Reencuentros. 2. Roncesvalles.

Después de muchos años sin hacer el camino de Santiago, el aburrimiento es capaz de corroerlo todo, hemos vuelto a hacerlo algunos de los supervivientes. En sentido simbólico lo digo porque la mayoría no ha vuelto a las andadas no por otras razones que no fueran una fascitis plantar, una prótesis de cadera, una cerradura que nos oculta a otro tras la puerta, o la desaparición en las islas del nacido, como Lázaro, junto al Tormes.

Fue en 2003 cuando aburridos de tanto entretenimiento, dejamos de repetir el camino que habíamos hecho desde 1992 cada dos años. Cada vez hacíamos uno de los 3 tramos en que lo habíamos dividido: Roncesvalles-Burgos, Burgos-León, León-Santiago. En esos años habíamos cubierto ya dos veces los 800 kilómetros del trayecto. Las carpetas llenas de fotos, diarios, compostelanas dormían durante largos años guardadas en las estanterías junto a las que guardan los cuadernos de los alumnos, los programas y los libros que nos han acompañado curso tras curso.

Fue en 2017, catorce años después, cuando uno de los peregrinos, nunca hemos dejado de vernos de vez en cuando para cenar y pasear por la ciudad, lanzó el guante. La verdad es que fue en una comida de las que solíamos hacer, y seguimos haciendo, casi todos los martes, José Luis Zamora, Paco González, Manolo Martínez y yo mismo. Cierto que Paco estaba un tiempo sin acudir porque fue el que quedó encerrado tras la puerta de su casa y durante dos años hemos dejado de verlo, aun así contábamos con él aunque no era fácil contactarlo.

Después de tantos años insensibles al camino, comenzamos a experimentar cierto cosquilleo hasta que volvió a entusiasmarnos nuevamente.

Salimos de Alicante por la mañana y al atardecer ya en Zubiri. A lo lejos Los Pirineos, ahora ya sin los Land Rover de la guardia civil alineados en la calle, como aquel año, 1994. Poco después de entre la niebla espesa emergía el ciclópeo monasterio de Roncesvalles. Creíamos que no habría dificultad para alojarnos. Estábamos equivocados. Las 250 plazas ocupadas. Cuando dejábamos las mochilas bajo las arcadas un monje se acercó a nosotros y nos dijo que lo siguiéramos. Ya alejados de la aglomeración de peregrinos que no cesaba de llegar indicó un punto en una esquina del patio donde nos citó una hora más tarde. Salimos hacia el bosque bajo una fina lluvia en busca de alguna vara de avellano como habíamos hecho hacía años. No conseguimos encontrar ninguna que nos acomodara, o estaban torcidas o muy gruesas, lo intrincado de la vegetación, la alambrada, la maleza mojada por la lluvia….

Nos estaba esperando en el punto de encuentro. Nos condujo a unas dependencias algo alejadas de los dormitorios más abarrotados. La verdad es que se agradecía porque buscábamos espacios más recogidos y menos bulliciosos. Había unas 6 literas y unos lavabos para un número reducido de peregrinos. Después de mostrarnos las dependencias retiró de su cabeza una especie de capucha que le cubría parte del rostro, la barba le tapaba el resto de la cara. La escasa luz del entorno nos había dificultado reconocerlo. Fue entonces cuando casi se nos caen los pocos enseres que llevábamos en las manos. Nos miramos incrédulos. Teníamos ante nuestros ojos a nuestro amigo Paco. Consciente de nuestra perplejidad hizo un gesto con el índice de la mano derecha sobre sus labios e intentamos controlar los impulsos efusivos casi inevitables después de tanto tiempo sin vernos. Una sonrisa o guiño achinado y una suave palmada a cada uno sobre los hombros junto a una leve inclinación de saludo. Para no despertar ninguna sospecha nos indicó el camino hacia el exterior y fuimos saliendo por un lateral del patio oscurecido hasta encontrarnos en los alrededores del monasterio. Nos encaminó hacia una especie de pérgola de madera disimulada entre la maleza y ya allí se exteriorizaron nuestros sentimientos y hasta los árboles se alborotaban sorprendidos de nuestras efusiones de cariño, de nuestros abrazos, de nuestros… no éramos capaces de articular nada con sentido, todo se iba en exclamaciones, guiños, besos, no dejábamos de palparnos como para comprobar que no era todo un espejismo, una alucinación. Afortunadamente estábamos los 4 y no podría atribuirse aquel encuentro a la enajenación ocasional de uno de nosotros, fruto del cansancio del largo viaje o del embrujo y magia del entorno o de la desorientación y densa niebla tras la lluvia que se alojaba en el ramaje del bosque lleno de helechos tan altos y frondosos que casi nos ocultaban de nosotros mismos.

