicaces. Aunque él apreciaba en ella algo más que deseos de colaboración, no era su tipo, además, era entonces, aunque Francesca no lo sabía, cuando había conocido a  otra joven que no le dejaba pensar en otra cosa.

De los cuatro curas que formaban el equipo de la parroquia había sintonizado con el más anciano,  un vicario  honorario, nombrado en época de Juan XXIII y longevo superviviente de todas las purgas de sus indignos sucesores. La simpatía brotó de inmediato entre ellos. El anciano vicario, ejemplo aún viviente de aquella liberadora doctrina impulsada por el papa de Bérgamo en el concilio Vaticano II e Ítalo Benti que la había abrazado ardorosamente en tierras americanas. Con la calma y comprensión de sus años trataba de limar las asperezas de un joven radicalizado en el que veía el vivo retrato de su juventud.

Fue Bruno quien le habló del proyecto de recalificación de los terrenos con el visto bueno de la jerarquía eclesiástica, e Ítalo, muy sensible a estos temas se lo planteó al octogenario vicario que no tuvo empacho en confesarle confidencialmente, él, que nunca había tenido pelos en la lengua y menos aún en sus últimos años de vida,  que las arcas del Vaticano se llevaban un buen bocado y que un trozo del terreno urbanizable, algo ambiguamente descrito en el proyecto como plaza o jardín o espacio cultural, sería dedicado a la construcción de una iglesia, de las que tan escasa anda la ciudad.

También Paolo estaba en la parroquia junto al vicario y al joven Ítalo Benti. Su trato con ellos era el imprescindible. Tampoco se hablaba casi con Bernardino, el párroco, cuyas relaciones con los otros tres miembros del equipo pastoral estaban mediatizadas por la jerarquía. Él era el responsable de la parroquia y los demás estaban  bajo su jurisdicción. Su comportamiento era si no distante sí bastante frío. Representaba a la autoridad y siempre tenía motivos para ponerles mala cara o cara de circunstancias. Nadie era mala gente pero por un lado el anciano vicario pasaba de las normas no escritas en su quehacer diario. Había vivido mucho y relativizado casi todo. El joven Benti, muy escorado hacia los grupos de cristianos de base comprometidos con temas sociopolíticos le creaba problemas con la jerarquía diocesana.

Paolo era, con todo, el que más problemas le había creado aunque ni ponía en duda las directrices pastorales emanadas de la curia y de la propia parroquia ni adoptaba nunca una actitud desafiante en ningún caso.

El tema de la recalificación de los terrenos, en el que la autoridad eclesiástica había tomado parte favorable, apenas  llegó a poco más que algún comentario.

No se entendía muy bien por qué Paolo se había alineado con la línea oficial junto al párroco y frente al anciano vicario y a Ítalo Benti.

El napolitano sí lo sabía.

Días antes, para sorpresa de sus guardaespaldas, se habían dirigido  oscureciendo a la parroquia y, después de santiguarse con agua bendita, se arrodilló en el confesionario donde  Paolo ejercía el sacramento del perdón de los pecados.

– Ave María purísima.

– Sin pecado concebida.

– Padre, soy Marcio, el napolitano.

Al sacerdote se le erizaron los pelos.

– Dígame, ¿Cuáles son sus pecados?

– No, no vengo a confesarme. Es la forma más discreta de ponerme en contacto con usted y avisarle sobre su posicionamiento ante las recalificaciones de unos terrenos de las que la iglesia saldrá beneficiada. Usted parece no darse cuenta de eso. Pero por si no tiene bastantes razones quería recordarle que tenemos información y pruebas de sus relaciones con dos o tres niños de la parroquia. Esperamos no tener que hacer públicas las pruebas.

Al sacerdote se le había encogido el corazón. ¿Quién podría haberlo visto? ¿Cuándo? ¿Con quién? La verdad es que quizá se había propasado un pelín pero nada que ver con los casos que ahora están haciendo públicos en Alemania, Irlanda o EEUU.

Cuando recibía en su despacho a algunos chicos de 10 a 12 años, los sentaba sobre sus rodillas y les pedía pormenores de sus masturbaciones, él se ponía a cien, es cierto. Pero fuera de acariciarles el cabello para alisárselo tras las orejas o echarles el cálido aliento tras la nuca jamás llegó a lo que ahora habla la prensa de desnudos, penetraciones, orgías. Nadie podría decir algo así de él. Pero ¿quién y cómo ha podido enterarse? ¿Sería a través de algún niño? ¿Sería a través de los padres?

¿Qué había de malo en la contemplación, y poco más, de la belleza de un niño cantando músicas celestiales? ¿Dónde comienza y acaba la complacencia espiritual y la atracción física ante la belleza? Hay un punto en que se funden y el ser entero se siente transportado, imposible diferenciar, separar lo físico de lo espiritual. Eso es lo que le ocurría a Paolo. Jamás hubiera abusado de un niño. ¿Era acaso abuso esta complacencia?

En cualquier caso trataría de poner los pies en el suelo y limitar sus contactos con los niños del coro. Tampoco podía dar carpetazo y clausurarlo. Eso quizá llamara más la atención y daría pábulo a las habladurías que se han despertado en otros lugares. Es cierto que podría ir dejándolo morir poco a poco, dedicándole menos tiempo, espaciando los ensayos y actuaciones. Así hasta que su desaparición pasara casi desapercibida. Pero no, a pesar de los riesgos, que intentaría reducir por su parte, debía seguir adelante con una de las actividades más gratificantes de la parroquia.

Haciendo un esfuerzo para hacer la señal de la cruz, en lugar de darle un puñetazo, en el momento de la absolución, consiguió controlar sus impulsos y despedir en paz a aquel odioso personaje que aparecía siempre en los momentos más inoportunos.

Paolo eludía el tema de las recalificaciones cuando alguna vez salía a relucir en la sacristía, lugar en el que coincidía con sus compañeros a la hora de las misas o cuando alguno de los feligreses de toda la vida se enzarzaba en la discusión con otros más influidos por los movimientos de cristianos de base con los que se alineaba el joven cura venido de América.

A pesar de su reacción ante el chantaje del napolitano, Paolo sentía vergüenza ajena de todas las informaciones que aparecían últimamente en la prensa sobre vejaciones a niños en colegios religiosos, internados, coros,..

Durante tanto tiempo como esas actividades obscenas se han practicado hipócritamente, las autoridades eclesiásticas, muchas veces implicadas en las mismas, han tratado de ocultarlo tapando la boca, a veces con dinero, otras con amenazas y otras colocando un pez sobre la boca.

Cuando el clamor era tan extendido que ha sido imposible ocultarlo, entonces se ha condenado y, esas mismas autoridades, en un gesto teatral propio de todas las iglesias, se han rasgado las vestiduras y han puesto el grito en el cielo.

Nos limitamos a los curas de esta parroquia por no hablar de Giovanni Fernándes, de otra próxima, cuya transformación tras su estancia en tierras americanas afectaba hasta el punto de convertir la iglesia de la parroquia, para escándalo de muchos, en sala de cine donde proyectar películas de dudosa moralidad porque contaban historias de la calle, historias de la vida real en la que vivían sus vecinos. No resultaba fácil a los espectadores, que siempre acudían allí como feligreses, y, para ayudarles al cambio de escenario, ofrecía cigarrillos y él mismo fumaba deliberadamente, algo inaudito que no podían creer algunos feligreses escandalizados y menos aún la mayoría de curas enterados de que en la casa de dios se proyectaban películas obscenas que ni siquiera aceptaban en los cines de la ciudad.

¿Cómo hacerse entender los unos por los otros?

Imposible. Se trataba de otra dimensión. La experiencia duró bien poco. Cuando tuvieron noticia otras instancias eclesiásticas, una dura pastoral “De bonis moribus”, bastó para que no se volviera a repetir la experiencia.

23.

Fredo no pensó nunca que aquel representante de Abogados  Merlini tan amable y complaciente fuera capaz de hacer ningún daño a Giuseppe Buonatesta o a su familia por la dura oposición del concejal.

El napolitano en alguna ocasión lo había invitado a tomar un café, no en su local desde luego, donde no le gustaba llevar nunca a personas de la vida política aunque fuera en su nivel más bajo. La primera vez tomaron un café en Madonna, una cafetería de cierto lujo situada en el mismo centro de Roma.

La segunda vez, cuando ya el proyecto iba tomando cuerpo y el napolitano encontró en Fredo un ardoroso defensor, lo invitó a tomar una copa. Fredo se dejó llevar sin prestar mayor atención hasta encontrarse en un club de alterne. Su primera reacción fue de sorpresa aunque un hombre de mundo como él no iba a exteriorizarla. El napolitano, después de saludar y presentarle  a Angelo, el encargado del club, lo condujo a un reservado cómodo, iluminado, donde aparecieron dos camareras que muy correctamente les preguntaron qué deseaban tomar.

– Traed una botella de champán y cuatro copas.

Se adelantó el napolitano. Fredo que desconocía el terreno que pisaba asintió algo nervioso. No estaba habituado a estas situaciones.

