El grafitero.

No es fácil vivir entre los aplausos de las 8 de la tarde y el odio destilado en esa pintada de “Rata contagiosa” sobre los cristales de tu coche. Dirigida a una persona que está arriesgando su vida para prevenir el contagio, para recuperar a los ya contagiados, para evitar que se propague la epidemia. Y a esa mujer, precisamente a ésa, que vive en su casa con su familia, con su pareja, con sus hijos, a los que, a pesar de todas las medidas, puede transmitir el virus de todos aquellos a los que está cuidando, de todos aquellos a los que está curando. Precisamente, a esa mujer que está soportando una lucha titánica entre su deber como madre, como esposa y su deber profesional. También en esa comunidad de vecinos ha habido afectados trasladados a los hospitales. ¡Claro que todos estaban preocupados por la propagación del virus en la urbanización! Estaba toda llena, como en muchos sitios, de carteles anuncio. “No se puede hacer uso de los espacios comunes”, “Prohibido bañarse en la piscina”, “Limitarse al uso de propiedad exclusiva” … No era su intención herir o insultar a esa persona, pero la preocupación por su hijo con insuficiencia respiratoria permanente, en un acceso de furia, en un exceso de aprensión, le llevó a coger el spray y demonizar a aquella vecina, a aquella doctora en medicina. Hasta que le llegó el turno. Muchos días grave. Cuando ya algo recuperado, pudo reconocerla detrás de la mascarilla terapéutica y de las gafas protectoras, envuelta en la bata y los guantes, y le dijeron que había sido ella la doctora ocupada de su difícil recuperación día tras día, no se atrevía a mirarla. No se atrevía a levantar los ojos en su presencia. La vergüenza lo reconcomía. Sentía asco de su cara reflejada en el espejo del baño cuando fue a lavarse los dientes y las manos, sentía desprecio por ese rostro, sentía repulsión por aquella mano, su mano, que días atrás había cogido un spray y roció de obscenidades el coche de su médico, de su salvadora, de aquella persona que día tras día lo había ido cuidando, lo había arrancado de las garras del virus. ¡Si pudiera volver el tiempo atrás! ¡Si pudiera rehacerse el pasado! ¡Si pudiera reescribirse lo escrito! No se atrevió a decirle nada. Se lo dijo a sí mismo. Se había creído libre de prejuicios que estaban condicionando su vida en estos tiempos de dificultades. La adversidad, pensaba, pone a prueba todo el sistema de valores sobre el que se asienta una sociedad. Y en situaciones extremas en las que la gente se juega la supervivencia somos capaces de la mayor crueldad. No hay más que mirar la hemeroteca. “Empresario detenido en Galicia por saquear un almacén, robar miles de mascarillas y material sanitario para venderlo en Portugal”. O las redes sociales con mensajes que insultan el trabajo de las Fuerzas de Seguridad del Estado y desean la muerte de miembros del Gobierno y de la clase política. La doctora, entregada como estaba a su trabajo, en este caso indudablemente vocacional, estaba por encima de todas esas miserias propias de seres tan cortos de miras que ni siquiera se reconocen y aprecian a sí mismo como a un prójimo reflejado en el espejo. La verdad es que ella no miraba, si no era necesario, ni edad ni color ni procedencia. Tenía delante una persona para mantenerla viva, para recuperarla. Ésa era su obsesión, ése era su objetivo. Afortunadamente estaba vacunada, no contra el virus, del que se protegía, del que salvaguardaba o recuperaba a los otros, sino de otro quizá peor, el virus del odio, aún más desconocido, aún más etéreo, aún más mortífero que todas las pandemias.

San Juan, 16 de abril de 2020.
José Luis Simón Cámara