El “Oeste” de Europa.

Como si hubiera llegado la más sanguinaria banda de malhechores, el pueblo amaneció desierto. Puertas y ventanas cerradas. Casi nadie por la calle. Apenas dos o tres personas tirando de sus perros. Ni el sol se atreve a salir con fuerza en esta mañana silenciosa. Sólo tímidamente asoman algunos de sus rayos. Se diría un pueblo abandonado. Pero la gente está escondida en sus casas. Se oye el rumor de las discusiones, se escucha el lento subir de las persianas y se intuyen miradas subrepticias tras el leve movimiento de las cortinas. Desde hace mucho tiempo no había tanto hueco sin coches aparcados en calles y avenidas. Faltaban rodando por el viento esas bolas de plantas secas que giran sin rumbo en el desierto. Algunos pájaros escondidos en el ramaje de los jardines. Los parques tristes sin el alboroto de los niños. Y cerrados esos puntos de encuentro diario donde se agrupan por los criterios más dispares los clientes de los bares. Unos por cercanía, otros porque un día les sirvieron un buen café, otros por la simpatía del cantinero, otros por su profesionalidad. Todos esos lugares cerrados.

Porque en el supermercado la relación es mucho más fría. Cada cual elige y escoge lo que busca, lo coloca en una cesta y luego, una mano casi sin cara, lo va pasando por un lector del código de barras. Pasado y pagado lo guardas en una bolsa y “hasta otra”.

En el bar o en el café la gente hace comentarios, mira a su alrededor cuando lee en voz alta el titular de una noticia, espera la aquiescencia del silencio a su opinión, se establece cierta relación. Se trata de gente que ha coincidido contigo muchos días en el mismo sitio y a la misma hora. Son conocidos del café, no de café. En muchos casos, quizá en la mayoría, ni se conocen sus nombres. Un buen día preguntas por alguien describiéndolo, por la edad, el aspecto, el lugar donde suele colocarse, porque lo echas de menos desde hace semanas y te dicen que murió de un infarto.

¡Vaya, hombre! Me quedé con la gana de haberlo invitado a un café porque me resultaba discreto y amable.

Siempre hay una galería de personajes. A los que menos soporto, para mis adentros, claro, porque no exteriorizo nada, es a los que se mueven como perdonando la vida al resto. El del puro, por ejemplo. Lleva un uniforme discreto que parece asignarlo a las oficinas municipales y casi todos los días apesta con un puro del que hace exhibición en su mano izquierda donde muestra, ostensiblemente además, un grueso anillo. Parece regodearse mientras mira, de pie o sentado, las volutas que salen de su boca y se mezclan con el humo que humedece el anillo de su dedo. Cuando coincide con un “bocazas”, policía o ex -policía, forman un dúo nauseabundo, a veces, aplaudidos por las risas de los lameculos que se sientan a su lado. El dueño del bar, ajeno a unos y a otros, les sirve en silencio sin dar muestras de aprobación ni de rechazo.

He de confesar que, aunque me siento más próximo de unos que de otros, me he habituado de tal forma a esta fauna diaria poco después de las 9, cuando he dejado a mi nieto en el escuela, que la estoy echando de menos tan solo unas horas después de entrar en vigor el decreto de confinamiento por el coronavirus.

Ésta es, como podéis suponer, esa sanguinaria banda de malhechores que ha irrumpido en este pueblo y en casi todos los pueblos de medio mundo. Espero que podamos contarlo como Emilia, Pánfilo y sus compañeros de aventura en aquella finca a las afueras de Florencia con motivo de la peste negra de 1348, según nos cuenta la pluma de Boccaccio.

San Juan, 15 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.