Viejos amigos. (3)

III

Cuando incrédulo, te contábamos con detalle cómo terminabas algunas madrugadas, acabaste por aceptarlo y fuiste poco a poco dejando aquel veneno que te transformaba el carácter.

Te costó bastante asimilar lo que pocos amigos te decíamos. No es fácil afear a un amigo su conducta. Hay que quererlo mucho porque te arriesgas a perderlo como amigo. No es el primer caso. Es mucho más fácil dejar pasar las cosas y que sigan su curso aunque se estrelle, aunque eso entrañe consecuencias irreversibles. No se sabe por qué razón unos adoptan una decisión y otros la contraria.

Aquella llamada de la razón no fue inmediata. Hubo de pasar bastante tiempo. Al precio de perder algún amigo y de recordarle los que le quedaban algunas de sus andanzas nocturnas. De las que ni siquiera se acordaba. Eso fue lo que lo hizo preocuparse. Porque de sus amores…. Era y sigue siendo corazón. Ahora ya más tranquilo. Entonces, un bar de la plaza de Galicia fue testigo de su confesión, de su loca confesión de amor. Y yo fui el confesor. Siempre había tenido sus más y sus menos con la mujer, pero, bueno, iban tirando.

Y a veces se desbocaba. No atendía a razones. Las entendía, las escuchaba pero no podía aceptarlas. Era superior a sus fuerzas, a su pasión. No quería de ninguna manera. Y se lo decía. Es un conflicto para la chica, casada. Lo es para ti, casado. Todo por un calentón. Ya lo sé. Cuando estamos juntos perdemos la noción del tiempo. Nos da igual dónde nos encontramos. En la calle, en un parque, en la orilla del mar. Sólo tenemos ojos y manos el uno para el otro. Sólo existimos el uno para el otro. Como si no hubiera nadie más en el mundo. Es una locura, lo reconozco. Es una locura, pero una locura apasionante, excitante, enloquecedora. Te arrepentirás. Lo sé. Sé que me arrepentiré. Pero también me arrepentiré después, de no haber dado rienda suelta a esta pasión que nos devora a los dos. Ese delirio, ese enloquecimiento que nos abrasa, tiene que consumirse hasta apagarse. Así fue. Pasaron los días. Hubo conflictos con las respectivas parejas. Y pasó el frenesí. No mucho tiempo después se olvidaron de todo, como si no hubiera pasado nada. ¡Cuánta razón tenías, amigo! Eras incapaz entonces de aceptarlo. Yo creo que ni siquiera de entenderlo. Escuchaba lo que me decías pero como si no lo oyera. Eran palabras que susurrabas lejanas, como si no significaran nada. Ahora, después de tanto tiempo, me estoy dando cuenta de lo que decías en aquel bar junto a la plaza de Galicia. Y ya ves por dónde camina la historia de cada uno, aquella historia que nos unió un tiempo breve pero intenso en nuestra vida. En su vida y en la mía. Aquella chica fue luego de brazo en brazo. Ni mucho menos lo digo en sentido despectivo. Ni la censuro en absoluto. Se separó de su pareja, como se alejó de mis brazos, encontró un nuevo amor algunos años hasta acabar en brazos de la blanca dama, el último de los abrazos. Yo también cambié de brazos y junto al mar, yo que nací en las montañas, voy viendo pasar y perderse días, amores y amigos.

No digo su nombre, aunque ya no importaría después de tanto tiempo, pero él sabe muy bien de quién estoy hablando.

(continúa)

José Luis Simón Cámara

Viejos amigos. (2)