– Aquí la gente es muy amable y muy discreta. En otros locales las chicas se te echan encima. Te provocan. Se te pegan y no puedes quitártelas de encima. Esto es otra cosa. Si tú solicitas su compañía ellas te complacen, de lo contrario no te atosigan.

Fredo observaba y callaba. Se arrepintió de haber aceptado la invitación. No se sentía seguro en terreno desconocido. Aun así trataba de simular serenidad y no dar la impresión de nerviosismo, inquietud, malestar. Hizo un esfuerzo por sobreponerse y sonreir cuando volvieron las dos chicas, una con las copas en una bandeja dorada y la otra con la botella en un cubo lleno de hielo.

Abrieron la botella y sirvieron dos copas. Cuando hicieron ademán de salir del reservado la insistencia del napolitano las obligó a servirse las otras dos copas y sentarse a su lado.

El napolitano ya las conocía de otras ocasiones. Fredo quedó bien impresionado por la presencia  de las dos chicas. Nunca hubiera pensado que trabajaban en un club de alterne. Se  limitaban a escuchar y servirles solícitamente sin interferir en la conversación. Únicamente cuando Fredo les preguntó de dónde eran respondieron con brevedad.

Cintia era del sur, cerca de Brindisi, una de las zonas a las que desde la época de los fenicios, los más hábiles comerciantes que fueron sembrando el alfabeto por toda la ribera del mar, llegaban embarcaciones de todo el mediterráneo oriental.

Ante preguntas de Fredo se fue explayando y, sin contar su triste historia de familia, le habló de la arraigada costumbre de emigrar en aquellas tierras, quizá contagiados por todos los pueblos que los habían visitado.

Cintia era morena de piel y su cabello rubio parecía dorado por el contraste. Grandes labios que dejaban ver, siempre sonreía, unos dientes blancos bien alineados con una casi inapreciable separación.

Fredo, animado por el champán y ante la inusual situación, fue dejándose envolver por aquel ambiente relajado, nuevo para él, y comenzó a sentirse cómodo tras las primeros momentos de inseguridad.

Bianca era del norte, esa zona de montañas donde fue encontrado bajo la nieve Ötzi, el hombre de los hielos, muy cerca de Austria. De hecho en algunos de esos pueblos también se habla alemán. Su aspecto no era de una mujer mediterránea. Alta, piel blanca y cabello rubio. Había huido de los fríos de la montaña desde donde vino  a Roma y con su trabajo conseguía costearse los estudios. Su pasión era el diseño. Estaba haciendo unos cursos de diseño textil  en una de las academias más prestigiosas de la ciudad.

El napolitano, más acostumbrado a estos ambientes, trataba a las chicas con corrección pero como si fueran objetos. Era su trabajo. Fredo en cambio se sensibilizó ante la situación de estas jóvenes. No sabía lo que se escondía detrás de aquellas historias que le habían contado.

Especialmente Cintia llamó su atención y en algún momento se sorprendió a sí mismo mirando ensimismado sus grandes ojos negros.

Apuraron otra botella y entre sonrisas y besos se despidieron.

No sería la última vez que Fredo visitaba el club.

24.

Ricardo era un hombre de negocios con socios en el lado oscuro. De elevada estatura, cabello negro con incipientes canas, aire jovial, de fácil conversación, era un soltero codiciado, tan celoso de su independencia que no había sucumbido a los encantos de varias jóvenes, deseosas de llevarlo al altar. No parecía tener secretos, su vida, sus negocios, sus relaciones,..eran conocidas. Su afición al golf le ocupaba al menos un día a la semana. Allí hablaba de negocios. Saludaba a amigos que aún no habían tirado la toalla y cruzaba algunas palabras, las imprescindibles, con el joven recogedor de pelotas y profesor de prácticas, Paulino, que ocultaba discretamente sus investigaciones entre la gente de negocios que allí se reunía, pasando totalmente desapercibido.

Paulino sabía que tenía un trabajo privilegiado. El entorno era envidiable: 18 hoyos en un serpenteante valle próximo al río. Sus mejores ratos los pasaba solo inspeccionando el campo, el estado del césped, la vegetación; no siempre disfrutaba de la soledad porque las clases le ocupaban varias horas y entre los aprendices no abundaba la gente simpática, había de todas las cataduras: impertinentes, sabelotodo, orgullosos, de vez en cuando alguno tratable. Había también algún alto cargo de la curia romana que solía acompañar al nuncio del Vaticano en Berlín, gran aficionado al golf, cuando era convocado a Roma  por el ministerio de asuntos exteriores.

Paulino tuvo la oportunidad de escuchar comentarios sobre vejaciones a niños de coros de cantores antes de que fueran hechas públicas en estos últimos tiempos. Escuchó discusiones sobre Pio XII y el tercer Reich. Aunque las conversaciones  más frecuentes que escuchaba entre los jugadores giraban en torno a los negocios: sociedades inversoras con información privilegiada, retiradas de fondos horas antes de su caída en bolsa, compras de terrenos agrícolas meses después recalificados,.. Eran las conversaciones de banqueros, constructores, eclesiásticos, médicos, abogados,…

Ricardo, que era un esteta, disfrutaba contemplando la tensión muscular de sus amigas en el momento del “swin” en que pantalón y camisa se ciñen al torso y lo perfilan en un giro perfecto marcando caderas, abdominales y pecho siguiendo la estela de la bola.

Aunque Ricardo se defendía jugando al golf, sus progresos no eran notables y lo atribuían él y sus esporádicos compañeros de juego a su falta de constancia, una vez a la semana es muy poco, y a su poca concentración, siempre hablando de otros temas ajenos al juego. Lo cierto es que eso le permitía mantener su clase de entrenamiento al mes con Paulino sin que a nadie le sorprendiera. Era la ocasión que Paulino aprovechaba para mantenerlo informado de todo lo que se cocía.

A muchos de los habituales parece que les lucía irse de la boca. Como si no disfrutaran si los otros no se enteraban. Por supuesto que exageraban pero algo de verdad había en muchas de sus bravuconerías.

Lo que más temía Paulino era la aparición del senador vitalicio y su jovencísima esposa. No sabía dónde meterse porque la chica lo desnudaba con la mirada sin recatarse lo más mínimo delante de su marido que trataba de complacerla hasta el punto de sonreir socarronamente cuando la sorprendía coqueteando con el profesor de golf. Paulino se sofocaba viendo sonreir al viejo que parecía disfrutar de la situación, y su nerviosismo, que saltaba a la vista, le hacía balbucear casi tartamudeando ante la sugerente mirada de la joven esposa.

Alguna vez, con el pretexto de decirle algo, cruzó sus manos detrás de su nuca y trayéndolo hacia sí, apoyaba su frente en la de Paulino, humedecida por el sudor.

El senador apenas le daba a la bola. El bar del club era lo que le interesaba. Paulino sabía muy bien que todo ese teatro era un intento de ocultar la apasionada relación que la joven esposa del senador mantenía con su confesor, el padre Ítalo Benti. Un día a la semana el padre Ítalo acudía a otra parroquia, donde uno de los sacerdotes era muy anciano, para reemplazarlo en el confesionario. Allí conoció a la joven esposa del senador. Desde la primera vez le intrigó su voz susurrante, y no pudo evitar seguirla con la vista cuando acabó la confesión. Vestida de negro, sus hermosas y blancas piernas bajo las medias, sus ademanes, su elegancia, su juventud, lo dejaron trastornado.

En aquellas sociedades en las que todo estaba más al desnudo nada era igual que aquí en Europa, donde la gente rica o pobre se mete en su casa y allí goza de la abundancia o sufre la escasez.

Allá todo está a la vista, desde las suntuosas mansiones con jardines donde desde los cerros se pueden ver las mesas repletas de manjares hasta las pobres chozas al aire donde no se oculta la miseria.

El ejercicio de la caridad en estas tierras no puede limitarse a prodigar sonrisas y bendiciones a unos y otros. Aquí sonreír es ayudar en el trabajo, aquí bendecir es quizá compartir los escasos alimentos, es quizá defender a aquellas pobres gentes de la salvaje explotación de los hacendados. Entonces los ritos, las plegarias, las ceremonias religiosas se van diluyendo porque no tienen ningún significado,¡cuántas semanas sin decir misa siquiera!. Y el amor a estas gentes, el apoyo a estos pobres, era a veces agradecido con la entrega física, difícil de rechazar porque sería considerado desprecio no aceptar lo único que pueden ofrecer.

Así Ítalo, sin pretenderlo, más bien rehuyéndolo, como era su deber, se vio envuelto en varias aventuras, no sabía si amorosas, espirituales, de agradecimiento o mezcla de todo a la vez; pero en ningún momento le pasó por la cabeza, era todo tan natural, que estuviera pecando contra nadie, ni contra la persona que, mezcla de agradecimiento y de atracción, se le entregaba, ni contra el altísimo.

Solo, si acaso, contra la iglesia de Roma, tan lejana y ajena a todos aquellos seres del nuevo mundo.

25.

Cuando conoció a la joven esposa del senador se le despertaron todos los mecanismos dormidos desde su regreso y se concentraron en aquella joven.

