Amigos irrepetibles. 1

No podía evitarlo. A pesar de haber sido enredado varias veces por esa persona, caía siempre en sus ardides. Tampoco podía olvidar que en los momentos difíciles por los que había pasado, él fue mi única ayuda. Eso lo explicaba todo. Aquella noche de juerga le largué un billete de 50 para que pagara las copas y, entre el gentío, desapareció de mi vista. Me quedé sin copa y sin dinero. El caso es que minutos antes él le había comprado un bocadillo a un indigente con las monedas que le quedaban. Seguro que no me huía ni se escondía. Estaría buscándome como yo a él pero el trasiego del personal y la hora que se había hecho podría habernos ocultado a uno del otro a solo unos pasos. Mi relación con él era tan contradictoria. Yo no sé. Habíamos estudiado hasta la madrugada en aquella casa que mis padres tenían en el pueblo. Después de estudiar salíamos, a veces, tapados con una manta sobre los hombros a estirar las piernas y, casi sin descansar, cuando llegaba la hora del examen, nos montábamos en su moto y el fresco de la mañana se ocupaba de llevarnos despejados a la facultad, donde, antes de entrar al aula para demostrar nuestros conocimientos, pasábamos por la cantina. Allí Juan, el camarero, sin pedírselas nos ponía sendas copas de ginebra. Era nuestro desayuno. Eso una y otra vez durante varios días. Todos los que duraban los exámenes de Septiembre. Pasaron los años. Tiempo después de todo esto otro amigo mío, Keko, que vivía en un piso pegado al suyo, me dijo que había escuchado golpes, forcejeos y gritos por la madrugada en su casa. Se temía lo peor. En los días siguientes vio cómo su mujer se tapaba la cara cuando coincidían en el pasillo o en el ascensor, pero no podía ocultar hematomas y arañazos. No daba crédito cuando me lo contaba pero esta historia se repitió muchas veces. Coincidió además con un período en el que mi amigo bebía en exceso, hasta el punto de que le dieron una baja forzada por la inspección educativa, para rehabilitarse, alarmada la dirección del centro escolar por las denuncias de agresividad hechas por alumnos y padres. Apenas nos veíamos ya en esa época. Nuestra vida profesional y familiar se desarrollaba en distintas ciudades. Sólo esporádicamente, como aquella vez en que coincidimos en un restaurante. Mi madre y yo salíamos a comer para celebrar su cumpleaños, ya había muerto mi padre, y en otra mesa, solo, se encontraba él. Nos saludamos afectuosamente, como siempre, y cuando fui a pagar la comida de mi madre y mía, nos dijo el camarero que ya estaba pagada. La relación con su mujer había empeorado y ya no convivían. Un día recibí una llamada. Le ha dado un infarto a tu amigo en la habitación de un hotel junto a la playa. Había algo que, a pesar de todo, no podía olvidar. Aquel día que salíamos de la Universidad, como tantos otros, después de haber tomado algunos chatos cerca del teatro Romea, en el Yerbero, donde siempre nos atendía el camarero con dientes desajustados y una gran mancha roja en la cara. Íbamos, como siempre, tres o cuatro amigos por la calle Trapería, esa arteria peatonal de la ciudad, desde la que visitábamos distintos bares, La Viña, Hispano, Soportales, había muchos donde entre vino y vino dábamos rienda suelta a nuestros sueños. Yendo, como tantas veces, por esa calle tan familiar, dos tipos nos paran y dirigiéndose a mí me preguntan. ¿Es usted fulano de tal? ¿Quiénes son ustedes? Sin responder me enseñaron la placa. ¿Cómo iba a decir que no?. Acompáñenos. Mis amigos dudaron. No sabían qué hacer. Pregunté si podían acompañarme. Pueden hacer lo que quieran hasta la puerta de la comisaría. Uno de ellos continuó unos pasos más con nosotros y se despidió. El otro, el que de madrugada paseaba conmigo bajo la manta, el que me llevaba en la moto, el que maltrataba a su mujer, siguió conmigo y me acompañó hasta la puerta de la Comisaría donde, a pesar de su insistencia, no lo dejaron entrar. Allí ya, un inspector me dio un bofetón en respuesta a mi silencio y a partir de ese momento comenzó la noche oscura.

San Juan, 28 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Nocte pluit tota

A pesar de mi escasa formación clásica[1], la persistente lluvia de estos días, y especialmente en las últimas horas, me ha recordado aquella hermosa historia vinculada a los versos latinos que encabezan este escrito. La cuenta Tiberio Claudio Donato.

