La maragatería

La tierra, que acabamos de abandonar, y de la que cuento estas historias es conocida como la maragatería. ¿Qué quiere decir esa palabra? ¿Cuál es su origen? Sus habitantes se dedicaban en los siglos pasados al comercio. Eran arrieros que llevaban productos artesanales de su tierra a otras tierras y especialmente el pescado de las costas gallegas que trasladaban a la Corte y mercados de la Meseta, aprovechando el viaje de regreso para llevar a Galicia paños, jabón y aceite.

El trasporte lo hacían en carros o sobre recuas de mulas. ¿Por qué los llamaban maragatos? Hay varias explicaciones etimológicas, provenientes del latín y del árabe. La más bonita, a mi juicio, no sé si la más acertada, es la siguiente. En la época de la Reconquista Alfonso VI de León y de Castilla, hubo de conquistar antes de llegar a Toledo, la plaza fuerte de Madrid defendida por una fortaleza inexpugnable. Aprovechando la noche, un joven escaló la muralla con una cuerda y una daga con la que hacía los orificios sobre los que se apoyaba para subir. Cuando llegó a la cumbre sujetó la cuerda por la que escalaron los cristianos que sorprendieron y vencieron al ejército moro. Como el joven había subido como un felino lo apodaron el gato, sobrenombre que con orgullo adoptó su familia hasta el punto de que sus descendientes lo conservaron. De hecho, ya a principios del siglo XX, Valle Inclán explica su teoría sobre el esperpento en Luces de Bohemia recurriendo a los espejos cóncavos y convexos del callejón del Gato. El caso es que se dio en llamar gatos a los nacidos en Madrid. Como aquellos arrieros de la comarca de León transportaban salazones desde el mar a Madrid, dieron en llamarlos del mar a los gatos y de ahí maragatos. A pesar de ser una tierra acogedora, siempre habíamos sido testigos o protagonistas de desgracias o, al menos, de problemas. Tratándose precisamente de una comarca de arrieros es bien lógico que se atuvieran al refrán: “Arrieros somos y en el camino nos veremos”. Ya en Santa Catalina de Somoza, pueblo abandonado, dos vecinos, Alberto me dijo: “Sigue tú porque yo no puedo”. Alguien camina delante de nosotros. Al rebasarlo y saludarlo vuelve la cara, monstruosa, deforme, sanguinolenta. Un hombre golpeando terrones nos dice que su hijo puede llevarnos en coche. A desgana, nos lleva hasta Rabanal. Le regalo una navaja. En el bar de Chonina la zafa con agua y sal. Pero no acabó ahí la cosa. A media tarde empezó a sentirse mal, con escalofríos. Hubimos de ponerle varias mantas y ni así entraba en calor. No fue fácil encontrar un termómetro. 39 de fiebre. Temerosos de que pasara la noche sin medicinas en esa situación de aislamiento preguntamos cómo podíamos llevarlo al centro hospitalario más próximo. Astorga. Sin transporte público la única posibilidad era un coche particular. Sólo una chica madrileña que pasaba allí una temporada, Asumpta, podía dejárnoslo o llevarnos. Comprendió la situación y nos llevó. Nos atendieron en urgencias del hospital. El doctor quitó, sorprendido, los emplastes e hilos que se había puesto Alberto en el pie donde tenía las ampollas e, incrédulo, nos dijo: –¿Y son ustedes profesores? ¿Cómo se les ocurre meterse esos hilos, focos de infección, como en la Edad Media? Menos mal que han venido. Su amigo tiene una infección de caballo. Lo curó y recetó antibióticos, antipiréticos y regresamos al albergue “Güelmo” donde volvimos a colocarle mantas. El viento, los ronquidos y la fiebre dificultaron el sueño. A la mañana siguiente, él siguió allí reponiéndose y nosotros continuamos a Ponferrada desde donde Paco regresó a Astorga y se encontró con Alberto para volver juntos a Alicante, donde aún estuvo alguna semana convaleciente.

San Juan, 5 de abril de 2021. José Luis Simón Cámara.