Ella se sintió observada por el confesor y volvió el mismo día y a la misma hora la semana siguiente, esperando encontrarlo de nuevo. Ítalo por su parte hizo también lo posible por acudir en el mismo horario porque se había despertado su curiosidad. Provisto de un destornillador había aflojado los tornillos que sujetaban la rejilla-celosía que separa al confesor de las mujeres y cuando ella se arrodilló, un leve roce  de su frente contra la rejilla la desplazó quedando sus caras frente a frente en la semioscuridad de la capilla. Ella no esperaba que el confesor fuera tan joven y tan guapo. A él le dio un vuelco la sangre al comprobar la lozanía y atractivo de aquella joven rubia vestida de negro. Se ruborizó, le pidió disculpas por la caída de la celosía y ella, sin decir palabra, sonreía restándole importancia y, ante el intento del confesor por recolocarla, interpuso sus largos y cuidados dedos, de modo que sus rostros siguieron tan juntos que se escuchaba la respiración y la menor palpitación.

Bastaron tres confesiones para que la pasión se desatara y de no ser por la presencia de otros feligreses en los últimos bancos de la capilla, allí mismo hubiera ardido el fuego que los consumía.

Su próximo encuentro sería en la isla Tiberina. Ítalo disponía de las llaves de un piso, propiedad de una tía soltera de provincias. Pasado el umbral de la puerta, el deseo mutuo alimentado por semanas de espera, se desbordó en abrazos, besos, mordiscos que los llevaron hasta un camastro desde el que se veía brillar el agua del Tíber.

Las frecuentes reuniones de su marido en los plenos y en las distintas comisiones del Senado, las muchas cenas de trabajo, dejaban libertad de movimiento a su joven esposa que como hembra en celo seguía el rastro del padre Benti hasta el islote semana tras semana.

Un fin de semana en que el senador se ausentó de la ciudad, asistía como miembro de una delegación al parlamento europeo en Bruselas, Ítalo y Regina se fueron a una solitaria playa cerca de Fiumicino. Una tienda de campaña les ahorraba inscribir sus datos en un hotel. Había que ser prudente al menos. Retozaron bajo los pinos, en el agua, en la tienda. Jugueteaban persiguiéndose en el agua y por la arena. Ítalo recuerda recreándose el momento en que, exhausto sobre la arena, vio alejarse a Regina desnuda hacia la tienda chorreándole unas cristalinas gotas de agua de los sedosos pelos del pubis entre las piernas.

No tardó mucho tiempo el joven confesor en conocer la condición de casada de su amante. Además no estaba casada con cualquiera, con alguien anónimo, con un ciudadano normal de profesión liberal o trabajador en una empresa, no. Su marido era un conocido senador romano de la República.

Se hacía tan insoportable la espera semanal cuando se les deshacían los huesos de ansias por verse que arriesgaron aún más. Regina vivía con su marido en una pequeña villa cerca de los jardines Borghese. El senador, que solía madrugar mucho, se acostaba normalmente antes de las 10 de la noche en una habitación de la planta baja. Se ahorraba así las escaleras hasta la primera planta, donde estaba la amplia habitación de matrimonio y sólo subía cuando su ya bastante dormida libido se despertaba. En el pequeño jardín había una vieja enredadera, con recios troncos, que escalaba hasta el balcón del dormitorio. Por allí, con una inusitada osadía, de la que el primer sorprendido era el confesor, se encaramaba hacia media noche cuando Regina había colocado un pañuelo blanco, contraseña que permitía la escalada. Regina había suministrado somníferos a los perros y su marido dormía como un lirón.

Entonces Ítalo, poseído de las alas que sólo da el amor o la pasión, subía, más lentamente de lo que deseaba, para no caer como Calixto de la escala. Aquellas noches o más bien madrugadas que pasaron juntos añadían al disfrute de los sentidos el aliciente del riesgo en la mismísima boca del lobo.

Por suerte para los amantes, ningún sobresalto añadido aumentó el ya elevado riesgo por el que apostaron cuando la fiebre de la pasión llegó a su temperatura más alta.

También es verdad que en casa del senador las veladas eran mucho más breves por prudencia y más intensas por apresuradas. Cuando realmente se recreaban era en los encuentros de la Tiberina. Allí, en alguna ocasión, Ítalo el cura, sorprendió a la experta cortesana embadurnándola de miel, como le habían enseñado las indígenas americanas, lamiéndose lentamente  hasta las superficies más recónditas y dilatando el placer hasta caer dulcemente exhaustos un cuerpo junto al otro con la piel literalmente pegada.

El confesor sabía a lo que se arriesgaba porque el escándalo sería mayúsculo si descubrían sus relaciones con la esposa de un respetable senador de la República. Le traía sin cuidado. No tenía nada que ocultar. Sus años de contacto con la cruda realidad sudamericana lo habían decidido a actuar por las bravas. Se sentía absolutamente legitimado, rodeado de tanta inmoralidad e hipocresía, a realizarse plenamente tanto en el aspecto pastoral, trabajando en los muchos frentes abiertos que llevaba por delante, como en su vida personal, apurando los apasionados encuentros con la joven “senadora”. Nadie iba a arrebatarle su vida, porque lo que durante tanto tiempo se ha presentado como antagónico resulta que es complementario. ¿Qué contradicción hay entre enseñar a amar al prójimo y practicarlo? Se ha enseñado tantas cosas absurdas en esta vida. ¿Cómo es posible amar a todo el mundo si no se quiere a nadie?

Paulino había escuchado cabos sueltos entre el nuncio de Roma en Berlín y el alto cargo de la curia que también a veces tomaban clases de práctica con él. Le bastó seguir los pasos del sacerdote hasta encontrarse con su amante en la isla Tiberina. No era difícil observar desde uno de los frondosos árboles tras los muros del Tíber. Cada uno llegaba por un puente distinto con unos minutos de diferencia. Si él llegaba antes, todo estaba acordado, entraba en la casa y poco después aparecía la joven. Si era ella la primera solía pedir una coca-cola en un pequeño bar y paseaba distraídamente mirando el paso del agua hasta que llegaba él.
Cuando los vio salir de la casa, un largo rato después, sin besos ni abrazos, pasaban los segundos interminables hasta que sus manos conseguían despegarse como imantadas hasta la punta de los dedos.
Paulino no sólo no se hacía ilusiones sino que rehuía su encuentro. Disfrutaba en cambio en las clases de prácticas con Ricardo al que daba todo tipo de detalles.

26.
La noticia apareció en la sección de sucesos junto a otras de robos y desapariciones. “Una joven de 18 años ha sido encontrada inconsciente por un guardia de seguridad junto a un seto de la gran vía. Trasladada al centro sanitario más próximo sólo han podido certificar su muerte por sobredosis de heroína”.

Ninguna voz en la prensa puso en duda las primeras conclusiones. Ni siquiera se había hecho eco de las sospechas de los padres y amigos de Eliana. Todos los periódicos se limitaron a publicar el comunicado policial. Ni los periodistas más atrevidos dejaron una rendija que permitiera imaginar otras causas distintas a la sobredosis. También ahí llegaba la mordaza.

La última vez que la vieron sus amigos fue aquella noche en una fiesta de cumpleaños. Salió sola de casa de sus amigos y poco después ya no era dueña de sus actos. Antes de llegar a la parada de taxis junto al Tíber, alguien oculto tras el tronco de uno de los enormes plataneros cuyas ramas llegan hasta el cauce del río, la sorprendió por la espalda. Un pañuelo con cloroformo en la nariz la dejó inconsciente. La condujeron al reservado de un club con acceso por el garaje. Cuando recuperó el conocimiento se encontró atada a una silla ante los dos gorilas que acompañaban al napolitano en su entrevista en Madonna.

– Sabemos que quieres buscarnos las cosquillas pero te las vamos a buscar a ti. Vas a beberte dos vasos de güisqui y pincharte un chute de heroína. Sólo queremos que aparezcas borracha y drogada para que tus averiguaciones pierdan credibilidad si continúas decidida a hacerlas públicas.

Eliana estaba asustada porque creyó de mal augurio que estuvieran con la cara destapada. Podría, ya con más pruebas, acusarlos de amenazas, además tenía testigos en el bar Madonna, entre ellos Giacomo, el joven camarero.

Pataleó lo que le permitían las ataduras pero ni un grito salió del reservado. Estaba amordazada.

Como no daba muestras de complacerlos le hicieron beber a la fuerza y le metieron un chute de heroína pura. Ellos lo sabían. Querían acabar con ella. Nada más fácil que deshacerse de ella, una más en la fatal estadística de jóvenes diezmados por la droga.

Del llanto a la risa y los vómitos bastaron unas horas para que entrara en coma. Así la llevaron de madrugada hasta uno de aquellos setos donde la encontraron inconsciente. Sus raptores se desprendieron de ella sin el menor amago de pena. Sus insensibles ojos de hiena inyectados de alcohol la abandonaron, llena de vida, a una muerte segura.