 No, no fue mucho lo que discurrimos, sí bastante lo que hablamos pero tan atropelladamente que no sabría ahora concretar la línea de los discursos que mantuvimos. Una cosa sí era clara. Incomprensiblemente, dados su epicureísmo y su agnosticismo, se había dejado seducir por elementos hindúes en la búsqueda del nirvana, comunes a la tradición oriental y a algunas órdenes monásticas occidentales que basan la felicidad en el control de las pasiones para conseguir la ataraxia, un estadio en el dominio del deseo que permite el equilibrio y la ausencia de dolor o su regulación si se presenta. Varias veces desengañado en los campos del amor, de la política, de las relaciones,… había iniciado un nuevo camino que por el momento no le había aún decepcionado. Se encontraba y sentía, nos dijo, dueño de sus actos, dueño de sus sentimientos, dueño de sus pasiones. Alimentación justa, vida rodeado de aquellos bosques y el silencio de los claustros, habían conseguido llevar la paz a su corazón.

Nos acompañó ya de madrugada a los dormitorios y todos sabíamos sin necesidad de palabras que no volveríamos a vernos durante otro tiempo, quizá largo.

Ni el cansancio ni el amanecer lograron calmar el desasosiego que se había instalado en nuestro ser. Yo salí de la litera y me senté en el vestíbulo por donde vi pasar varias veces a Manolo en la penumbra de la noche mientras escuchaba los ronquidos del Pariente tamizados por la distancia.

A la mañana siguiente, casi a la hora en que por las copas de los árboles irrumpían los primeros rayos de sol, comenzamos a caminar y no salió ni una palabra de nuestros labios hasta después de haber dado muchos pasos.

Para los incrédulos doy testimonio de que todo lo que cuento ocurrió en el paso de los últimos días de Agosto a los primeros de Septiembre del año 2.017. Y tengo testigos que lo vieron con sus ojos y pueden atestiguarlo.

San Juan de Alicante, 27 de julio de 2018.
José Luis Simón Cámara.

Reencuentros. 1. Lovaina.

No me lo podía creer cuando, por pura casualidad creía yo, me iba encontrando en esas ciudades que he visitado a los amigos que yo, con perdón, y todos, creíamos que ya habían muerto. Estábamos en un error, en un gran error. Me los he ido encontrando por ahí en otro tipo de vida. Sí, sí, vivitos y coleando. Era tal el aburrimiento al que, según me fueron diciendo, habían llegado, que ninguna pena era superior a la de seguir la misma rutina de tantos años. Y lo mejor que se les ocurrió fue quitarse de en medio, así como suena. En algún otro viaje anterior había creído ver la sombra, el aire, los ademanes de alguno de los amigos desaparecidos, pero siempre lo atribuía a esos destellos producto de la añoranza que ni siquiera el paso del tiempo es capaz de atenuar. Pero en este último esa presencia fugaz, cruzando un callejón poco iluminado o reflejándose su figura en el escaparate recién rebasado o una cadencia del movimiento de sus brazos, un giro de cabeza, se han materializado físicamente ante mis narices. Me los he encontrado en los lugares más impensables pero a la vez más explicables. A uno de ellos, buscando la estatua de Erasmo de Rotterdam en las proximidades de la universidad de Lovaina, me lo he encontrado sentado en una cervecería discutiendo con unos estudiantes mientras se mesaba la larga barba negra y con su mano abierta como un peine se arreglaba la cabellera, los ojos encendidos, la palabra apasionada…. No, no lo entendía porque hablaban en flamenco. ¡Claro que lo había aprendido! ¡Cómo podría él vivir sin dominio de la lengua que ha sido siempre su arma más preciada! Cuando me vio aparecer saltó como impulsado por un resorte a pesar de sus kilos, aunque había mantenido el aspecto de los últimos años cuando por razones de salud cuidaba más su peso, y se echó a mis brazos besándome como si quisiera recuperar todos estos años en blanco. ¡Qué podría contaros de todo lo que nos hablamos y abrazamos, de todo lo que sentimos y recordamos hasta altas horas de la madrugada, como le había gustado siempre a él!. Y le seguía gustando como tuve la oportunidad y el inmenso e inimaginable placer de poder comprobar volviendo a repetir aquellos encuentros inolvidables ¡Quién lo iba a decir, precisamente en Lovaina, aquella ciudad donde yo había querido ir hace más de 50 años a estudiar sociología siguiendo la estela del cura-guerrillero colombiano Camilo Torres! Pues sí, allí me lo encontré como si tal cosa, como si hubiera vivido allí toda la vida. Y no lamentaba el pasado, al contrario, lo recordaba con agrado, pero tampoco lo echaba de menos. Era simplemente otra época de su vida, otra parte de su vida, tan intensa y excitante quizás como ésta, pero ya pasada. El sueño debió caer sobre nosotros después de tantas horas, después de tantas emociones. Cuando desperté Alfredo había desaparecido. Sí, se trataba de Alfredo Santo Juan. Y entonces recordé que cuando lo vi por última vez hace ya 12 años en el tanatorio de Valencia, tumbado en el ataúd, no parecía muerto, más bien parecía que estuviera simulando su muerte sin poder disimular un amago de sonrisa, oculta tras su barba, al comprobar por nuestro dolor que su representación era inmejorable, que su representación no tenía nada que envidiar al mejor elenco de profesionales del teatro. Ahora lo entendía todo. Ahora encajaban todas las piezas. Y todo gracias a la cancelación del vuelo de regreso y la inevitable prolongación de la estancia en Bruselas. Porque ésa fue la causa de la visita a Lovaina.