Nocte pluit tota: redeunt spectacula mane.
Divisum imperium cum Jove Caesar habet.

(Llueve toda la noche: por la mañana se reanudan los espectáculos.
César tiene su imperio  compartido con Júpiter.)

Estos dos versos, anónimos, (un dístico) aparecieron una mañana de sol radiante en la puerta del palacio del emperador Augusto,  después de que hubiera llovido torrencialmente toda la noche, presagiando que habría que suspender unos juegos en el Circo. El emperador los elogió y quiso saber quién era el autor. Un poeta mediocre, Batilo,  se los apropió diciendo que eran suyos y fue agasajado.  Virgilio, su verdadero autor, debajo de los dos versos escribió, sin que nadie lo viese, otro verso que decía:

Hos ego versículos feci, tulit alter honores.

(Estos versos los hice yo, otro se llevó los honores).

Y a continuación escribió el principio de otros cuatro versos que empezaban así:

Sic vos non vobis……  (así vosotros no para vosotros…..)
Sic vos non vobis….
Sic vos non vobis…..
Sic vos non vobis……

Los cuatro hemistiquios eran ininteligibles si no se completaban. De esta manera desafiaba al poeta plagiador, Batilo, a que los completara. Augusto lo mandó llamar para que así lo hiciera pero no consiguió hacerlo, quedando en ridículo. Entonces Virgilio, su autor, los completó del modo siguiente:

Sic vos non vobis mellificatis, apes;
Sic vos non vobis fertis aratra, boves;
Sic vos non vobis nidificatis, aves;
Sic vos non vobis vellera fertis, oves.

(Así vosotras, no para vosotras, hacéis la miel, abejas; así vosotros, no para vosotros, lleváis los arados, bueyes; así vosotras, no para vosotras, hacéis los nidos, aves; así vosotras, no para vosotras, lleváis los vellones, ovejas).

De esta manera quedó demostrado que era Virgilio el verdadero autor de los siete versos. Algunos consideran apócrifa o falsa esta anécdota. Otros consideran que es histórica como aparece en la Vita Donatiana de Virgilio. En cualquier caso son unos hermosos versos y una historia propia de aquel gran poeta, por lo demás amigo y protegido de Augusto y de Mecenas.

[1] Obtenida en los antiguos planes de estudio que incluían la cultura y lenguas griega y latina, más acentuada aún por mi permanencia durante 10 años en el seminario diocesano de Orihuela.

Desde el salón.

Hoy el viento ha amainado. Una ligera brisa con esporádicas rachas apenas despierta a las plantas de su sueño nocturno. Las tórtolas, ajenas al viento, a la lluvia o al sol, saltan de cable en cable, donde a veces, forman una hilera difícil de contar. Las paredes rezuman la persistente lluvia de estos días, incapaces el viento y el sol de borrar sus huellas. Urracas, tórtolas, mirlos y gorriones, liberados de los humanos, se reparten el terreno. Las nubes, poco a poco, van ganando espacios al sol de la mañana que apenas deja ver sus rayos. Pocos vehículos por las calles. Aun así, el conjunto de todos estos elementos forma un sordo e impreciso ruido de fondo, permanente, sin estridencias. Se diría que es el ronco sonido del mar si no estuviéramos algo lejos de él, aunque cuando ruge podemos escucharlo. Si fuera un pintor quizá podría reflejar los variados cambios de luz que se van produciendo en todo lo que me rodea a lo largo del día. Podría pintar, por ejemplo, el fuerte contraste entre el intenso rojo volátil de la buganvilia y el penetrante blanco del intenso azahar. Podría mostrar las nacientes hojas rasposas de la higuera con todos sus nervios a flor de piel junto a las finas, alargadas y relucientes del almendro. Y las resplandecientes hojas de morera que salen vergonzosamente de sus porosas ramas sabiendo que pronto alimentarán a los gusanos de la seda. Y aquella palmera, del mundo de las jirafas, con el cuello pelado como un ganso desplumado. El laurel con sus brillantes y puntiagudas hojas olorosas dirigidas al cielo. Me recuerda el estofado de mi madre. Destaca entre tanta variedad de verde el granate del cerezo, sonrojado de sentirse diferente. Ahora, justo en este momento, como si no existiera el viento. Todo estático, en silencio, cuadro donde nada se mueve aunque cree sensación de movimiento. En las antenas de televisión algunas tórtolas posadas como si también quisieran enterarse de las noticias que se transmiten por el aire. Algo les debe quedar en los genes de aquellas viejas palomas mensajeras de las primeras guerras del siglo pasado. Mi padre me contaba, conservo viejas fotos que lo atestiguan, que en su época de servicio militar allá por los años 30, él había nacido en el 11, transportaba en carros y trenes a miles de palomas que iba soltando de trecho en trecho para que se fueran entrenando. De un contingente de 40.000 llegaban en un solo día desde Extremadura a Amberes más de 13.000 palomas. Ésas eran las buenas. Pasan las horas y todo sigue igual. Las plantas se mueven, si acaso, sin cambiar de sitio. Son, creo, las únicas que de verdad echan raíces. Solo algunas hojas y semillas viajan en el autobús del viento. Y luego el sol. Ése sí ha cambiado de posición. Ha ido describiendo una gran parábola que lo hizo aparecer por donde se mueven las barcazas de los pescadores obligados, por necesidad, a seguir echando las redes, y se le ve irse allá, lejos, tras las nubes, por donde empiezan a elevarse las montañas. Pensaréis que escribo como si viviéramos en la época de Copérnico o antes. Lo cierto es que yo me siento en mi salón y lo veo aparecer con mis propios ojos por un lado, luego se va acercando a mi posición hasta ponerse casi encima, para finalmente, alejarse por allá a lo lejos, por donde se marchan los pájaros al atardecer. La verdad es que estos días, sin lugar a dudas históricos, que estamos viviendo, en los que la prisa deja lugar al sosiego, la agitación a la calma, y con la necesaria vuelta a los primarios productos de la tierra, recuerdan bastante a aquellos en que se creía que el sol daba vueltas alrededor de la tierra, aquella sociedad geocéntrica y teocéntrica, aunque de esto último hablaremos otro día.

