Bautismo en el Jordán.

Como si quisiera agacharse toda ella lo poco que le permite su esclerotizada osamenta, la cabeza ligeramente inclinada, en actitud receptiva, estática, y sujetándose ropajes que caen desde los hombros hasta rozar la superficie del agua, vacila en su apoyo sobre la insegura arena batida por las olas.

A su lado, casi sujetándola de tan cerca, un santo varón, un san Jerónimo enclenque de largas barbas blancas y marcadas costillas en la espalda curvada, rugoso como un sarmiento viejo amontonado a la orilla del viñedo para alimentar la hoguera en el cortijo, para dar calor en la chimenea las frías noches de invierno mientras los ancianos cuentan viejas historias a sus nietos, se agacha con una taza en la mano.

Quizá le iría mejor a la historia decir con una concha en la mano, pero no, eso sería alterar la realidad. Se agacha una y otra vez con la taza para llenarla de agua e ir desparramándola por los hombros, por el pecho, por los brazos, por el cuello y por la cabeza ligeramente inclinada de su amada. El agua le chorrea, los escasos cabellos esparcidos por la cara y por el cuello, hasta perderse en el oleaje.

Un perrito minúsculo, un bonsái de perro, ladra tímidamente a su lado mientras observa el ritual de sus dueños repetido una y otra vez, repetido día tras día.

Sobre las tumbonas de la playa, amontonadas por la noche al borde del agua, descansa, improvisada percha, el ajuar marinero de la pareja: camisas, pantalones, sombreros, toallas y una bolsa alargada en la que cuidadosamente introducen una a una las prendas mojadas de las que, púdicamente resguardados por una gran toalla, se desprenden.
Una bandada de gaviotas pasa a ras del agua ajenas a la ceremonia bautismal junto al Jordán mediterráneo.

Escasos paseantes a esas horas, acaba de aparecer el sol por el horizonte, algún, raro, corredor y las olas incesantes, insistentes, siempre parecidas, siempre diferentes, lamiendo la franja de arena.

Después, lentamente, la pareja se va acercando al paseo asfaltado entre la vía férrea y la arena. Junto a las duchas enanas de la playa él le lava los pies llenos de arena, se los seca y amorosamente le coloca las sandalias. Hechas las abluciones tras la larga travesía por la arena que engulle sus pies cansados, sentados en un banco de madera, descansan. Allí se recuperan contemplando el mar ilimitado, los destellos del sol y algún velero a lo lejos.

San Juan, 15 de julio de 2022.
José Luis Simón Cámara.