San Juan, 25 de julio de 2018.
José Luis Simón Cámara.

Estampas urbanas. 1. La pensión.

Siempre que iba a la capital tenía allí reservada la habitación. No era muy grande ni ostentosa pero un pequeño balcón sobre la plaza le daba más amplitud de la que realmente tenía. Además estaba aquella mujer. Antes de salir, el encargado quiso enseñarme las mejoras que habían hecho en la terraza, hasta entonces bastante descuidada. Yo tenía que ir a un pueblo de la periferia donde había encargado unas medicinas. Solo podía ir en tren. Nunca me llevaba el coche cuando iba a la ciudad a pasar unos días. Eran las 17.50 de la tarde y el anciano que me atendió me dijo con cierta impertinencia, pues no sabía nada de mí, únicamente que era forastero, que o cogía el tren de las 6 o me quedaba en tierra. Ya no podría comprar la otra medicina por falta de tiempo, además prefería hacerlo en la farmacia de la ciudad donde me podían cuidar el pájaro del posadero que no era precisamente un ornitólogo pero sí le gustaba adornar el luminoso vestíbulo de la pensión con el multicolor canto de un jilguero o de un canario. Regresaría a la ciudad, llegaría a la farmacia donde comprar la medicina que necesitaba y trataría el tema de los pájaros que en realidad era al dueño de la pensión al que le interesaba. Aceleraría las gestiones para volver a la pensión donde esperaba verla. No sabía nada de ella. Ni siquiera su nombre. A pesar de que no era la primera vez que nos cruzábamos. La verdad es que uno de los atractivos de la pensión, aparte de su céntrica situación cerca de la Puerta del Sol pero en una calle menos ruidosa y concurrida, era la discreción del personal en general: huéspedes y anfitriones. Nadie sabía nada de nadie. Y si lo sabía lo ocultaba como si no lo supiera. Bastante morena, en torno a los 40 años. No necesitaba abrir la boca para saludar. Me refiero a lo estrictamente necesario: “Hola”, “Buenos días”, “Hasta luego”. Un movimiento de sus ojos, una leve inclinación de su cabeza, la imperceptible separación de sus labios para dejar entrever los dientes blanquísimos y militarmente ordenados, hacían innecesarias las palabras. Desde la primera vez que la vi ya nunca me pasó desapercibida. Después de dos o tres estancias en que coincidimos en la pensión llegó a ser uno de los estímulos para que volviera a la capital. Siempre iba para oxigenarme, cambiar de aires, recorrer aquellos lugares que guardaban tantos recuerdos para mí, ponerme al día en la oferta cultural y sobre todo pasear sin rumbo por aquellas calles con sus viejas bodegas y algunos versos grabados en el asfalto. A partir de las primeras coincidencias con aquella dama quizá fue ése, aunque me cueste confesarlo, el principal motivo que me hacía encontrar un hueco para desplazarme unos días a la ciudad. Cada vez con más frecuencia. Mis viajes a la ciudad siguieron periódicamente sin un plan preconcebido. Pasaban los meses como pasan los vehículos por la carretera. Cuando se iba acumulando la monotonía crecía la inquietud hasta que se desencadenaba el ansia de escapada. Y la que tenía más a mano era la de la ciudad. Aquel viaje ya no la vi. Ni siquiera pregunté por ella. Era como un secreto. Un secreto de verdad. Porque no habíamos cruzado una sola palabra en todo el tiempo que habíamos coincidido. Era solo la mirada, el gesto, la disposición de las manos, de sus piernas cruzadas en mi presencia. Y así en dos ocasiones más. Cuando fui por tercera vez a la pensión, ya sin verla, después de varios meses, no hizo falta preguntar por ella. En la puerta de la habitación que ella solía ocupar había clavada una nota necrológica. “Después de periódicos y prolongados tratamientos oncológicos la Señora, todos sabéis a quién me refiero,(ni siquiera ponía su nombre), no ha podido superar el cáncer de hígado que la aquejaba desde hacía tiempo. Aquí tuvimos el honor de alojarla”.