San Juan, 26 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Poesía y sueño.

Hoy, sentado en el salón, miro la lluvia a través de la ventana e inevitablemente me viene a la memoria “Monotonía de lluvia tras los cristales…”, aquel sencillo y hermoso poema de Machado. Aunque eso sería más bien en Soria, donde quizá la lluvia pueda llegar a la monotonía. Aquí, en estas tierras secas, estamos tan sedientos de agua que nos la bebemos en cualquiera de sus modalidades y por cualquiera de nuestras aberturas. Desde las cavidades orales hasta cogerla con las manos y dejarla penetrar por esas minúsculas oquedades formadas por los millones de poros que recorren nuestra anatomía. Ha llegado a tal punto en estas tierras la sequía que anoche, cuando dormía, y seguimos con don Antonio, soñé que la gente salía desnuda por la calle tratando de evitar con su cuerpo que cayeran al suelo las gotas de la lluvia. Observé algo realmente inusitado. Unos policías en cueros solo identificados por la gorra, paraban a la gente para denunciarlos por ir justamente como ellos, desnudos. ¡Ah! Pero nosotros somos policías, respondían ante la sorpresa de los multados. Algunos se resistían a firmar la multa, otros lo hacían y veían cómo su firma se desleía por la fina lluvia que caía sobre aquellas hojas de plástico que los polis llevaban guardadas bajo el sobaco. Inimaginable ver cómo después de extraer el bolígrafo del trasero lo exponían a la lluvia antes de pasárselo al denunciado para evitar el lógico mal olor del tintero. Ya sé que algunos detalles del relato afean la belleza y sonoridad de esos hermosos y sencillos versos del poeta, pero en honor a la verdad, me veo obligado a reflejarlo. Igual que cuando vas a deleitarte con el perfume de una rosa y acaba sangrándote la nariz herida por sus espinas. Y sigue el poeta:

“Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de la lluvia en los cristales”.

Ahora, en estas horas, en estos días, los colegiales berrean, protestan, gimotean, encerrados en sus casas, sin poder dar rienda suelta a sus impulsos de carrera, de juego, de pelea. Y la lluvia, caprichosa, va y viene con los vaivenes del viento. Si es del Este, quizá llueve. Si del Oeste, esas montañas que nos protegen del frío, nos privan de las lluvias. Y ¿cómo acaba el sueño? Era tanta la gente que se aglomeraba desnuda por la calle que los polis desistieron, incapaces, de su trabajo. Inidentificables sin uniforme y desprovistos de la gorra, abandonaron por el suelo libretas de plástico y bolígrafos, hundidos en el barro y comenzaron a disfrutar, como los demás, de los placeres de la lluvia sobre los cuerpos. En los más jóvenes, la lluvia, sin obstáculos, resbalaba formando riachuelos que iban desde la cabeza y los hombros chorreando por espalda, nalgas, piernas y pies hasta el suelo. Había quienes acariciaban la piel de sus vecinos lamiendo los canalillos del agua en dirección contraria a su caída. La que caía por el pecho y el vientre, se entretenía en el bosquecillo del pubis, donde algunos la saboreaban como si de una fuente mágica se tratara. No había diferencia entre jóvenes y ancianos, por cuya piel con arrugas, el agua se demoraba recorriendo sus estrías horizontales hasta caer, extenuada de tan largo y zigzagueante recorrido, a tierra, convertida en barro. De donde dicen los libros antiguos que proceden los humanos.