Los padres, destrozados, no daban crédito a los resultados de la autopsia que solicitaron como último agarradero para salvar la inocencia de su hija. Los análisis no dejaban lugar a dudas. Sobredosis de heroína. ¿Cómo es posible si ella jamás había consumido ninguna droga dura? Si acaso alguna vez un cigarrillo de cannabis con sus amigos en alguna fiesta. Ella jamás les ocultó sus amistades ni sus hábitos.

La desesperación y la impotencia de la madre empujaron a Giuseppe, hundido en la miseria, a intentar esclarecer todo lo ocurrido.

En el entierro las muestras de dolor y pésame fueron generales. Compañeros, eclesiásticos de la parroquia y del vicariato episcopal, asociaciones de vecinos, entidades financieras, bufetes de abogados, incluido Merlini, todos llevaron coronas y contribuyeron a la solemnidad del entierro.

Giuseppe fue obligado por prescripción facultativa y por el consejo municipal a tomarse una baja por depresión y junto a su mujer se ausentó unas semanas de la ciudad sin querer comunicar a nadie el destino de su viaje.

Fue en esas fechas cuando se debatía por el pleno municipal, en ausencia del concejal Buonatesta, la recalificación de los terrenos próximos al Coliseo.

Giacomo se enteró por la prensa de los días siguientes, cuando, ya conocida la identidad de la chica muerta por sobredosis, la información incluía una foto de la joven Allí daban detalles. Se trataba de una joven estudiante de periodismo, hija del concejal de distrito del Ayuntamiento de Roma. Giacomo se estiraba de los pelos. Si le hubiera avisado. ¿Cómo no había encontrado ninguna forma de dar con ella para advertirle del peligro que corría? No se lo perdonaría en la vida. Como habitualmente desde su paliza y ahora con la muerte de Eliana, se dirigía por la tarde a su lugar de trabajo mordiéndose la lengua y renegando del destino.

No podía creerse todo lo que estaba pasando delante de sus narices y él sin enterarse hasta más tarde. ¿Cómo no había caído, ingenuo, en todo lo que se estaba cociendo allí mismo, en una de las cafeterías más céntricas de Roma?

Tiene razón quien dice que estamos ciegos y no vemos la realidad. ¡Cuántas veces se lo había dicho un compañero de trabajo mayor que él.!

– Giacomo, la gente no es lo que parece. La vieja historia del lobo disfrazado de cordero. Eso que nos contaban de pequeños y tomábamos como un cuento. Resulta que los cuentos parecen para niños, se les cuentan a los niños y acaban siendo más útiles para los adultos.

Ahora lo veía todo perfectamente claro.

Y recordaba a otras gentes que habían desfilado por el bar y reconstruía detalles, comportamientos, miradas, imaginando posibles historias que hasta ahora le habían pasado desapercibidas.

27.
Nadie se resistía al atractivo y encanto de Fiorella. Cada mañana, cuando ella llegaba, parecía que el hermoso y viejo edificio del Ayuntamiento rejuvenecía. Era una explosión de juventud, de frescura, de simpatía. Como si la primavera adornara de sus olores y colores el entorno cuando ella subía las escaleras de la plaza de Campidoglio, las diseñadas por Miguel Ángel para que subiera a caballo el emperador Carlos V en su visita a la ciudad años antes saqueada por sus huestes.

Las estatuas ecuestres de Cástor y Pólux resoplaban, Marco Aurelio salía de su ensimismamiento y un halo propulsado por los palacios capitolinos se encaminaba, enredándose en las dos estatuas laterales, por las escaleras gemelas del palacio Senatorio hasta penetrarlo todo.

Una de las estatuas, símbolo del río Nilo, identificado por el cuerno de la abundancia y la esfinge, la otra que representa a los hermanos Rómulo y Remo siendo lanzados al río Tíber de donde los recoge la loba y los amamanta hasta que fundan la ciudad de Roma.

En el centro, Palas Atenea, la diosa de ojos garzos, provista de sus armas de defensa y con la lechuza de la sabiduría, sonreía viéndose dibujada en la joven alada que subía grácilmente las escaleras.

Entraba saludando a diestra y siniestra, recibiendo muestras de cariño y piropos a su paso. Tenía alguna palabra para todos.

Vincenzo siempre lamentaba que pasara de largo sin entretenerse, aunque Fiorella le dedicara su más ancha sonrisa.

Sus esbeltas y bien contorneadas piernas a veces con medias que se perdían hacia el cielo lo traían de cabeza. Y su largo cuello y ancha boca de labios carnosos.

Todo en ella le gustaba.

Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. De vez en cuando conseguía tomar café con ella. No era esquiva ni pretenciosa pero tampoco podía estar todo el día tomando café con todo el mundo.

Vincenzo la contemplaba como se mira un cuadro hermoso en un museo. No perdía detalle de su indumentaria. Se conocía todo su vestuario. No sabía si le gustaban más sus piernas al aire o cuando se ajustaba el traje pantalón con chaquetita muy corta y su larga cabellera recogida sobre la nuca.

Fue tanta su insistencia, su constancia y, a pesar de eso, su prudencia, que acabó ganándose algo más que la simpatía de Fiorella.

El servicio de Correos entregaba a Vincenzo toda la correspondencia del Ayuntamiento. Su trabajo consistía en distribuirla a cada departamento, servicio, despacho e individualmente, cuando las cartas eran nominales y, por esto justamente, tenía contacto con todo el personal. Se veía diariamente casi con todos los funcionarios, desde el alcalde hasta el portero. Esa amplia red de relaciones le proporcionaba una información valiosísima porque su óptica era desde todas las posiciones. Su conocimiento de los entresijos era quizá el más completo porque conocía? los puntos de vista de todo el personal.

Vincenzo, por su trabajo en el ayuntamiento, era como el delegado municipal de la asociación de vecinos de su barrio. De esta manera los vecinos tenían un enlace que les facilitaba las gestiones en el ayuntamiento. También asistía a estas reuniones el joven cura misionero. Era una de las asociaciones de vecinos de su parroquia.

Cuando Ítalo se enteró de que la chica muerta por sobredosis era hija de un concejal le preguntó a Vincenzo. Le contó todo lo que sabía.

En alguna ocasión, junto con Fiorella, habían tomado café con aquella simpática chica.

Ambos, Fiorella y Vincenzo estaban muy afectados por lo sucedido. Eran de los que no se creían la versión oficial de los hechos.

Lo informó con detalle de los distintos proyectos urbanísticos, era por lo demás una información pública, que en los últimos años habían sido presentados para la recalificación de aquellos terrenos. En todos los casos hasta el presente, habían sido rechazados. También lo informó de las soterradas discusiones iniciales que suscitó el proyecto entre concejales y técnicos del consistorio que en algunos momentos llegó casi al linchamiento verbal como había sido el caso del concejal Giuseppe Buonatesta, cuya hija había aparecido muerta.

El personal del Ayuntamiento que conocía a Eliana desde cuando su padre la llevaba de niña alguna vez para que la vieran sus compañeros, se resistía a la versión oficial de los hechos pero todo se quedaba en conversaciones en voz baja. ¿Cómo era posible, aquella joven tan simpática, trabajadora, generosa y respetuosa?

Entre algunos la incredulidad llegó a relacionar la muerte de la chica con la actitud de su padre ante el proyecto de urbanización. Nadie se atrevió a decirlo en voz alta porque las heridas aún estaban abiertas y las posiciones se habían polarizado tanto que afectaban a las relaciones personales.

La valiosa información que el anciano vicario y Vincenzo le habían proporcionado a Ítalo acabó en manos de Bruno que, a su vez, la hizo llegar a la organización de Gianni.

28.
Cuando Fredo tuvo noticia de la muerte de Eliana se sobrecogió. No pensó inicialmente que pudiera estar mezclado en su muerte el napolitano porque los análisis de la autopsia hablaban de sobredosis de heroína. Pero pronto comenzaron a planteársele dudas. De todos era sabido en el Ayuntamiento cuál era la personalidad de la chica. A eso se sumaban las protestas de sus padres, compañeros de estudio, amigos,..

Por otra parte también sabía que el grupo Merlini había dejado caer amenazas.

El mayor exponente de la oposición al proyecto era su compañero Giusseppe Buonatesta.

Presa de la indignación se encaminó al club con ganas de echarse a la cara al napolitano. Entró con decisión, como si de un cliente habitual se tratara, aunque era la segunda vez que lo visitaba. Preguntó a Angelo, que se encontraba en la entrada, por el napolitano. Desde que estuvieron juntos no había vuelto por allí. Se dirigió a la barra buscando a Cintia con la mirada.

Una sonrisa ancha, que dejaba ver sus dientes separados, lo recibió al fondo del local. Se acercó a ella y le dio un beso.

– ¿Cómo estás Fredo? Pareces algo preocupado.

– Lo estoy. ¿Suele venir por aquí el napolitano?

– No lo he visto desde que estuvo contigo. ¿Qué ocurre? ¿Algo va mal en los negocios?

– Es más grave que los negocios. Se trata de la muerte de una chica. La hija de un compañero del Ayuntamiento. Hay sospechas de que ha podido ser asesinada. Una sobredosis dice la autopsia.

– He oído hablar del caso. Si la autopsia dice que ha muerto por sobredosis, así será, pero no será la primera vez que han asesinado a alguien pinchándole heroína en cantidades letales.

