A propósito de “Viaje al sur”

Leyendo el muy interesante, incluso ahora, “Viaje al Sur” de Juan Marsé, escrito hace 60 años y recientemente publicado por primera vez, se me han removido historias paralelas vividas o presenciadas por mí pocos años después de las que nos cuenta, y, espoleado por ellas me atrevo, sin pretender emularlo, más bien corroborarlo, a contarlas yo ahora. Seis años después de aquel 62 nos encontrábamos una tarde en un bar de la calle San Pascual de Orihuela unos jóvenes de 17 a 19 años. Uno de ellos, Santi, había coincidido conmigo unos meses en el Seminario Diocesano, donde se estudiaba para cura, arriba en la sierra. El otro chico, Ángel, era amigo suyo de la infancia. Deseosos ambos de largarse de España en busca de trabajo, escaso por estas tierras, quedamos en vernos para traducirles unos folletos con ofertas de trabajo. Estaban escritos en francés, lengua que yo apenas conocía aún aunque tenía más idea que ellos y el destino era Suiza. Con ayuda de un diccionario fuimos descifrando el significado de aquellos papeles y, después de un largo rato concentrado en la traducción de los requisitos y las condiciones del trabajo, que ellos escuchaban boquiabiertos, giré el folleto, como un tríptico, y vimos que también venía en español toda la información que nos había costado un buen rato de esfuerzo y dos o tres cervezas cada uno. Las carcajadas, el pataleo y los golpes sobre la mesa fueron tales que despertaron la curiosidad de las mesas próximas que no paraban de mirar. Cuanto más que Santi, ya bastante conocido en la ciudad y por alguno de los presentes, contaba entre risotadas, las suyas eran escandalosas y estentóreas, lo que acababa de ocurrirnos. El bar en cuestión lo visitábamos en otras ocasiones para hacer aquellos guateques donde los jóvenes se juntaban para beber y bailar. Allí mismo, en uno de ellos había hundido mis labios, quizá por primera vez, en el cuello de una joven, Andrea, más experimentada que yo en esas lides, recién salido del Seminario como estaba y descubriendo algo más tarde que los chicos de mi edad las convulsiones eróticas hasta entonces limitadas a románticas ilusiones sólo imaginadas o a impensadas erecciones incontroladas que me obligaban a girarme sonrojado en el ascensor con mi entonces joven y atractiva vecina. Esto ocurría dejados atrás aquellos años del Seminario en que el desquiciamiento llegaba al punto de masturbarnos mientras rezábamos el “yo pecador” cuando nos bajábamos los pantalones para aflojar el cilicio, cuyas puntas se hundían en el muslo o en los riñones, teóricamente para adormecer las pasiones y que, a veces, sólo conseguían despertarlas. Y en aquella ciudad aún marcada por la omnipresencia ineludible de la casposa iglesia católica, apostólica y romana, dirigida por uno de los obispos más intransigentes, Pablo Barrachina, exfalangista y preconciliar pastor que quizá pensara que su rebaño estaba formado más por lobos que por dóciles ovejas. Cuando digo preconciliar me refiero, para los no iniciados, al Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII, que supuso una bocanada de aire fresco para el irrespirable clima aún vigente desde el Concilio de Trento, 400 años atrás. Afortunadamente, por mucho control que la clerical ciudad quisiera imponer a sus feligreses, no se podía enfrentar al vigor de la primavera, a los olores del azahar, al crepitar de la sangre que, incontrolable, bullía en las venas de la juventud que frotaba sus labios y sus vientres, revolcándose bajo los limoneros con aquella morena del diente roto o en la oscuridad de las aceras a la vez que desfilaban en Semana Santa, tristes y en silencio, los pasos de la pasión por sus calles empedradas de nazarenos y de cánticos pidiendo misericordia por los pecados, como si de una religión de esclavos se tratara. San Juan, 1 de junio de 2021. José Luis Simón Cámara.