II

Como aquella vez en el Yerbeta, tomando agua de valencia, ya calientes. Un cumpleaños. Tú entre nosotros. Distintas militancias políticas. Con frecuencia discutíamos acaloradamente. Te metiste con uno de los amigos, vamos, algo dentro de lo normal, y enseguida comenzamos a oler a carne chamuscada. Uno de los presentes, quizá la primera vez que estaba con nosotros, acababa de apagarse el cigarrillo en la frente, restregándoselo una y otra vez. Olor repugnante a carne humana quemada. Como si oliera de forma distinta a la de otros animales. Mirad lo que hago sin motivo. Imaginaos lo que haré si alguien se mete con mi amigo Agustín. Apenas lo conocíamos. Sí sabíamos que era hermano, la oveja negra, de otros dos amigos nuestros. De sus andanzas y presidios en Marruecos habíamos tenido noticias porque apareció por aquí un italiano que decía venir en su nombre pidiendo dinero a sus hermanos para poder pagar una fianza con la que salir de la cárcel en Marruecos. No sé cómo había acabado la historia. Sí sé que un mal día apareció, después de un tiempo ausente, por Alicante y era una fuente permanente de problemas para sus hermanos. Se presentaba en la casa con desconocidos para alojarlos allí o desaparecía sin dar explicaciones o de cuando en cuando irrumpía en el despacho oficial de un hermano sindicalista, pidiéndole dinero, el arreglo de un desaguisado, siempre creándole problemas. Con paranoia persecutoria descubrió con un pico toda la conducción eléctrica de cables de la casa familiar, donde vivían varios hermanos, convencido de que lo espiaban. Con razón. Un 1 de Mayo su hermano Jacques, nombre imaginario, amigo mío, me pidió que lo acompañara a su casa, donde yo había dormido alguna vez, en la torre del Plá. Entonces vi el destrozo. En algunas paredes había abierto una canaleta a lo largo de toda la pared para sacar los cables y tratar de descubrir, como en las películas, algún dispositivo de escucha, pero en otras había dado tan fuerte que había un boquete abierto hacia el piso de al lado. Mirando y buscando entre escombros y estanterías encontramos un pan enmohecido con una casi inapreciable raya horizontal por donde se abrió al cogerlo y dejó al descubierto una bolsa de harina blanquísima. Ése era el motivo de su paranoia persecutoria. No era la policía. Eran sus socios de aquel viaje a Colombia, que no paraban de hostigarlo para que compartiera el alijo que no sabíamos por qué razones, parecía que no estaba dispuesto a compartir o repartir.

Le pregunté a mi amigo qué hacíamos. Porque podrían recaer sobre nosotros tanto las sospechas de su hermano como las de sus socios. Él no dudó un momento. Tenemos que deshacernos del muerto. Eso era para nosotros. Para su hermano y sus socios podía ser una mina de oro. Salimos del piso, una 5ª planta, con la bolsa y después de varias vueltas observando por la calle si alguien espiaba nuestros movimientos, la abandonamos en una papelera. Ya no volví a cruzarme más con aquel chico ni durante mucho tiempo supe de él, a pesar de mi amistad sobre todo con su hermano Jacques. Nos enteramos tiempo después de que lo habían encontrado colgado del techo de una pensión en Aspe.

(continúa)

José Luis Simón Cámara

Viejos amigos. (1)

I

Hoy me he encontrado con un viejo amigo en el Mercado. Iba del puesto de la carne al del pescado para hacer la compra, es miércoles, y lo prefiero al viernes o sábado, cuando se acumula mucha gente. Me he dado de narices con él. Lo digo porque comenzaba a sentir el olor del pescado cuando se me ha plantado delante. A pesar de la mascarilla y las gafas de sol lo he reconocido inmediatamente. Digamos que lo he olido. Sin los abrazos que en una situación normal nos habríamos dado, un simple roce de codo, no hemos parado de hablar, preguntar, recordar, tantas cosas en común durante tantos años. Nos hemos tomado un café y hemos hecho un rápido recorrido por el tiempo y los amigos. De algunos ya sabía que habían muerto. De otros le ha sorprendido. Sobre todo cuando me ha preguntado por Damián. Se lo había encontrado alguna vez en una gran superficie. Le he contado que un ictus se lo llevó al otro barrio. Y de ahí hemos “ido” al otro Barrio, al de Santa Cruz, a las noches de borrachera que él no recordaba al día siguiente. El Bordaberri, aquel bar de la esquina, en Labradores, donde coincidía con Ramón el vasco. La última vez que lo vio fue comprándose una boina. Muchas veces le dijimos, amigo, te pones agresivo con las copas. Tú no acababas de creértelo, porque sobrio eras puro afecto. Entonces podíamos tomar de todo y solíamos hacerlo en progresión ascendente. Primero algunas cervezas, después vino y luego ya cubatas. Para culminar algún chupito. Wisky, orujo, tequila. Nos gustaba eso de la sal y el limón. Incluso algún vodka. Habíamos leído que Mike Jagger, el ya para nosotros viejo rokero de los Rolling que seguía saltando sin parar por el escenario, lo tomaba y le sentaba tan bien. Y alguna vez mezcal. Esa bebida que lleva en la botella algún lagarto. Una vez apuramos la botella, sacamos los dos lagartos, los atamos por la cola y nos los fuimos pasando colgados de oreja en oreja. Luis era quien regentaba uno de los bares que se olían desde el principio de la calle Toledo. Los quesos eran su especialidad. Era alargado, todo lo ocupaba la barra y allí se tomaban tablas de queso o montaditos con salazones, cerveza y vino. Mucho vino para el queso. Era uno de los obligados para tomar un tentempié, como el mesón Labradores. Luego estaban los de copas. A veces entre copa y copa una partida de billar junto a San Nicolás, justo enfrente del Yamboree, donde alguna noche acabamos cantando a Louis Amstrong como músicos invitados. Uno de nuestros conocidos, asiduos del barrio, era controlador de vuelo en el Altet. Ni cuando el humo y las copas nos nublaban la vista se nos pasaba por la cabeza hacer un vuelo con semejante colega de controlador. Una noche se sacó de entre el pecho y la camisa, no me explico cómo pudo caberle, una “bacalá” entera. Y allí, sobre una mesa, la fuimos espiazando con los dedos que nos relamíamos entre trago y bocado de una hogaza de pan recién cocido de aquella tahona que había junto a la plaza del Carmen. Aquella noche acabamos, aún quedaba bacalá, en un tugurio de jazz de la calle Zorrilla, donde se habían instalado unos amigos que aún por entonces nos permitían, a escondidas, liarnos unos porros. Tú no podías pasearte por tanta variedad de bebidas. Algún tipo de alergia solo te permitía el cubata. Y te ponías ciego de cubatas. Entrabas directo al trapo. A una vorágine incontrolable. No poco a poco como nosotros. No solía pasar nada desagradable porque estábamos casi siempre entre amigos, pero en alguna ocasión, cuando se metían otros por en medio, a veces se desmandaba la situación y se perdía el control.