– Y justamente el padre de la chica se había opuesto frontalmente al proyecto de la sociedad Merlini de recalificar unos terrenos junto al Coliseo. No me puedo creer que estas sociedades utilicen métodos mafiosos.

– Fredo, ¿no te dedicas a la política? ¿No has oído nunca hablar de estos casos? ¿Aún no has conocido ninguno? Hablas de métodos mafiosos, pero ¿no sabes que la mafia está metida en sociedades totalmente dignas y legales que encubren otras indignas e ilegales? No me puedo creer que no sepas que es precisamente en la construcción y las basuras donde más desarrollan sus negocios. También en el juego y la prostitución. Muchos de estos locales están bajo su control o les pertenecen.

– ¿Me estás diciendo que tú sabías que el napolitano es un mafioso?

– No te estoy diciendo eso. Aunque lo supiera no podría decírtelo porque me jugaría la vida. Esta gente no se anda con bromas.

Fredo siguió un buen rato en compañía de Cintia. Su presencia, su serenidad, sus palabras de consuelo lo fueron tranquilizando hasta que ya de madrugada se marchó algo más sosegado. De todos modos su sentimiento de culpabilidad, algo amortiguado, seguía taladrándole la conciencia.

No sólo se trataba de Eliana. Estaban además sus padres. ¿Cómo podría volver a mirarle la cara a su antiguo compañero de lucha y ahora de trabajo? Quizá ni volviera al Ayuntamiento tal como evolucionaba su estado de salud mental. Estaban destrozados. Era su única hija. La vida había perdido la razón de ser para ellos. Nada conseguía sacarlos de su abatimiento, de su desesperación.

29.
Ricardo gozaba del aprecio de jugadores y sobre todo del personal de servicio que nunca se vio tratado más respetuosamente por nadie que por él. Elegante y sencillo, atento y generoso. Hasta el punto de que muchos de sus compañeros de juego se encontraban molestos por la poca diferencia de trato que mostraba entre ellos y el personal de servicio. De todos modos su encanto personal lo convertían en un compañero cuyo trato era agradable y conveniente.

Su sólida economía, su vista en los negocios, su cautivadora presencia en salones donde las finas damas se lo rifaban, lo hacían el hombre perfecto para sin escuchar enterarse de todo lo que pasaba a su alrededor. No frecuentaba en exceso esa fauna humana, de la que se sentía tan lejos en muchos sentidos, pero en alguna ocasión había sellado un trato en el exclusivo local con celosías cerca de la plaza del Popolo.

Antes de ir a visitar al napolitano al local de la plaza del Popolo, Ricardo ya había conversado con Cintia que le transmitió todo lo hablado con Fredo aquella noche en que llegó desencajado al club. Ricardo y Cintia habían conversado más de una vez sobre el asunto. Cintia le contó cómo Fredo le pidió ir al reservado y allí se explayó, sollozando en sus brazos, en todos los detalles que hasta ahora le habían pasado desapercibidos. No se perdonaba haber llegado tan lejos en aquel asunto. Recordaba las conversaciones con Giuseppe y cómo él mismo en algún momento llegó a advertirle de los métodos de trabajo de esta gente. El propio Giuseppe le habló de regalos y amenazas, para desenmascararlos.

¿Cómo no se había dado cuenta antes?

Ricardo necesitaba aún más pruebas de la implicación del napolitano y por esa razón iba a visitarlo con la intuición de que las encontraría.

Allí se encaminó aquel día intentando descubrir alguna conexión, si la había, entre la aprobación del proyecto de recalificación de aquellos terrenos y la muerte de Eliana. Sabía que la posibilidad de tener éxito era mínima pero quería intentarlo. Su llegada, aunque previamente había sido anunciada, ni cualquiera ni sin algún motivo puede pisar esos santuarios a menos que sea de la casa, causó cierta sorpresa al robusto portero que lo recibió casi con la amabilidad con la que recibía a sus jefes. Le cogieron el abrigo y el sombrero y lo hicieron pasar al bar donde lo esperaban sentados el napolitano fumándose un cohibas y varios socios más observados a escasos metros por algunos guardaespaldas que aparentaban como de tertulia bebiendo y fumando aunque sin quitar ojo a sus jefes y al invitado.

Sentado junto al napolitano, Ricardo, después de preguntarse por la familia y los negocios en general, les planteó la posibilidad de colaborar en un proyecto de hotel-balneario para la 3ª edad en una zona próxima a las Termas.

Era sabido que en los últimos años gran parte del turismo de la Europa central y del norte se estaba desplazando hacia el Mediterráneo, especialmente España e Italia. No solo eso, aparte del turismo estacional, sujeto en gran parte a la vida laboral, había un porcentaje cada vez más alto de la población de esos países que estaba jubilada y muchos no sólo viajan a los países del sur sino que se instalan en ellos.

– Sé que es un negocio seguro y podía haberlo iniciado yo solo pero vosotros me habéis proporcionado negocios interesantes y yo no lo olvido. Os brindo la posibilidad de participar.
Ya hablaremos de porcentajes, de repartos, de funciones otro día. Mi intención hoy era ofreceros la posibilidad de participación. Ahora vosotros lo pensáis, lo discutís, lo consultáis. Ya me daréis una respuesta.

– Ricardo, siempre has sido bienvenido a nuestra casa y cada vez lo serás más. Dijo el napolitano sin descomponer la figura.

– ¡Una botella de champagne francés! Hablaremos entre nosotros pero creo que un amigo como tú no puede proponernos un mal negocio.

– Por supuesto.

Terció un cincuentón de barriga tan prominente que se le aproximaba a la papada.

Todos brindaron por la llegada de Ricardo y por el hotel-balneario.

Después siguieron bebiendo, hablando, bromeando mientras los guardaespaldas, mucho más relajados tras los primeros minutos de observación, comenzaron también, contagiados por sus jefes, a brindar, beber y contarse bravuconerías.

Ricardo no tenía ninguna prisa, más bien deseaba prolongar al máximo su visita para extraer la mayor información posible.

Sacaron canapés de salmón, de anchoas, hueva de atún, pequeños cuencos de plata con caviar iraní sobre porcelanas cubiertas de hielo,..y más champagne.

Unos bromeaban sobre el sexo, tema recurrente en estos ambientes.

– ¡Vaya cantidad de pellejos que veremos por metro cuadrado!

Otro:

– “Bueno, no creo que la santa madre iglesia se meta con el hotel-balneario si permitimos la entrada gratuita al sagrado colegio cardenalicio”.

Y otras gracias por el estilo, transcribo las más ligeras y, en alguna medida, ingeniosas.

Los de al lado, más comedidos por su función pero menos cultivados no paraban de proferir groserías.

– “Si vierais cómo me suplicaba aquel pendejo cuando lo agarré por los huevos. ¡No, por ahí no, por favor! ¡Suéltame! ¡Te contaré todo lo que quieras, pero suéltame por favor!

Otro:
– “Aquel día sí disfruté en el parque tras unos arbustos follándome a la novia mientras le metía un consolador al novio por el culo”.

Selecciono éstas entre otras lindezas más repugnantes aún.

Ricardo escuchaba palabras sueltas pero tras su aparente distracción se ocultaba un fino oído selector de cadencias y sus antenas se dispararon cuando escuchó algo como:

– ”La zorra del otro día no quería pincharse”.

Concentraba los ojos en la boca de la que salían aquellas palabras soeces y casi vomitivas, porque desde el primer momento supo que se referían a la joven estudiante de periodismo encontrada muerta por sobredosis.

Estaba brindando en ese momento con las copas en alto y eso le permitió dirigir la mirada al otro lado, detrás de sus contertulios, donde se encontraba el grupo de gorilas totalmente ajenos al fino oído y ojo escrutador del invitado. Aún se bebieron alguna botella más y acabaron con un Don Perignon del año 1998.

Ricardo, simulando alguna vacilación, se despidió de ellos redoblando las promesas de colaboración. El napolitano, seguido de un guardaespaldas, lo acompañó hasta la puerta del local cuando ya había pasado la media noche. Un taxi llegado de la próxima plaza del Popolo lo esperaba en la puerta.

30.
Cuando Ricardo se marchó en el taxi el napolitano y sus compinches discutieron sobre su propuesta. No acababan de entenderla, primero porque no sabían ni palabra, algo bastante raro en gente que sabe todo lo que se mueve en el mundo de la construcción antes de que nadie lo sepa. Luego porque la situación económica no está para esas alegrías. Con un montón de obras paralizadas, parte de su fortuna empeñada en préstamos a los que no podían hacer frente, propietarios que no pagan su hipoteca, pisos abundantes en su propiedad que ni los bancos aceptan en pago de sus deudas…

Era un poco sorprendente la propuesta de Ricardo. No todos la veían con buenos ojos, al menos hasta conseguir sanear su difícil situación económica.

Algunos en cambio pensaban que este negocio podía ayudarles a salir del parón.

En cualquier caso tomarían sus medidas.