San Juan, 24 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

¡Qué día tan hermoso!

Ya sé que hoy tengo ante mí todas las posibilidades que me ofrece un nuevo día.

Y vaya si las aprovecho. Me levanto y experimento que sigo vivo y sin las manifestaciones más palpables del nuevo mal que nos invade. No tengo fiebre, no toso, no me duele la garganta. Y, además, cosas que se van aprendiendo según pasan los días, huelo los calcetines que dejé a los pies de la cama, el familiar olor del café, ¡ay, en la cocina! y no en el bar, donde me tienen cogida la medida, y hasta lo saboreo. Hasta ahora todo bien. No hay motivo de preocupación. Incluso me puedo sentir satisfecho. Continúo con las rutinas. Funciones fisiológicas. Me miro ante el espejo. Algo desgreñado porque tampoco voy a llamar a la peluquería para que vengan a mi casa. De todos modos hubo una época en que mis amigos, aún lo hacen algunos, me llamaban “El Rizos” porque algo rizada, se me pone la cabellera como si fuera una escarola. Eso sí, el afeitado diario no lo perdono. Y tampoco tendría por qué. Una de las razones de mi afeitado diario aparte de la estética, ha sido siempre mi afición a besar la cara, de mis nietos por supuesto, y de mis muchas amigas y conocidas. De ahí también la costumbre, los de mi casa dicen vicio, de echarme colonia después del afeitado. De hecho mis nietos han llevado esa costumbre hasta echársela no solo en la cara sino a difuminarla por ropa y piernas en un ejercicio casi acrobático. Aunque quien más se ha visto afectada por esta restricción oscular[1] ha sido mi mujer. Ya que uno de los puntos calientes, en muchos sentidos, de la propagación del mal son los labios. Sí, ya lo sé, he hecho hasta ahora bastantes cosas, pero ¡diablos!, sólo son las 8.30 de la mañana. Me voy a la cocina. Tostadas con aceite, jamón york, mantequilla, mermelada de tomate y un gran vaso de té. Ya estoy vestido. Se me olvidaba decirlo. Me gusta vestirme antes del desayuno porque así, con el último bocado cojo las llaves de la casa, las dejo en un hueco del algarrobo para no llevar peso inútil en los bolsillos y salgo a la calle, unas veces a pie, otras en coche. Esto es un automatismo tan interiorizado que, cuando me dirijo a las llaves, antes de cogerlas me paro y me digo. Pero ¿adónde vas, tío? ¿Se te ha olvidado que no puedes salir a tomar el café de cada día? Total, que aquí estoy, con casi todos los quehaceres de la mañana hechos y solo son las 9. A mis compañeros de existencia diaria, mujer, hija y nietos, (los demás están en Bruselas) ya los llevo oyendo un rato, empezando por los últimos. Me subo al salón, donde únicamente consigo aislarme dentro del confinamiento. Y leo, escribo, observo el paisaje, estos días agitado por el viento y por la lluvia. Y así van pasando los días. Pero hoy precisamente no tengo ganas de leer ni de escribir y me da igual el paisaje. Tampoco es una obligación la escritura ni la lectura ni la observación del paisaje. Sí, ya sé, no hace falta que nadie me lo recuerde, sé que la lectura instruye, informa, te desplaza a otros lugares, pero hoy no tengo ganas de instruirme ni de informarme ni de viajar a ningún lugar. Tampoco tengo ganas de recordar mi pasado y el de mi familia y amigos escribiendo sus historias. ¡Vale! Que se me olvide. Y del paisaje estoy hasta los mismísimos… Y bueno, luego quizá corra por el patio con mis nietos y aprendamos alguna poesía, subiremos a la cabaña a ver si la tortolita del nido ha salido ya del huevo. Pero todo eso será más tarde. Ahora estoy aquí sin ganas de hacer nada de todo eso. Y solo son las 9. ¡Cielo santo! ¡Qué día tan hermoso!.

San Juan, 23 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

[1] Me veo obligado, dada la falta de cultura clásica impuesta por las autoridades escolares, a explicar que ósculo viene del latín “osculum” y significa “beso”.