El Toniles

La última vez que fui a verlo me dio tanta pena, él se daba cuenta de aquel pesar, que decidí no volver a visitarlo. Creo que él también entendió que aquella sería la última visita. Estaban presentes su mujer y su hijo mayor. Ellos ni se enteraron, pero su mirada y la mía lo confirmaron sin que sobre el asunto mediara palabra alguna. Podía leer todavía. Con más lentitud, casi con la misma que hablaba esforzando los labios que el derrame cerebral le había torcido. Me hizo una demostración de lectura. Penosa, he de reconocerlo, aunque le elogié el esfuerzo. Él, que había leído, que había devorado todo tipo de libros a la luz del sol y, algunos, los más procaces, incluso aquellos que le suministraban algunos de los pocos amigos no adictos al Régimen, prohibidos en su juventud, a la luz de la luna rodeado de sus ovejas. Porque uno de sus primeros oficios fue el de pastor. Así fue como conoció a mi tío, José el cabrero. No mucho tiempo atrás aún era un torbellino. Ya con más de 60 años. Por no hablar de su juventud, aquellos años de emigrante en Alemania. Con cuánta vehemencia contaba las ocasiones que tuvo la oportunidad de escuchar cantar en alguna cervecería de Frankfort a un joven norteamericano que cumplía allí su servicio militar, a Elvis Presley, cuya fama posterior lo elevó a “Rey del Rock and Roll”. De Alemania no solo trajo algunos ahorros además de acrecentar su rebeldía por las injusticias de aquella sociedad en la que unos vivían en la opulencia y otros tenían que emigrar para poder sobrevivir en condiciones de miseria, a veces en barracones con escasas condiciones de higiene, lejos de la familia, de su tierra y con escasas o nulas posibilidades de comunicarse por desconocimiento de la lengua, aunque él llegó a defenderse. Muchos años más tarde, lejos ya los de su estancia en la emigración, exhibía ufano sus conocimientos de alemán cuando algún turista despistado de aquella nacionalidad paraba en El Siscar en busca de algún bar donde comer o tomarse una cerveza en los tórridos meses de verano. Buen bebedor, mejor comedor, frecuentábamos los bares del pueblo hablando de literatura o de política, materia esta última de su preferencia en la que sus posiciones eran casi siempre extremas. Solía acompañarnos en estos paseos Pepe, el torero, mucho menos hablador, más observador y siempre adelantado pagando las consumiciones. Mis recursos económicos, sobre todo en la época de estudiante, eran más bien escasos. La actividad de Tony era permanente. Trabajaba en una depuradora durante los últimos años. Cuidaba además sus pocos huertos de cítricos y, aunque sufrió algunas caídas, hacía largos y esforzados recorridos en bicicleta, a veces acompañado y otras, solo. Cuando nos despedíamos después de una tarde de vinos acababa diciéndonos que el siguiente encuentro lo celebraríamos comiéndonos un conejo frito con patatas.
Nunca llegó ese momento.
Aunque fueron frecuentes las tardes en que nos veíamos e íbamos de tasca en tasca, aquí unos mejillones, allí unos michirones, allá…. Nunca llegó el momento del conejo frito con patatas, al menos con nosotros.
El derrame cerebral lo impidió. Imposibilitado para caminar, recluido en su casa, con dificultades de habla, la Covid, que apareció como un fantasma que recorría el mundo, acabó con él. Enterado de su muerte días después de que ocurriera volví a su casa a dar el pésame a su familia. Su mujer se deshizo en llanto mientras su hijo, profesor de filosofía, justificaba con argumentos que, abstraído, no escuchaba, las razones por las que no vacunaron a su padre.

San Juan, 27 de febrero de 2023.
José Luis Simón Cámara.