Quimera nocturna

Saliendo de la ciudad, dejadas atrás las últimas señales de tráfico semitapadas por arbustos descuidados, ya próximo a esa tierra de nadie donde buscaba la serenidad del campo, tropecé con un gran anuncio, como tantos, mal escrito “Se bienvenido…” ya no miré el resto. ¡Ese “Sé” imperativo sin acento! Antes de que mi espíritu, ya alejado del bullicio ciudadano, encontrara la paz deseada entre escombros, maleza, perros destripados y gatos y ratas hurgando en sus vísceras, apenas pude esquivar una comitiva saltando por los montones de chatarra, unos huyendo y otros persiguiéndolos a golpes de bates de beisbol y tiros de pistola. Las balas rebotaban en los botes de conserva como si de una película del Oeste donde prueban su puntería los pistoleros se tratara. Apenas me dio tiempo de cobijarme tras un montón de tierra culminado por un barril del que salía, agujereado por los disparos, una sustancia líquida gelatinosa. Agazapado junto al barril y tratando de esquivar el pegajoso fluido y las balas sin dejarme ver por perseguidos y perseguidores me tapé los ojos con el antebrazo en un intento de pasar desapercibido, como los niños cuando se tapan los ojos ante el peligro.
Pasado el estruendo salí de mi improvisado escondite y cuando levanté la vista buscando espacios, si bien sucios y descuidados, al menos libres del fragor de la batalla, vi aparecer un grupo de gentes, silenciosas, sí, pero que luchaban por parejas como haciéndose incisiones e introduciendo por ellas algún agente patógeno, algún no sé si virus o bacteria cuyo efecto se hacía notar casi de inmediato porque sus receptores abandonaban la actitud agresiva y entraban en una especie de ausencia, desorientados, de un lado para otro, como sin objetivo alguno. Por aquel grupo que no paraba de moverse sigilosamente no me sentí amenazado. Iba observándolo con la incredulidad propia de un ciudadano que se cree amenazado por los peligros propios de sociedades más salvajes y primitivas pero no por la suya, moderna y civilizada. Había vuelto a pensar otra vez en lo mucho que los errores gramaticales de anuncios, de locutores, presentadores y tertulianos influyen en el bajo nivel cultural de la población, a propósito del anuncio visto a las afueras de la ciudad cuando, esto era ya demasiado, comencé a pensar si también a mí aquellos cautelosos que corrían por parejas me habrían hecho alguna incisión e introducido algún alucinógeno de efectos desconocidos porque una imprevista turba armada con catanas y envueltas en un estruendo atronador se me echaba encima dándose mandobles que iban sembrando de brazos, piernas y cabezas sanguinolentas el suelo por donde pasaban.
Agazapado en la orilla del camino y observando atónito el espectáculo, pasé desapercibido a aquella turba que avanzaba descuartizándose, en el sentido literal de la palabra. Cuando los perdí de vista, abriéndome paso entre los sangrientos miembros desparramados por el suelo y aún contorsionándose con movimientos nerviosos, decidí volver a la inquietante ciudad y abandonar las idílicas afueras que había imaginado y en las que soñaba encontrar la inalcanzable paz.

San Juan, 24 de oct. de 22.

José Luis Simón Cámara.