A una vieja dama.

Eres como una vieja amiga herida.

Cuando tanta gente pone el grito en el cielo, cuando tanta gente se conmueve, no solo del pueblo llano sino también de los grandes de la tierra, de los poderosos, de los que deciden el destino de la mayoría, cuando todos se lamentan por la pérdida o amputación de algo que consideras muy tuyo, es como si se te quitara la gana de sentir tú también dolor, tú que la has considerado tan tuya que parece dejar de serlo al pertenecer a todos.

¡Cuántas veces he merodeado por tus alrededores, por la gran explanada desde la que se contempla tu impresionante fachada, las dos torres truncadas, tan perfectas, tan sólidas que parecen eternas, vistas a todas horas del día y de la noche porque más de una vez he dormido en uno de sus bancos a tu sombra!

¡Cuántas veces he dormitado a la hora de la siesta en los jardines de tu espalda!

¡Cuántas veces he paseado por los pasadizos bajos de la ribera izquierda contemplando tu imponente figura de la que, como una cabellera, cuelgan sobre los muros del río esos largos adornos vegetales!

¡Cuántas veces he quedado extasiado observando tu techumbre tachonada de la luz de los rosetones mientras escuchaba la música de tu órgano escondiéndose por las bóvedas asustadas!

¡Cuántas veces, después de escuchar música de jazz por los concurridos tugurios de la cercana calle Saint Jacques me he refugiado en tu silencio buscando soledad!

¡Cuántas, si no tantas alguna, he arrancado besos contra tus si pétreas y duras columnas, blandas como algodón a mis envites!

Eras como una gallina clueca con sus polluelos cuando Pinki y yo con el largo y viejo abrigo marrón de mi padre íbamos a tu alrededor pidiendo una limosna por el amor de dios para después comprar una botella de vino y bebérnosla a tu sombra o bajo algún puente junto al río en el que descalzos nos refrescábamos los pies.

Eras lo primero que enseñábamos a los amigos recién llegados a París, mucho antes que la torre Eiffel, o Montparnasse con sus jardines o Montmatre y el blanco Sagrado Corazón con sus plazas donde aún siguen los pintores o Pigalle, atractivo, con sus Moulins Rouges y todo el arco iris de colores que deambulaba por las calles “faisant le trottoir” o los buquinistas, esos vendedores de libros viejos y postales junto al río que cerraban con llave sus tiendas chepadas de madera.

Sí, siempre eras la primera en enseñarte a todo el que llegaba por primera vez.

Has sobrevivido tantos siglos al paso del tiempo: guerras, hambrunas, tormentas, inundaciones, abandono, ataques, amores, odios, acosos,… y ahora, una sola chispa ha prendido la hoguera que casi acaba con tu larga vida.

Has cobijado a tanta gente, a tantas generaciones, sin mirar miseria ni grandeza, te daba igual realeza que plebeyos, aristócratas o vagabundos. A estos últimos has protegido sobre todo. Los otros tenían sus palacios, sus salones. Tú eras el palacio de los menestrosos que buscaban la protección del frío, de la lluvia, del calor y también de la intolerancia, ¡ah! el viejo derecho de asilo que protegía a los perseguidos por la justicia.

Eras como una puta, en el más cariñoso sentido de esa infame palabra, porque a todos acogías sin pedir explicaciones, a todos dabas el calor de tu amor por unas pocas monedas y, a veces, sin un centavo, porque sí.

¿Cómo podría yo no sentir dolor por tus heridas?

¿Quién podría alegrarse por ninguna razón de tus heridas que no fuera un miserable?

Sólo quien no te conoce.

Sólo quien no te conoce.

San Juan, 17 de abril de 2019.
José Luis Simón Cámara.