Historias de un pueblo fronterizo

Amistades rotas.

De pie, junto a la chimenea que este año no han encendido tanto como otros inviernos por falta de leña, la hermana de mi amigo, que otras veces me ha dado a leer sus memorias, casi ilegibles, para que se las corrigiera, me ha dado una hoja escrita a máquina y, como si fuera a resumirla, aunque se trataba de otro asunto, ha comenzado a contarme una historia sobre su hijo delante de su hermano al que yo había ido a visitar y que se levantaba de la mesa recién acabado de cenar. Serían las ocho de la tarde. De pie, como digo, en ademán de salida, como si lo que iba a contar fuera cuestión de minutos, ha comenzado la historia. Su hijo Miguel, nacido en Cieza, de una antigua relación con un viudo con peluquín y aficionado al claqué, del que acabó por separarse, ya tiene más de 30 años y, salvo breves períodos de trabajo normalizado, se ha dedicado y dedica, sobre todo, a abrirle las tripas a todo tipo de maquinaria, oficio no remunerado en el que ha conseguido ser experto. Arregla bicicletas antiguas, incluso les pone motor, y fabrica con elementos comprados o extraídos, aviones de vuelo teledirigidos que algunos fines de semana sobrevuelan el cielo del pueblo. El porche trasero de la casa, con puerta de persiana metálica, está lleno de motores de lavadora, ruedas de bicicleta, alas de los pequeños aviones, cadenas aceitosas, herramientas, y un sinfín de aperos de labranza, mulas mecánicas, remolques y otros instrumentos que su tío utilizaba años atrás en las labores de la huerta. Siempre que voy a ver a mi amigo, encuentro a su sobrino con dos o tres colegas suyos que le ayudan en sus trabajos o están sentados platicando o tomándose una litrona. He de decir que mi amigo, soltero empedernido, convive con su hermana y el hijo de ésta desde que regresó hace ya muchos años de su desafortunada aventura con el aficionado a los zapatos de claqué. Hasta aquí lo que yo he visto. A partir de ahora lo que ella me cuenta apoyada en el dintel de la puerta que separa la pequeña cocina del comedor.

“Uno de los amigos de mi hijo, que vive en la vereda de las palmeras y que ya lo frecuenta muchos años, al que tú has visto sin duda en muchas ocasiones, cuando has pasado por aquí, le dijo un día a Miguel:

– Miguel, ¿por cuánto arreglarías el coche de mi padre?

– Hombre, yo creo que entre piezas y trabajo podría arreglarlo por 50 euros.

El amigo llevó el coche al almacén de Miguel que comenzó a arreglarlo y, cuando ya solo le quedaba una mano de pintura, Germán, su amigo, le dijo:

– He pensado que no lo arregles y me lo llevo.

Miguel se quedó sorprendido de la actitud de su amigo que, a partir de aquel momento, no volvió a pasar por su casa, de la que antes no salía. Pasados dos meses se encontraron por el azarbe y se encararon.

– Oye, le dijo Miguel, ¿cuándo vas a darme los 50 euros?

– Ni te los doy ni pienso dártelos nunca y lleva mucho cuidado.

Miguel no conseguía entender aquel brusco cambio de actitud. ¿Qué había pasado por su cabeza? A partir de aquel momento cuando se veían lo amenazaba o lo perseguía en la bicicleta diciendo que se iba a enterar, que lo iba a matar. Finalmente llegó a ir a su propia casa, al porche donde tantas horas había pasado durante años y le amenazó allí mismo delante de los otros chicos:

– Te vas a enterar. Tú ¿qué te has creído?

Un día llegó Miguel a casa con hematomas y sucio de barro. Había llovido y se habían peleado junto al azarbe. Pero no paró ahí la cosa. Como conocía sus costumbres, de hecho no tenía secretos para él de tan amigos que habían sido, un día que Miguel iba por la vereda de la acequia, no sabemos si había avisado a la guardia civil o fue casualidad, Germán lo asaltó y tiró de la bicicleta, cogió un machete que Miguel, imprudente, solía llevar, y se lo aproximó al cuello a la vez que gritaba que lo llevaba encima porque lo quería matar. Algún vecino presenció las amenazas y los gritos y la guardia civil se los llevó a los dos al cuartel. Al rato soltaron a Germán y se llevaron a Miguel detenido por la posesión del machete. Pasó la noche encerrado y lo soltaron al día siguiente, previo pago de una multa de 200 euros por tenencia de armas. El lunes próximo hay un nuevo juicio. Dice la abogada que Miguel no corre ningún peligro pero es un juicio por amenazas cuando ha sido el otro quien en la calle, en su porche y delante de testigos ha amenazado varias veces de muerte a mi hijo”.

Yo no daba crédito a la historia que, abreviadamente relato, y se prolongaba de forma interminable. Mi amigo asistía de pie, junto a la mesa, sin decir una palabra, con su gorra americana de la que ahora no se desprende nunca, con ojos de asombro y creo que con la sensación de que es muy poco lo que se puede hacer contra el destino. Nunca su hermana se había explayado tanto contándome delante de él algo tan personal de su hijo. Mostrando perplejidad salgo con mi amigo al bar y él apenas balbucea:

– No vayas a decir nada en el bar.

Se toma un descafeinado y yo una copa de wisky. Cuando salimos del bar hacia su casa me dice que tuvo que sacar 400 euros para pagar la multa y tendrá que sacar más para pagar a la abogada. Por fin había encontrado la cartilla buena porque la última vez que había ido a la sucursal bancaria fue con la cartilla caducada y en qué se vio para que le dieran dinero y solo porque lo conocían. Mi amigo tiene 81 años y principio de Alzheimer recién cumplidos pero sigue sin cortarse las uñas de la mano derecha porque aún las conserva para rasgar la guitarra.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 26 de mayo de 2013.

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