San Juan, 15 de agosto de 2018.
José Luis Simón Cámara.

Lavaredo Ultra Trail (22-Junio-2018)

Lavaredo Ultratrail y la conquista de le tre cime

Llegaba preparado, tanto físicamente como mentalmente, esta vez y no como en otras ocasiones, con tiempo para poder aclimatarme, además con mi mejor amuleto…, mi familia, saber que tus hijos te esperan en meta es una gran arma motivadora, conmigo y durante la carrera, Pablo Molina, compañero incondicional durante muchas semanas de entrenamiento. Todo preparado, todo cuidado y todo el arsenal desplegado, esta vez no podía salirme mal.

Llegaba el día D, recogíamos los dorsales por la mañana y nos apresurábamos a volver al alojamiento para comer, preparar el material y descansar todo lo posible, hasta la hora de la salida.

Por la tarde partíamos para Cortina, listos y preparados para la gran cita. Cenábamos en la Pasta Party y más tarde nos despedíamos de nuestras familias para unirnos con el resto de los corredores en la salida. Se oía la “muerte tenía un precio”, solo esperaba que aquella canción no presagiara un fatal desenlace…, nos deseamos suerte y esperamos unos segundos, hasta que el reloj de la plaza principal dio las 23:00 horas. Se iniciaba la carrera…, el público agolpado a los lados de la calle, estrechaba cada vez más nuestro paso… y casi entorpecía nuestro trote. Asombrados… los gritos de la gente y los aplausos nos llevaban en volandas hasta las afueras del pueblo.

Poco a poco y con un ritmo muy tranquilo dejábamos atrás Cortina, a través de un camino de tierra y después de unos pocos kilómetros nos agolpábamos en la primera subida. Era imposible correr, el paso de 1400 corredores reducido a menos de 2 metros. Comenzamos a subir por un tortuoso zig-zag, hasta alcanzar la primera cima. Me di cuenta de que algo no iba bien con una de mis botellas de hidratación, la camiseta estaba mojada…, lo peor, los 4 grados bajo cero que alcanzaríamos durante la noche.

Tocaba la primera bajada, descenso muy tranquilo, hasta llegar al primer avituallamiento. Allí me di cuenta de que el menú propuesto por la organización de carrera no iba a ser de mi agrado… era el km 16.

Volvíamos a subir, esta vez nuestro siguiente pico era “Son Forca”, el frío y la noche se echaba totalmente encima de nosotros. Los kilómetros se sucedían uno detrás de otro, volvíamos de nuevo a bajar y al llegar al siguiente avituallamiento, me di cuenta de que la botella, con la válvula rota, era mejor prescindir de ella…, así que decidí apañarme con una solo botella y guardarla en la mochila.

Comenzábamos uno de los grandes ascensos de la carrera desde el lago de Misurina y posiblemente una de los más espectaculares, las tres cimas de Lavaredo. El día comenzaba a despuntar llegando al lago, el angosto ascenso nos conduciría en primer lugar al refugio de Auronzo y posteriormente pasaríamos por una pequeña y coqueta ermita cerca del propio refugio. Un cafe e latte y un pastel de manzana que me tomé en el refugio me reconfortó, mi estómago también lo agradeció.

