Retazos. 8.

Viajar o “ser viajado”

Cuando te encuentras en España con gentes de orígenes tan lejanos y distintos como los polacos Agnieska y Robert, con su pelado de indio metropolitano, ausente unas semanas en el mar del Norte, girando embarcado en torno a plataformas petrolíferas con olor a brea y a vientos fríos.

Como Nefissa, regresando de su convulsa Argelia con un racimo de dátiles quizá rozados por las balas de la intransigencia,

Como Rait, de viaje en Estonia, acudiendo a la llamada del amor, que necesita combustible para no apagarse,

O Rachida que se apoya en las palabras como si saltara sobre piedras para cruzar un riachuelo.

Como Samia, inquieta buscando la atención médica necesaria para su padre que quiere visitarla y está aquejado de diabetes y con heridas gangrenables.

¿Y Tabib, la saharaui, que quiere, llena de colores, romper la dorada monotonía de la arena solitaria?

O Chou, menuda, haciendo presente la inmensa y populosísima China,

O el divertido Marco, desbordando italianidad por los poros.

O Abdulá, imponente y serena, que nos trae su tierra desparramada por los ojos.

¿Y el mastodonte georgiano que mueve su humanidad como un paquidermo y escribe con una diminuta letra de hormiga?

O la pareja silenciosa venida de los misteriosos bosques de Transilvania, donde emerge desde la bruma el castillo de Drácula.

O los persas de cuyos ojos cuelgan las historias de “las mil y una noches”.

O Colette, siempre los vecinos franceses confundiendo inevitablemente “ser y estar”, desde “estoy abuela” a “soy enferma”.

Cuando te encuentras con estas gentes no sabes bien si estás viajando a esos, en muchos casos, lejanos lugares, o si estás “siendo viajado”.

Como si tú fueras un pequeño trozo de tierra, lo que eres, llamémosle polvo o barro, por el momento animado, y gentes venidas de lejos te visitaran.

Marco Polo, al llegar a las tierras del Gran Khan en la lejana China, se sorprendía viendo cómo sus gentes bebían vino de arroz o curaban la sarna de las caballerías frotando sus heridas con un líquido viscoso[1] que recogían en grandes charcas y servía también para calentar la comida bajo las perolas, a la vez que sorprendía a aquellas gentes que observaban con curiosidad las, para ellos, raras facciones de su cara, sus costumbres y ropajes.

Así yo no salgo de mi asombro observando la variedad de rostros, de gestos, de sonidos, de formas tan distintas de pronunciar los mismos sonidos que yo creo tan claros y precisos y son para sus órganos bucales, habituados a otros sonidos, a otras modulaciones, tan difíciles de pronunciar por más que yo, exagerando los movimientos de labios, lengua y dientes, intente hacérselos sencillos.

La presencia simultánea de todas estas gentes forma como un arcoíris multicolor, lleno de matices, de visiones, de acentos, de ropajes, de aspiraciones, de esperanza, de nostalgia. Y todo eso destila como un perfume que se extiende por el espacio que compartimos hora y media dos veces por semana mientras van aprendiendo con mi ayuda la lengua de Cervantes. Es la clase de español para inmigrantes.

San Juan, 15 de diciembre de 2016.
José Luis Simón Cámara.


[1] El  petróleo.

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