La cola.

Era lo que se encontraba hoy por la calle. A ningún establecimiento de los que he ido o a los que me he acercado, he podido entrar directamente. En todos, más o menos larga, había una cola de gente convenientemente separada. Algunos con guantes de desinfección, otros con mascarilla, los había también, yo entre ellos, con guantes y mascarilla. Aun así, a pesar de esas medidas de protección, hay distintos tipos de colas. Está la, llamémosla así, cola india, manteniendo la distancia aproximada de un metro, aunque también depende de la altura y grosor del vecino. No es lo mismo una joven enclenque y bajita que un gordo señor de dos metros de altura. A un metro de la primera puede uno sentirse bastante lejos mientras que a dos del segundo te puede parecer muy cerca. Luego está la cola, ¿cómo llamarla? ¿no india? No parece muy adecuado. ¿Cola rostro pálido? Tampoco. Llamémosla, por decir algo, cola disforme, irregular o triangular, porque en función del sexo, tamaño, protección y ubicación, se va alargando sin guardar una línea regular.

Claro, si en una de esas colas hay un tipo con apariencia de poco o nada aseado, con barba descuidada, ropa maloliente, calcetines (si es que los lleva) de distinto color o agujereados, y encima tose intermitentemente y con tos seca; bueno, en ese caso las distancias se miden poniendo la mano de visera sobre los ojos.

Hay quienes llevan bolsa, otros cesta, algunos carrito y otros carro. Como dure mucho esta milonga veremos circular carros con motor por los supermercados. Porque, claro, esa es otra. Hasta ahora me he limitado a hablar solo de las tiendas, por llamarlas de alguna manera, tradicionales. Es en esas donde he encontrado este tipo de colas. En las panaderías o pequeñas tiendas donde aún se puede comprar embutido, carne y pan o en tiendas de verduras, ahora casi exclusivamente llevadas por paquistaníes. Los chinos, curiosamente, están casi todos cerrados. No sabemos si sentirán complejo de culpa por el azaroso origen del mal en su tierra de origen.

Lo de las grandes superficies o supermercados es otra historia. Esta mañana, como si estuviéramos en épocas de racionamiento, ya había colas interminables mucho antes de la hora de apertura. No sé si es que en el imaginario colectivo se ha desatado el atavismo de nuestros padres y abuelos cuando nos contaban las miserias que pasaron en la guerra y la posguerra. Los cajeros de algunos bancos ya no escupían dinero a primeras horas de la mañana. De allí la gente se dirigía a la puerta de los supermercados donde las colas llegaban a dar la vuelta a la manzana. No sé si hoy abrían más tarde por decisión superior o si los trabajadores rellenaban los estantes, vacíos de suministro, o si, temerosos de ser arrollados por el ansia compradora, trataban de prolongar el período de concienciación para atender sonriendo a toda esa gente que se les venía encima. Ya han circulado imágenes de establecimientos con las cajas de verduras y frutas rodando por el suelo. Incapaz de sumarme a una de esas colas devoradoras de todo lo que encuentran a su paso, me he limitado a mirarlas, no sé si con pena, resignación o disgusto. Y me he dado la vuelta pensando que es mejor la austeridad que la abundancia. Y, como esto no es posible llevarlo hasta sus últimas consecuencias, he recordado cuán sabio era Epicuro, aquel filósofo griego que, hastiado del bullicio y convenciones de la polis y de los vaivenes del mercado, se retiró a las afueras de Atenas, camino de El Pireo, donde desarrolló junto a sus discípulos su filosofía  sobre la vida, el amor y la felicidad, alimentándose de los productos de su huerta.

San Juan, 16 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara