Comunicado de wasap. Enviado por mi hermano.

“Ha muerto la tía Antonia del tío Porfirio”

Porfirio era hermano de mi madre. De los trece hijos de mis abuelos Nemesios, Porfirio era el antepenúltimo, Rosita la penúltima y Mensito el último. Por razones de edad sus relaciones eran más estrechas que con el resto de hermanos. Con Isabel, por ejemplo, 25 años mayor que mi madre, tenían una relación casi materno-filial. Porfirio me contó en más de una ocasión la historia del anillo. Siendo Rosita una jovenzuela perdió un anillo de oro. Pasaron los meses y no aparecía. Un día Porfirio se bajó los pantalones en medio del huerto, entre los naranjos, donde se acostumbraba hacer las necesidades fisiológicas, aún no había retrete entonces en las casa de la huerta, y mientras pasaba el tiempo se entretenía golpeando los tormos con una ramita seca de naranjo. Entre la tierra desgranada del tormo apareció brillante el anillo. Quizá alguna gallina o pavo que campaban a sus anchas lo había trasportado en el pico o pegado a una pata, quizá el agua del riego lo había envuelto con la tierra….

Mi tío Porfirio con apenas 55 años fue atacado por el mal del siglo XX; un tumor maligno en el estómago se lo llevó tras meses de dolores. Recuerdo cómo su hermana Rosita, después de sus clases con los niños en la escuela, era la única de los trece hermanos que había podido estudiar, iba casi todos los días a hacerle compañía, a aliviarle sus dolores.

Hoy, esta tarde, casi 50 años después de la muerte de Porfirio, es el entierro de Antonia, su mujer. No hay dramatismo por su muerte. Ya tiene noventa y siete años. Sí hay una tensión latente. De sus cuatro hijos solo hay dos presentes. Una chica y un chico. El tercero, tan aparentemente lleno de salud con aquellos puros que se fumaba, murió del mismo mal que el padre hace muchos años. Aquella mujer que saludé sin reconocer, envejecida, ¡había pasado tanto tiempo!, era su viuda. El mayor desapareció hace ya veinte años abandonando a su mujer y a sus hijos el día siguiente a la boda de su hija mayor. Aprovechando la noche ha venido a ver a su madre alguna vez a lo largo de estos años. Nadie más lo ha visto en el pueblo. No ha venido al entierro. Al menos nadie lo ha identificado. Sabéis que se cuentan historias de presencias nunca descubiertas utilizando disfraces. ¡Estamos tan cerca de carnaval! Ya en el cementerio el ritual de siempre. Algunos allegados llevan a hombros el ataúd hasta el nicho. El sepulturero, pantalones y camisa manchados de yeso, rodeado del saco de yeso y el cubo de agua, cigarro en los labios entornando los ojos para esquivar las volutas de humo, desclava con rudeza la cruz de la tapadera de la mortaja y la abre. El cadáver está a la vista. Entonces el sepulturero saca una bolsa de debajo de un plástico, la levanta y, con cuidado, la deposita a los pies del cadáver a la vez que dice: “Aquí tienes a tu amor”. Se trataba de los pocos huesos o restos que quedaban de su marido. Delicado y tierno comentario de quien segundos después empuja con brusquedad el ataúd en el nicho donde algún obstáculo dificulta su deslizamiento. Mientras lo tapia con el yeso y la pala sus palabras resuenan suspendidas en el silencio de los presentes evocando recuerdos lejanos.

San Juan, 7 de febrero de 2018
José Luis Simón Cámara.