La confianza mata al hombre. Eso lo sabía muy bien la gente como el napolitano, que no se fiaba ni de los de su propia casa. La noche que Ricardo salió en taxi de su local cerca de la plaza del Popolo, lo hizo seguir a distancia por el joven de la gabardina oscura que ya había dejado a Alfredo en su habitación del Trastevere con la luz apagada.

Una motocicleta de pequeña cilindrada pasaba más desapercibida que un coche.

Ricardo que sabía con quién se jugaba los cuartos tomó sus precauciones. Un club de alterne, también frecuentado por sus socios de ocasión, fue su parada. Allí pasó un largo rato con María, joven universitaria rumana que se pagaba los estudios entre copa y copa con algunos clientes seleccionados porque había establecido relación sentimental con Ángelo, el encargado del local y amigo de Ricardo.

La gente piensa que en todos estos lugares hay sólo sexo. No siempre. Menos frecuente de lo deseable pero son muchos los casos que derivan en relación amorosa que saca de la penosa situación a algunas de las chicas.

También se cuentan historias o se habla de proyectos o de derechos o se desprecia a muchos de los respetables señores provectos y clientes que predican decencia y rigor en las costumbres y acuden allí a satisfacer sus instintos más primarios.

La historia de María, por ejemplo, ya conocida por Ricardo que sentía por ella un cariño paternal. Emigrada de Rumanía a los 18 años, con un maletón donde llevaba todas sus pertenencias, y el equivalente a doscientos euros en el bolsillo, cayó en las redes de la prostitución, obligada a enviar todos los meses dinero a sus padres, enfermos y sin recursos en la fría región de Brasov. Allí quedaron con sus tres hermanos pequeños a los que apenas podían alimentar gracias a la ayuda de su hija que ellos creían trabajando en un hotel y costeándose los estudios que ellos no habían podido pagarle.

Cada una de las chicas del local de alterne tenía alguna historia similar o más estremecedora aún.

La pobre Cintia, una de sus compañeras, no era capaz de borrar de su cabeza el recuerdo de la violación por su padre. Su trabajo de cada día le provocaba frecuentemente nauseas que conseguía suavizar bebiendo hasta el límite.

Agostina se había propuesto ocultar a su hija la vida que llevaba. Ella nunca debía enterarse de las actividades de su madre que cuidaba todos los detalles. Por esa razón siempre se reservaba en exclusiva los fines de semana para dedicarlos a su hija que salía del internado. Durante el resto de la semana no le importaba trabajar, si era necesario, las 24 horas del día, pero los fines de semana eran sagrados. La niña era interna de las carmelitas, monjas a las que también ella había acudido durante su infancia. Vivían en un pequeño piso amueblado, soleado, donde apenas se relacionaban, ella lo rehuía, únicamente la niña había hecho algunas amistades con otras niñas del vecindario.

Su madre siempre le preparaba alguna sorpresa: un paseo cada vez por una zona distinta de la ciudad, una tarde al cine, aparte de un programa de visita a los numerosísimos monumentos de la ciudad. Esto último dos veces al mes porque todas las semanas hubiera sido muy aburrido sobre todo para la niña.

Su hija creía que Agostina trabajaba en una tienda de ropa. De hecho, la madre solía hacer allí sus compras y además una de las dependientas de confianza era amiga suya y estaba en el secreto. Si alguna vez se había visto obligada a acercarse con su hija al establecimiento donde también había ropa de niña, su amiga y demás dependientas la trataban como de la casa, de modo que la niña estaba totalmente convencida de que su madre trabajaba allí. No hubiera sido necesario comprobarlo, por otra parte. Bastaba que su madre lo dijera para que ella no lo pusiera en duda.

Bianca, embarazada, había sido expulsada de su casa con 17 años porque sus padres no podían resistir la vergüenza en el vecindario. Ocultando su embarazo consiguió trabajar en un club hasta que se dieron cuenta los dueños. Aun así, gracias a la presión de algunos clientes que las preferían embarazadas, continuó durante unos meses, hasta que la falta de cuidados, la mala alimentación y la peor vida, le provocaron el aborto.

31.
La historia de Berta parecía sacada de la ficción. Rica heredera de una poderosa familia del norte, había decidido, contra la voluntad de sus padres, ingresar en una orden religiosa. Tras varios años en el convento, lejos del mundo exterior y sin apenas contacto con su familia, la tentación llegó cuando el anciano capellán del monasterio fue sustituido por un sacerdote de origen senegalés cuyos estudios en Roma le habían sido pagados por la orden de la Merced. Acabados los estudios y correspondiendo a la generosidad de la orden religiosa, le ofreció sus servicios pastorales durante dos años.

Berta que había sido insensible a las súplicas de su familia, experimentó un cambio radical con la llegada de Cheikh. El témpano de su corazón comenzó a fundirse en presencia de aquel joven sacerdote negro de grandes y profundos ojos, de labios carnosos, de caminar de gacela.

Con la misma determinación que había abandonado la casa paterna para enclaustrarse en el convento, una noche, todas las hermanas ya en sus celdas, salió sin sus hábitos a la hora en que Cheikh acababa su jornada en el convento. La fuga había sido concertada con el capellán.

Una pensión a las afueras de la pequeña ciudad les sirvió de refugio. Al día siguiente, antes de que saltaran las alarmas en el convento, habían salido para Roma donde era más fácil mantener el anonimato. Así pasaron varias semanas. Hasta que los remordimientos de Cheikh hicieron tan insoportables sus relaciones diarias, todo el día juntos en la habitación o paseando a escondidas, que abandonó a Berta. Incapaz de volver al convento ni de pedir ayuda a sus padres, que la hubieran recibido con los brazos abiertos, fue buscando trabajo en hoteles y bares.

Dos camareros malintencionados, guiñándose los ojos, le indicaron un bar nocturno donde quizá podría encontrar trabajo. Ella, ingenua e inexperta, acudió aquella misma tarde. El bar no era otro que el club nocturno regentado por Angelo. Allí comenzó una nueva vida.

Angelo le recordaba a la madre priora y quizá prefería su trato directo, casi brusco aunque correcto, al retorcido y sibilino de la madre Filipa. En cuanto a sus nuevas compañeras no salía de su asombro. Le enseñaron todo: a peinarse, a vestirse, a comportarse… Sus muestras de cariño, hasta sus caricias, llenas de espontaneidad, sin malicia, tan distintas de aquellos roces intencionados llenos de erotismo inhibido de sus hermanas de religión.

Cuando Berta abandonó el convento no podía imaginarse que la principal fuente de recursos que permitía vivir con holgura a la comunidad e incluso aumentar el patrimonio inmobiliario, adquiriendo un viejo edificio anexo al suyo, era el narcotráfico. Las monjas recibían muchos encargos de costura para las cristianísimas damas de la ciudad.

Algunas de ellas estaban especializadas en repostería. Magdalenas y dulces que se vendían por toda la ciudad. Todo esto lo habían hecho desde tiempos inmemoriales, pero sin mecanización no podían competir en precios con los modernos hornos y métodos industriales que se habían impuesto en la sociedad civil. Sus ingresos eran mínimos. Casi lo comido por lo servido. Lo que casi ninguna de las hermanas sabía era que el plato fuerte de su supervivencia económica era una donación piadosa mensual entregada casi anónimamente a la madre priora del convento.

A través de la casa del portero y en unos sótanos clausurados muchos años atrás, una organización italo-americana tenía su discreta base de operaciones. Inicialmente la utilizaban como depósito donde guardaban la cocaína traída por grupos de cristianos de visita a Roma. En sus valijas, amparados en la inmunidad eclesiástica, viajaban no solo rosarios, biblias y otros libros piadosos, también pequeños paquetes de cocaína que multiplicados por los cientos de farsantes que mezclados con los fieles devotos, hacían al año su peregrinación a Roma, consiguieron una vía de trasporte fuera de toda sospecha. El portero, consciente del peligro a pesar de la coartada, no hacía ninguna ostentación de riqueza que iba guardando en su casa o escondiendo en los viejos pasadizos sellados que comunicaban en otros tiempos con la férrea clausura del convento. Su error fue confiarle bastante dinero a un pariente de su pueblo que adquirió más propiedades de las que sus ingresos le permitían. Ahí fue donde arrancaron las primeras sospechas de la policía que comenzó su investigación y tras un largo y discreto seguimiento acabó por encontrar la conexión con el portero. Centraron entonces la investigación en el portero y en el convento. Estudiaron con mandato judicial las cuentas bancarias de la comunidad, sus ingresos legales, sus adquisiciones, los abultados donativos anónimos y llegaron a la conclusión de que algo se tramaba en el convento o al amparo del mismo.

En contacto con la policía colombiana comenzaron a estudiar el perfil de las excursiones religiosas que, poco frecuentes y muy reducidas al principio, habían aumentado la frecuencia y el número de visitantes. La conclusión era clara: algunos de los viajeros acudían efectivamente guiados por su fe religiosa pero había muchos otros cuya piedad y prácticas religiosas eran desconocidas en las parroquias de origen. Los propios curas estaban sorprendidos del inusitado crecimiento del rebaño pastoral. Cuando consiguieron averiguar las conexiones de algunos de aquellos conversos con los carteles no les quedaba duda de que se trataba de una organización tapadera.

