Después del salto

Recuperé fuerzas en una venta del camino, descansé en el Siscar del trasiego matutino y reinicié la marcha vespertina que lo continuaba por otra provincia. Me dirigí entonces hacia el de Santomera donde yacen mis padres y la rama familiar de mi madre. Allí suelo encontrarme con parientes y amigos pero siempre con mis primos Joaquín Miguel y Manuel “El Mollas”. Eso de “Mollas” es, como podéis suponer, un mote o apodo de los que se acostumbra usar en los pueblos donde todo el mundo se conoce. Tengo, de hecho, amigos de la infancia, yo también nací y me crié o me criaron en un pueblo pequeño, incluso ahora afortunadamente, a los que sólo conozco por el apodo y de los que jamás he oído el apellido, como “Pepito el de la Cenia” o “Pepito el de los cherros” o “El lindo, hijo del Delgado” o “Manolo el del Estanco”, ahora llamado también “El suizo” porque se marchó a ese país hacia los 18 años y ha regresado con más de 70. Y no es la primera vez que el apodo acaba por predestinar al que lo lleva, como ocurrió con “Ángel el cojo” que sin tener ninguna cojera con más de 70 años acabó al final cojo por un accidente. Así, a mi primo Manuel, “El Mollas” de apodo familiar, el mote ha acabado viniéndole tan al pelo que pareciera para él ideado.
Pues bueno, si no nos vemos casualmente nos buscamos. Sabemos dónde encontrarnos. No podemos disfrutar de la presencia de nuestro amigo Pepe “el torero”, más discreto ya que nunca con lo que llegó a serlo, porque también yace bajo tierra. Él solía acompañarnos siempre en la búsqueda de algún bar, en más de una ocasión era mi único acompañante en aquellos curiosos paseos alrededor del cementerio que me recordaban las danzas que algunas tribus indias daban en torno al fuego cuyas llamas reflejaban los rostros de sus antepasados y les inspiraban, sin mucho éxito, estrategias en la lucha contra el invasor blanco. A mi paso por los siempre estrechos pasillos de estos lugares, ¡qué poco espacio necesitan los muertos!, y el poco que hay ni siquiera para ellos, sólo para que pasemos los vivos, me encuentro con fotos de antiguos conocidos que aún creía vivos. Para mí seguían estándolo como tantos otros, tiempo sin ver, a los que sigo considerando vivos aunque quizá ya no lo estén.
¡Si cupiera esa posibilidad con los amigos! Suponer que siguen vivos porque ha pasado un tiempo ¡es tan veloz!, sin estar un rato con ellos, sin cruzar unas palabras, sin recibir su visita. ¿Qué necesidad teníamos de saber que aquel amigo tan querido de la infancia, ya tiempo sin verlo, había dejado de vivir? Podría haber seguido viviendo en nuestro entorno más lejano, como si aún estuviera, podríamos haber pasado el resto de nuestra vida sin saber que había muerto, creyéndolo vivo todavía. ¿A quién perjudicaba el desconocimiento de esas casi siempre tristes noticias?
¿Qué necesidad tenía yo de saber que mi amigo Paco había muerto? Es verdad que lo veía con tanta frecuencia que su ausencia no podía pasarme desapercibida. A veces casi todas las semanas. Nos veíamos en la plaza de San Cristóbal, entrada al Barrio. Casi siempre tenía que esperarlo. Poco, es cierto, pero unos minutos, hasta que veía aparecer a lo lejos su inconfundible figura. Y luego, casi siempre ya oscurecido, nos adentrábamos por aquellas callejuelas laberínticas, tan bien conocidas por nosotros después de tantos años que, casi a ojos cerrados hubiéramos sido capaces de andarlas y parar en las puertas de los tugurios más abyectos, podría pensarse ahora, los que frecuentábamos, pero tan queridos para nosotros entonces, donde siempre encontrábamos amigos que nos obsequiaban si no con bienes volatilizables en humo, al menos con una copa de mezcal o de tequila o acaso nos dejábamos ir en busca de nuevas experiencias. Una tarde, sentados junto a las escaleras del Mermelada le llamamos la atención a un joven que daba patadas a una bicicleta atada a una puerta metálica y minutos después nos vimos rodeados de sus amigos, unos 8 ó 10 que se nos acercaron demasiado con aire amenazador. Pasamos de ellos hasta que aflojaron el cerco. Estábamos acostumbrados a situaciones embarazosas por los ambientes que frecuentábamos y porque Paco con frecuencia era de alto riesgo. Bastaba que le llamara la atención el culo de una joven apoyada en la barra de un bar para que inopinadamente le diera una palmada provocando el sobresalto de la chica y la airada reacción de su novio o acompañante. No siempre bastaban las disculpas. O aquel día, explorando por otra zona ¡cómo podríamos haberlo previsto! en que, como si tal cosa, desde la barra y casi de reojo, vimos poner sobre la mesa una pistola. Ignorar su presencia fue quizá la mejor forma de esquivar la situación. Nos tomamos un “chupito” ajenos al negro brillo del metal. Aquello era otro nivel. Nada tenía que ver con el “chocolate” o con la “hierba” con los que estábamos familiarizados. A pesar de todo siempre salimos airosos de imprevistos como éste aunque en alguna ocasión nos timaron dándonos esquinazo. Ahora ya no es posible. Estos encuentros eran frecuentes y habituales. Pero había épocas en que él se ausentaba en largos viajes, como aquel que habíamos proyectado a Simarcanda y nunca hicimos ni podremos hacer, juntos al menos. Largos viajes transoceánicos, como cuando fue al Perú creo que era, a la inverosímil boda de su hijo con una descendiente de los indios que nunca, con todo preparado, se llevó a cabo, y país donde casi lo caza a él una criolla. Pues a esas ausencias me refiero, que se prolongan en el tiempo y se podrían seguir prolongando, ausencia siempre menos dolorosa que el viaje definitivo. Hasta que un día quizá ni te enteras ya del resultado porque eres tú el que lo ha iniciado. ¿Tan difícil es esa circunstancia? Todo sueños.
Me tropiezo con mis primos en cualquiera de las estrechas calles y vamos a celebrar el encuentro tomándonos algún brebaje, alguna infusión, algún alcohol.
Juntos, acompañados, antes y después abrazos, recordando a tantos que nos precedieron en el destino final de los humanos. Sin tristeza, sin dolor, sin tragedia. Es lo que hay. Para qué hacernos ilusiones. De qué por otra parte. ¿Querríamos acaso prolongar indefinidamente esta vida hasta arrastrarnos por el suelo cayéndosenos la piel, como gusanos, y buscando una mano piadosa que nos diera el golpe de gracia?
Por favor, un poco de cordura. Es hermosa la vida cuando no es un infierno, mientras es vida. Si es un infierno ya no es vida. Lo demás son estupideces. Lo demás son fantasías. Lo demás son locuras. Porque cuando la vida es muerte o sufrimiento irreversible, entonces, eso ya no es vida. Quizá sea preferible una buena muerte, incluso mala, por pasajera, a una mala vida o, al menos, a una vida insoportable.

San Juan, 30 de aún noviembre de 2022
José Luis Simón Cámara.