(continúa)

José Luis Simón Cámara

 

¡ A la calle ¡

No sé si aquejado por el síndrome de Estocolmo, estos días he dejado entrever cierta añoranza de la situación que ha creado en nuestras vidas el estado de alarma. Para cuando acabe esta situación, claro. Porque no se añora lo que se tiene sino lo que se ha perdido. Y no salgo de mi asombro cuando pienso que he dado cobijo a esa idea, nada más lejos de la cual me siento y me he sentido siempre. ¿Cómo echar de menos esa situación aunque sólo sea por una cosa, por la imposibilidad de moverse libremente? No hay mayor manifestación de libertad que la libertad de movimiento. Que se lo digan si no al prisionero. Obligado por fuerza a pasar sus días y sus noches en una celda estrecha, rodeada de muros y barrotes. Su ilusión es el campo abierto o la ciudad sin límites. Caminar y caminar hasta caer exhausto de cansancio bajo la sombra de un árbol o en el banco de un parque donde adormecerse escuchando el relajante griterío de los niños. O ir de bar en bar, sin nadie que te diga lo contrario. Tampoco hay que emborracharse. O sí. ¿Quién me lo impide? ¿Acaso no puede uno soñar despierto si te ayuda una copa de más? ¿Quién tiene autoridad para decidir sobre el número de veces que yo pueda levantar el codo? O bajarlo. La verdad es que hay muchas cosas que no se entienden. Puede uno morir en la calle o en su casa por una estúpida bala escapada a un policía que se ha puesto nervioso y no puede uno morirse poco a poco mientras pasa las tardes con sus amigos sentado junto a una botella en la taberna del pueblo o del barrio. Visitar a los amigos a cualquier hora del día o de la noche. Es cierto que no se encuentra a muchos que desprecien tanto los relojes. Cuando llego a este punto no puedo evitar acordarme de alguien que siempre estaba preparado para salir a la calle, si es que ya no estaba en ella. Me refiero a mi amigo Santi, ya casi dos lustros desaparecido. Y su recuerdo me lleva aún mucho más lejos. No penséis que a cientos de años. No. A miles de años. A aquellos tiempos mucho anteriores a las historias de la Biblia. Hace quizá siete u ocho mil años, cuando aquel gigante Gilgamesh tenía a los hombres de su ciudad, de Uruk, siempre en pie de guerra, preparados par el combate. No puedo evitar asociar a Santi con Gilgamesh, porque aquél siempre estaba preparado para el combate, a cualquier hora del día o de la noche. Recuerdo una vez en Suiza, recién llegados otro amigo y yo. Subimos a su habitación en una pequeña pensión de un pequeño pueblo junto al lago Leman, Epesses. Nos recibió abriendo botellas de vino para entrar en calor. Veníamos ateridos de frío, rodeados de nieve. Después de reponer fuerzas y a pesar de encontrarse él con fiebre, salió con nosotros a la calle bajo cero, para acompañarnos por el pueblo y continuar la ronda. Tengo muchos amigos. Pero cada uno tiene sus horarios. Los hay que trasnochan en su casa leyendo a Galdós de madrugada. Pero no en la calle. Los hay que madrugan en su casa, traduciendo a Virgilio antes de que salga el sol. Pero no en la calle. Los hay de muchas leches. Y a todos los quiero. Pero siempre dispuesto, como Gilgamesh, para el combate, sólo he tenido a uno. Y ya se ha ido para siempre. Aunque no desespero y sé muy bien que si alguna vez puedo volver a encontrarlo, nunca será encerrado, siempre será en la calle o en la barra de un bar o en la puerta de un puticlub o tendido borracho bajo las ramas de un árbol. Pero estoy totalmente seguro de que cuando oiga mis pasos, se levantará como Lázaro, para decirme: ¿Cómo has tardado tanto? Ya estaba empezando a cansarme de esperarte.