A partir de estos datos les resultó bien fácil desmantelar el negocio.

El portero, sus socios y su pariente fueron juzgados y condenados y aunque el escándalo sumió en la vergüenza al convento, las hermanas quedaron absueltas de toda responsabilidad pues ignoraban, según el veredicto, todo el entramado del que ingenuamente se habían beneficiado.

Fue Ricardo, conocedor de su historia, quien le había proporcionado la información.

Después de todo, Berta había tenido la suerte de dar con aquel club de alterne. Otros son un infierno. Allí pasó una larga temporada y le costó mucho despedirse de sus amigas cuando tomó la decisión, de regresar a casa, enterada de la grave enfermedad de su padre.

Era ya otra mujer. Ahora sí podía enfrentarse a la hipócrita sociedad que representaba el entorno de su familia. Ahora podría mirar a los ojos a todo el mundo sin que nadie, ni los más cínicos, pudieran ruborizarla con sus finas groserías. Ahora se encontraba preparada para hacer de su vida lo que quería, lo que siempre había hecho desde que bajó las escaleras de su casa para entrar en el convento cuando sólo tenía 17 años.
Con 25 recién cumplidos se sentía con fuerza y experiencia para volver a empezar.

Concetta estaba casada contra su voluntad con un joven violento, pariente de unos amigos de sus padres, porque sus tierras eran linderas y proyectaban juntarlas aumentando el valor del patrimonio. Harta de los malos tratos y sin amor de por medio, un día abandonó el hogar y el pueblo y, huyendo, se refugió en la capital que la acogió en un local de carretera donde los camioneros paraban a vaciar su aburrimiento y la borrachera. Ahora había subido de categoría y se encontraba allí con Bianca, María, Cintia…

La lista es interminable.

El joven de la gabardina oscura mantenía informado al napolitano.

Hacia las tres de la madrugada salió Ricardo del local, acompañado por el encargado y esperaron juntos en la puerta hasta que llegó el taxi que lo condujo a su casa.

Cuando el napolitano tuvo noticia de su recorrido desechó toda posible sospecha sobre Ricardo y se alegró de haber comprobado su confianza.

32.
Un correo en clave hizo llegar su información a primera hora del día a su contacto. Cruzadas todas las informaciones conseguidas más las que ellos habían obtenido por diversos procedimientos, elaboraron un informe que evidenciaba las conexiones entre el grupo inmobiliario promotor del proyecto y los asesinos de Eliana.

La hija del concejal, muerta en extrañas circunstancias, era la víctima del chantaje al que habían sometido a su padre.

Esos eran los papeles que la policía encontró en el bolsillo de Vasile en la capilla Sixtina.

La propia policía, que apenas había movido un dedo cuando el padre de la víctima y sus compañeros presentaron denuncias rechazando la versión oficial de los hechos, se vio obligada a hacer públicos los papeles que activaron la espoleta del escándalo.

La prensa local y nacional se hizo eco del caso y crearon un ambiente de repulsa ciudadana.

Una ola de indignación recorrió las calles de Roma: manifestaciones convocadas vía móvil, universitarios, asociaciones de vecinos, gritos contra la policía y concejales. En la fachada de las iglesias gemelas de la plaza del Popolo apareció clavado un cartel con una sola palabra; “¡Cómplices!” Y el anciano vicario que había hecho llorar a Eliana en su bautizo derramó unas lágrimas por ella.

El nerviosismo y la excitación se mezclaban aquellos días entre los promotores del proyecto, por la proximidad de la votación en el Ayuntamiento y los pequeños problemas del camarero, del librero atropellado, del cura asesinado y la estudiante de periodismo.

Los tribunales, asentados en el lugar donde surgió el Derecho Romano que ha permitido durante siglos la convivencia en la vieja Europa y se ha extendido por el mundo civilizado, siempre atestados de legajos, con años de retraso en la atención a problemas que no pueden esperar porque afectan a la vida diaria de muchos ciudadanos, esos tribunales, presionados por la movilización tomaron, excepcionalmente, el caso entre manos, pero la falta de pruebas, todo eran conjeturas, hizo que el caso se cerrara sin culpables. Es verdad que algunos miembros del jurado, sensibilizados por la tragedia y la coherencia de los argumentos, se resistieron hasta última hora, pero finalmente se impuso el frío razonamiento de los profesionales que, en pro de la justicia y en defensa de la presunción de inocencia, no encontraron pruebas suficientes para implicar en la trama a sus autores, según el informe encontrado por la policía en el bolsillo de Vasile.

La movilización social, a pesar del veredicto judicial, y defectos de forma en el proceso de recalificación de los terrenos paralizaron el proyecto que una vez más fue archivado.

Resulta un sarcasmo que después de tanta crueldad y crímenes inútiles fuera un defecto de forma el que impidiera llevar a cabo por el momento los proyectos de aquella pandilla de criminales.

Los más directamente interesados en el proyecto, que eran los implicados en la trama, abandonaron de momento la batalla, satisfechos de haber quedado impunes, siendo los culpables de la paliza y los tres asesinatos.

Giuseppe y su mujer leyeron las noticias sobre el caso como si no fueran con ellos. Habían perdido la dimensión de la realidad.

Enloquecidos por el dolor, iban de un lado para otro ajenos al frío y a la ventisca. A cualquier hora del día o de la noche, no los distinguían, un café o una pizza. Las imágenes de la ciudad, las calles, las farolas, se superponían en sus retinas, incapaces de procesarlas y las mezclaban con la gente y los escaparates que iban reflejando su paso cansino, sin rumbo.

El Coliseo, los terrenos, las catacumbas, los primeros cristianos,……todo les daba vueltas en la cabeza.

33.
La organización tendría que aumentar la precaución porque en esta operación habían perdido a dos de sus miembros para descubrir la muerte de otra chica víctima de los mismos asesinos.

La libertad tiene a veces un precio muy alto. Aún es mayor el precio de la esclavitud. Estos últimos acontecimientos no iban a arredrarlos ni a meterlos en el agujero. Simplemente tenían que reflexionar en todo lo ocurrido y aprender de los errores. No era la primera vez que les pasaba ni sería la última. Aun así extremarían la precaución. Gianni, acostumbrado a muchas penalidades en su larga vida, encajó estas últimas con la sabiduría suficiente para no perder la calma ni poner el grito en el cielo. Las cosas habían cambiado tanto. Años atrás la lucha más fuerte era con los patronos y sus matones porque la iglesia siempre había estado ahí y se habían habituado desde niños a su presencia que trataban de esquivar o burlar o mediatizar. Ahora, la presencia de la mafia se hacía cada vez más insoportable, con la incorporación o colaboración de la variada mafia del Este. Sus métodos eran mucho más violentos que los empleados hasta entonces. Una sensación de indefensión se había apoderado de algunos sectores más sensibles de la población en contacto con ellos por asuntos de negocios. La gran diferencia es que estos tipos o resuelven las diferencias sobre la mesa o las resuelven a tiros en la calle o con una copa de cianuro o de polonio.

Los acontecimientos vividos recientemente por Gianni no eran nada nuevo para él. Desde que tenía uso de razón había vivido situaciones muy parecidas. Empezando por su madre a la que apenas conoció. La violencia, contenida o desatada, lo había acompañado a lo largo de toda su vida. Violencia sindical, normalmente limitada a palabras, amenazas; violencia política en los discursos y a veces hasta física, en algunas ocasiones los parlamentarios habían llegado a las manos en la misma sede del Parlamento; las grandes huelgas con algún muerto, secuestros y muerte de políticos como Aldo Moro, muertos de la mafia, rivales de otras bandas, jueces antimafia.

Se diría que Gianni, sensible defensor de los derechos de todo ser humano a vivir libremente, estaba bastante insensibilizado, sentimentalmente se entiende, a todas estas situaciones, inevitablemente trágicas para los afectados y sus familias.

¡Qué poco habían cambiado las cosas en su ya larga vida! Y si miraba hacia el pasado el paisaje no cambiaba nada. Curioso conocedor de la historia de su fraccionado país no recordaba ningún período libre de crímenes de todo tipo: pasionales, luchas por el poder, rivalidades de familias, herencias, fratricidios, control económico, grandes propietarios, nobles en lucha con la iglesia romana, obispos en busca de títulos nobiliarios y nobles en busca de obispados, la decadencia de la aristocracia y la ascensión de los ricos campesinos, el pobre campesinado, luchas entre patronos y obreros…siempre cambiando las cosas pero siempre manteniéndose las relaciones de poder y dependencia.

Las organizaciones clandestinas en la vida política, en las relaciones sociales, en los asuntos económicos…
Todo esto desde antes de que Cicerón consiguiera el puesto de gobernador de la Bética para enriquecerse y poder así pagar su campaña electoral para el Senado.

La frialdad de análisis y su visión objetiva de los hechos no le hacían perder de vista lo mucho que todo había mejorado desde la antigüedad. Aun así era obvio que la mayoría de los cambios había estado salpicada por el engaño, la apariencia, la simulación, los envenenamientos, las desapariciones…los intereses. “Poderoso caballero es don dinero” decía aquel poeta español, secretario del Virrey de Nápoles, cuando aún la corona española controlaba medio mundo.