Comienzo el descenso, desde las propias tres cimas, es el punto más alto, me encuentro muy bien y puedo bajar a buen ritmo. Unos kilómetros de vía verde nos conducen al kilómetro 66 (Cimabanche) rebasamos el ecuador de la carrera. Punto kilométrico donde tenemos La bolsa de vida, Pablo se echa un poco en la hierba detrás de la carpa del Avituallamiento a descansar y yo aprovecho para cambiarme de camiseta y recargar pilas. Salimos de nuevo, no sin antes tomarnos un café en un bar que había justo al lado de la carpa.

Antes de cruzar la carretera, vemos algunos corredores que han decidido tirar la toalla, tomamos un camino que sube de nuevo, entre la vegetación alpina algún que otro arroyo cruza delante de nuestros pasos. Poco a poco nos adentramos en un barranco, pedreras y bloques caóticos adornan el serpenteo de un río con abundante agua, más arriba nos tocará cruzarlo a través de un puente improvisado con el tronco de un árbol, llegamos al refugio de Forc Lerosa, algo ha pasado puesto que después de dejarlo y seguir nuestro ascenso, vemos cómo el helicóptero de rescate se aproxima y aterriza en las cercanías. Continuamos haciendo cima, no hay vegetación, las vistas son espectaculares…alta montaña.

Bajo por una senda que se transforma en un camino bastante ancho, y sigo bajando hasta el próximo avituallamiento (Malta Ra Stua), me sigo encontrando muy bien, tanto físicamente como mentalmente. Mientras como, espero a Pablo, aunque el viento frío hace que al rato me encuentre incómodo, me levanto dispuesto a arrancar, pero espero un poco más, al final salgo caminando y a lo lejos veo que llega Pablo, lo llamo y me dice que continúe. Aquí empieza mi segunda carrera.

Comienzo de nuevo a subir, me sigo sintiendo bien, los kilómetros no hacen mella, aunque esta última parte de la carrera será brutal y nada que ver con los 90 km que llevábamos hasta el momento.

La primera subida, hasta Col de Bois “pica”, casi 1000+ de golpe, pero supero con creces la primera embestida, bajo hasta Col Gallina. Los paisajes son preciosos y quizás y sin saberlo sean parte del motor que me sigue empujando.

A partir de ahora empieza la parte más técnica de la carrera. Pero siendo Alicantino, me vienen a la mente carreras como la Perimetral a Benissa, Botamarges o incluso el antiguo desafío lurbel…, no me da miedo y efectivamente no llega a la altura de estas… al poco estaba en el refugio de Averau, un lugar donde sería capaz de pasar mucho tiempo contemplando ambos valles.

Una bajada por un camino fácil y saludo a uno de los fotógrafos oficiales de la carrera, son españoles, dan ánimos, siempre viene bien. La organización nos hace salir del camino para subir una senda que termina en un altiplano con mucha roca y bloque caótico, me recuerda a mi querida marina alta…, sigo pasando a gente y las piernas siguen con muy buen tono.

Afronto la última bajada, más de 12 km, donde tengo que dejar en esta, toda la altimetría hasta llegar a Cortina…, los 3 primeros kilómetros son fáciles, tanto que me permito el lujo de bajar el ritmo por debajo de los 5 min…, no paro…, ni siquiera en uno de los avituallamientos y continuo.

La senda se empina cada vez más y es un romperodillas…, comienzo a notar cargadas las piernas, pero mi cabeza ya no para y continúo bajando bastante fuerte. Veo a alguien con un tatuaje de UTMB en una de sus piernas y me reconforta pensar que soy todavía capaz de seguir a este gran tipo después de esa gran azaña conseguida, al final lo consigo pasar y continuo. Ya puedo ver el pueblo, me tomo mi último gel …, que es pensar en mi familia, mejor sin duda que todos los que puedas probar de cafeína, doy la vuelta a la calle, subo y comienzo escuchar a la gente dándome alientos de ánimo en Italiano ¡¡“forzaaaa”!!

La meta está cerca, ¡¡ ahora siiii!! los sentimientos a flor de piel, mis hijos me llaman, el mayor sabe que estoy un poco teniente…, me llama por mi mombre y los veo. ¡Paso cerca de ellos y los cojo de la mano para cruzar meta!

Elías

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