San Juan, 26 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Discusiones familiares.

Ni siquiera el afecto es capaz de suavizar la acritud cuando la conversación, después de tantas semanas sin vernos, deriva en la política. No sé por qué los mediterráneos ponemos tanta pasión cuando tocamos ese tema, cuando es tan propio del animal social que somos hablar o discutir de todo cuanto afecta al modo de vida. Siempre se ha puesto como ejemplo de apasionamiento a los países del sur de Europa, especialmente a los italianos. ¿Quién no tiene en su retina la imagen de grupos de gente discutiendo y gesticulando en las plazas del Duomo o de San Marcos? También los españoles encabezamos ese ranking y me pregunto por qué los nórdicos y centroeuropeos abordan esos temas con menos apasionamiento. Sin recurrir a la descalificación del adversario, sólo a los argumentos racionales, a datos objetivos, a comprobaciones, reduciendo el conflicto a un asunto si no técnico, casi. Ya sé que todo tiene su vertiente social. Pero incluso en ese caso se pueden tratar los temas barajando datos, recurriendo a estadísticas sin por ello descuidar el problema humano de las personas más vulnerables. Se trate del agua, de la luz, de la comida, de la educación, de la salud, de la seguridad de la familia, de la pandemia. ¿Por qué aplicar la pasión y no la razón a la hora de buscar soluciones a los problemas de los ciudadanos que siempre son, en última instancia, de carácter técnico? Siempre hay una solución ideal. Se trata de encontrarla. ¿Cuál es el problema aquí y ahora? ¿Estamos de acuerdo en el diagnóstico? ¿Coinciden las distintas visiones o puntos de vista en que el problema más grave ahora es que ya hay casi 30.000 muertos al menos provocados por ese virus? Partiendo de ese dato objetivo indiscutible, creo, se trata de que un equipo de técnicos, de especialistas, proponga las medidas a tomar. ¿Seguimos de acuerdo? Bien. Siguiente paso. ¿Quiénes deben decidir la composición técnica de ese equipo? Lógicamente los distintos y legítimos representantes de los ciudadanos. Cuanta mayor participación haya en esa elección, mejor. Si por distintas razones es muy difícil o imposible llegar a un acuerdo de todas o casi todas las fuerzas políticas representativas de los ciudadanos, entonces entrarán en juego las mayorías. No es lo deseable. De acuerdo. Pero si no hay otra posibilidad, es la única que queda. El Gobierno de la Nación no puede permanecer expectante ante una situación de crisis tan aguda. Está obligado a dar respuesta de forma inmediata a la situación. Puede equivocarse en la respuesta pero es preferible equivocarse a permanecer inactivo. Durante estos días he escuchado muchas veces en bocas distintas la expresión “No se puede cambiar de caballo mientras se cruza el río”. Es una frase bastante poética o épica, si queréis, pero si el caballo se niega a avanzar habrá que buscarse aunque sea un mulo, porque el objetivo no es la raza del caballo sino alcanzar la otra orilla. Y cuando uno se está ahogando no mira si está limpia o sucia la mano que se le tiende. En la otra orilla saldará las cuentas. Por si alguno no sabe a quién me refiero, no tengo dificultad en explicitarlo. Me refiero a esos señores de las diásporas centrífugas o centrípetas que, porque alguna o muchas veces en la historia han contribuido a la gobernabilidad de la “nación de naciones”, son incurablemente miopes cuando incansablemente anteponen su pequeño, si no ridículo en estas circunstancias virreinato, o sus ambiciones políticas, a los grandes intereses generales. Crítica siempre. Colaboración casi siempre. Obstrucción jamás. En estos asuntos, claro.

San Juan, 24 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.