Gianni sabía muy bien todo esto como para derrumbarse por los últimos acontecimientos que se habían llevado por delante a la inocente Eliana, a Marco y a Vasile.

De esta rica experiencia acumulada a lo largo de una vida dedicado a la actividad política, sindical, ciudadana y también a la lectura de la que extraía conocimientos esclarecedores, se alimentaba para sobrevivir con dignidad y entereza a todo lo que le había tocado vivir. Sabía que no podía cambiar el mundo, sí algo quizá su entorno, pero desde mucho tiempo atrás estaba decidido a cambiar su vida y combinar la acción y la reflexión entre los suyos con la firme decisión de saborear todas las posibilidades personales que le ofrecía la vida. Nada ni nadie le iba a privar de sentarse en una terraza soleada a satisfacer su sed con una cerveza fresca, espumeante y de ojear sin prisa la prensa y de pasear entre la gente volviendo a admirar una vez más esos edificios, esas calles que le habían acompañado, mudos, durante tantos años.

Se podía decir que Gianni estaba contento con su vida. Después de todo había hecho lo que había querido. Aunque no se pudiera decir que era un hombre feliz porque quizá eso sea imposible para la condición humana. Como si pretendiéramos que un árbol caminara.

Su pequeño piso en el viejo Trastevere cerca de St. María había sido testigo de muchas aventuras amorosas que, como las estaciones, se habían ido sucediendo. Algunas, pasajeras, apenas habían dejado rastro. Otras, más duraderas, se perpetuaron en cuadros, libros, fotos, colgadas por las paredes u ordenadas en las estanterías de su estudio, donde, libre de televisiones, se entregaba a la lectura mientras a veces escuchaba música clásica. Para la música moderna se limitaba a abrir la ventana y le subían de la calle las melodías del momento.

Rosmina era su más asidua visitante. Viuda de un íntimo amigo de toda la vida muerto 20 años atrás, era como si el mutuo amor que se profesaban los amigos se hubiera trasvasado a su esposa. Ella conservaba el atractivo que siempre había tenido y su compañía era como un desdoblamiento de su personalidad. Juntos paseaban, comían descansaban. Su presencia era un bálsamo para Gianni. ¡Cuántas veces habían recurrido uno a otro en momentos difíciles!

En los primero años, tras la muerte de su amigo, Gianni había ayudado a su familia en cuanto tuvo necesidad. Los tres hijos confiaban plenamente en él y Rosmina no podía encontrar apoyo más generoso que el suyo en aquellos difíciles años. Cuando ya sus hijos habían volado del nido familiar comenzó una relación más relajada entre ellos sin la sombra, siempre presente hasta entonces, del marido y amigo. Entonces, sin ningún complejo de traición, sus relaciones se fueron estrechando y casi sin darse cuenta se encontraron una mañana durmiendo juntos en el amplio sofá donde el sueño los había sorprendido conversando hasta la madrugada.

Fue algo tan natural que no supuso ningún cambio en sus vidas. Se veían cuando les apetecía. A veces fijaban un día para verse, otras se visitaban sin previo aviso. Cada uno conocía muy bien las costumbres del otro y les resultaba muy fácil encontrarse.

Su atracción, desprovista del apasionamiento juvenil, era mutua. Sus amigos los envidiaban. Disfrutaban, pensaban ellos, de las mejores relaciones posibles. Era frecuente verlos pasear junto al río, en una representación teatral, sentados sobre una piedra del Foro o cenando en una pequeña mesa con vela de cualquier trattoría del Trastevere.

Rosmina le recordaba mucho a su hermana Lucrecia a la que quería allá en la lejana Venecia como si estuviera a su lado. Lucrecia le recordaba otra historia muy distinta a las que había vivido en los últimos años. Todas se iban superponiendo y él se sabía hijo de todas ellas juntas. Formaban parte de su vida. Eran su vida. Habían hablado alguna vez de su futuro. Si todo seguía igual, cuando perdieran autonomía para vivir solos, independientes, como ahora, marcharían a una residencia donde poder seguir viviendo libres, sin las dependencias domésticas, limpieza, comida, ropa, compras,…

Gianni pidió incluso información en una recién abierta sobre una de las colinas de la ciudad. Disponía de habitaciones simples y dobles, amplios jardines, y sobre todo, una vista inmejorable sobre la ciudad a sus pies. Situada entre los jardines Borghese y la embajada española camino del Quirinal, ofrecía una gran panorámica de aquella ciudad testigo de sus azarosas vidas.

Desde aquellos lugares privilegiados porque la vista puede recrearse en las colinas y el complejo entramado de la ciudad, calles, edificios, tranvías, viandantes, parecía que el tiempo no hubiera pasado. Sí, algunas pequeñas modificaciones que se perdían en el olvido, y formaban ya parte de la ciudad de las siete colinas.

No sólo era un privilegio contemplar desde aquellos lugares la ciudad sino toda la historia escrita en sus piedras, en sus teatros, en sus termas, en sus templos y escalinatas, toda esa historia que sólo podían disfrutar completa las últimas generaciones que apenas habían dejado huella aún.

¿Cómo era posible la ingenuidad desde aquella atalaya que permitía ver ya al desnudo las motivaciones, ocultas en su tiempo, que habían marcado como surcos en la cara, el rostro de un pueblo durante siglos? Un rostro que podía ser de inquietante placidez como la Gioconda o de petrificadora mirada como la Gorgona.

Una ciudad en la que parecía fluir su sangre de la vena izquierda, veneno mortal, que había mantenido sus letales propiedades a lo largo de los siglos y aún las conservaba. Parece que los venenos no caducan. Una ciudad que había sobrevivido a gobernantes corruptos y pueblos serviles, a esclavos rebeldes y tribunos de inflamada oratoria, una ciudad en la que los sepulcros siguen siendo blanqueados y la inmundicia es, a veces, lo más decente que pasa por la calle, una ciudad ya como tantas otras con menos historia, la ciudad eterna.

34.
Alfredo Tresfuegos, en su cuarto, rodeado de periódicos, no daba crédito a las informaciones. Había estado, sin enterarse, en el ojo del huracán.

Desde su llegada a Roma había estado rozando el peligro sin sufrir el más mínimo rasguño.

De buena se había librado.

No quería imaginarse siquiera que el falso cura hubiera conseguido su propósito de proporcionarle los papeles del informe. ¿Qué hubiera podido hacer con ellos?

Hubieran ido por él sin duda alguna.

¿Y si los hubiera publicado? Su vida no valdría ni un centavo.

Ese mismo día, antes de comer, se dirigió a Fiumicino y cogió el primer vuelo disponible. Le daba igual el lugar. Madrid. Desde allí, el primer tren a Valencia. Mientras veía el cadencioso pasar de árboles y postes de la luz, ensimismado, le venían a la memoria algunas imágenes del Senado Romano en la época de César y del castillo de Sant´Ángelo en la de Alejandro VI.

Siempre presente el acero.

Italia, pensaba, era todo un filón. Un mes escaso entre Venecia y Roma le habían proporcionado, primero una sorpresa inesperada, con viejos tientes literarios e intrigas amorosas, y poco después una trepidante y trágica historia de las que, según parece, abundan en estos tiempos en muchos países de los llamados desarrollados.

Es una triste historia la de Eliana, pero quizá haya que ir acostumbrándose. En Occidente, se entiende, porque en otras latitudes las muertes por el narcotráfico, el fanatismo, los ritos inhumanos y los fenómenos naturales son innumerables.

Como si los dioses de la mitología que se aburren de sus monótonas vidas celestiales siguieran abriendo la caja de Pandora y sembrando miserias en la tierra para ver algo excitante que los saque de su modorra.
En última instancia, como en aquel antiguo e incontrolable diluvio del que la propia Araru llegó a asustarse, o en los recientes terremotos, sunamis y volcanes en los que los hombres, como pececillos, son mecidos al ritmo del fuego, de la tierra o de las olas.

¡Con lo que a él le gustaba pasear por la ciudad!

Pocos habían sido los días que había caminado despreocupadamente.

Con lo que a él le gustaba perderse entre la gente, sentir su proximidad, su calor, su movimiento en distintas direcciones, y en el caso de Roma, sin la más mínima emoción, sin mirar siquiera las viejas piedras del Coliseo, del Foro, del Vaticano. Después de todo, pensaba, quien pasa todos los días de su vida por delante del Coliseo no puede pararse a admirarlo cada día como si fuera el primero. Quien ha visto desde niño el Panteón para ir a la escuela, no puede sorprenderse cada día que pasa a su lado para ir al trabajo.

Y recordaba al anciano: “Pero ¿dónde se encuentra la verdad?”.

Difícilmente podría olvidarse Alfredo Tresfuegos de aquel viaje.

Pocos días después retomaba las clases en el instituto y sus alumnos de filosofía se morderían las uñas tratando de discernir el método de búsqueda de la verdad.

San Juan de Alicante, 25 de enero de 2010.
José Luís Simón Cámara.