1º de Mayo. Ya lo sabía.

Que hoy, 1 de Mayo, la fiesta de los trabajadores, prohibidas las clásicas manifestaciones obreras, y aunque no lo estuvieran, por imperativo de la pandemia, apenas habría alguna gente en la concentración autorizada. En un tramo de la Rambla de Alicante, lugar donde acaban tradicionalmente las cada vez menos concurridas manifestaciones, han acotado un recinto con vallas y cintas y en su interior han colocado, separadas, unos cientos de sillas por aquello de guardar las distancias. Apenas música, algunas banderas y los símbolos de las centrales sindicales ondeando en las camisetas de sus militantes o en las sillas de su demarcación. He buscado el punto de entrada, en la zona más baja de la Rambla y he comenzado a subir lentamente, rambla arriba, entre sillas y enmascarados sin conocer a nadie de ninguno de los sindicatos ni ser reconocido por nadie. Eso no lo suponía. Habiendo participado en estos actos desde antes de que se celebraran, siendo uno de los miembros promotores o fundadores de esos sindicatos y pasar entre sus afiliados sin conocer a nadie ni ser reconocido por nadie. ¿Qué ha podido pasar? ¿Han cambiado tanto ellos? ¿Soy yo el que ha cambiado? Sin el saludo de uno solo de los que allí había he salido por el estrecho hueco de dos vallas, guardado por cuatro policías nacionales que charlaban despreocupadamente y, dirigiendo mis pasos hacia ninguna parte, he recibido una video-llamada desde Bruselas de mi hijo que me ha mostrado a Teresa, mi nieta, caminando por su salón y sonriendo con su raspadura en la cara. Alguien me reconocía en la distancia y me dedicaba su sonrisa esquiva despidiéndome con las manos en los labios. Tenía pensado tomarme alguna caña, pero ¿solo?. Me he dirigido al aparcamiento de Alfonso el Sabio, siempre el mismo pobre pidiendo desde el suelo alguna ayuda junto a las porciones de pizza casi enfrente del Mercado. No sé si añorando tiempos pasados me he sumergido en los intestinos de la ciudad donde había dejado el coche. Avanzaba un coche en dirección prohibida. Brazos en alto le avisan de su error y recula propinando un golpe seco. Algo ha caído al suelo. Uno de los pivotes de protección. El coche era francés. Mientras observaba el ajetreo pasaban por mi cabeza imágenes del pasado. Aquellos años en que me encontraba primero con los compañeros de lo que llamábamos la lucha obrera, luego, con el paso de los años era ya con los conocidos, adormecido el entusiasmo político o sindical porque aunque nos resistíamos a creerlo, nuestros ojos veían cómo algunos se estaban instalando, cómo algunos habían hecho de aquella lucha su pan y sus habichuelas. Habíamos visto, como decía el inolvidable Manolo Soriano, que los que defendían a los trabajadores desde confortables despachos tenían mucha menos prisa en la emancipación de la clase obrera que aquellos que tenían que doblar los riñones cada día, que aquellos que en invierno soportaban el frio sobre los andamios y el calor en verano, que aquellos, en fin, ya me entendéis.

¡Cuánta razón tenía el pobre Manolo que sólo acertó a disfrutar la poca emancipación que él solito se proporcionó, si acaso ayudado por algunos de sus amigos, no desde luego por sus viejos y comprometidos camaradas que lo abandonaron en la dificultad y hasta le retiraron el saludo, avergonzados de su deriva poco respetable para su puta moral. Pues eso. Con el cabreo por el recuerdo a punto estuve de llevarme también yo por delante otro de los pivotes que dejó el francés. Al fin salí del aparcamiento a la luz del día. Hermoso día a pesar de los recuerdos. El pasado.

San Juan, 2 de mayo de 2021.

José Luis Simón Cámara.