Retazos. 13.

Estoy pasando unos días en el Siscar, acompañado de Inma y los niños. Mi hija está de excursión por Málaga y mi hijo en Bruselas donde reside. Cuando hablo de los niños me refiero a mis nietos que cada vez ocupan más el tiempo de estancia aquí, donde los amigos se reducen con el paso de los años. Esta mañana, después de subir al monte con mi amigo José Francisco, ¡es curioso cómo nuevos amigos reemplazan a los desaparecidos!, he ido con Juan a visitar al hijo del antiguo peluquero, José María el barbero, del que decían que estaba un poco loco, y todo, según creo, porque en las madrugadas de no sé qué fechas, recorría el pueblo a lomos de un caballo. Su hijo, también José María, esas costumbres de heredar el nombre también se van perdiendo, lleva el camión de unos viveros y además cría animales en unas conejeras o cuadras del patio de su casa. Pollos, faisanes, pavos reales y sobre todo conejos, de los que con relativa frecuencia le compramos alguno, o bien para comerlos allí mismo con patatas fritas o con arroz, o para llevárnoslos a San Juan. Mi nieto quería hoy un conejo, pero vivo. Cuando hemos llegado a su casa y le he dicho a José María el objetivo de la visita le ha preguntado a Juan:

— ¿De qué color lo quieres?
— Blanco, le dice el niño.

Allá que entra José María a la conejera y sale con un hermoso conejo blanco. Un saco de cáñamo que había arrugado por allí encima entre otros enredos ha servido para llevárnoslo a casa. Juan iba tan contento y despreocupado con su trofeo en la mano, apenas daba crédito a haberlo conseguido, que la base del saco casi rozaba el suelo de la calle. De vez en cuando me lo pasaba, era demasiado peso para él. En el patio de la casa y ante la sorpresa de su hermana y de su abuela ha abierto el saco y ha salido el conejo blanco como si un mago lo hubiera hecho aparecer bajo el sombrero de copa. Lo ha tenido un rato entre macetas y revolcones. Cansado ya del conejo lo hemos vuelto a meter en el saco, un poco mojado de arrastrarlo por el patio recién regado, y se lo hemos devuelto a su dueño.

— José María, le dice Juan, queremos llevarnos dos conejos muertos, pero no el blanco. Y uno de ellos troceado como siempre, pero el otro sin despellejar.

Juan quería despellejarlo y partirlo él en casa. A pesar de mi insistencia y la de José María en que lo despellejara allí mismo, Juan se ha salido con la suya y nos hemos llevado los dos conejos, uno despellejado y troceado y el otro muerto pero sin despellejar. Al llegar a casa le hemos quitado el pellejo entre Inma y yo, como se ha hecho toda la vida, soplando a la altura del lomo para que no se interfieran los pelos, abriendo una brecha con un cuchillo, metiendo los dedos y estirando de la piel en dirección contraria hasta la mitad de la cabeza por un lado y de las patas traseras por otro. Se recorta por ahí la piel y, ya colgado con una cuerda en los barrotes de la escalera del patio, se va cortando la carne después de vaciarle las tripas y restos de excrementos de la barriga, quitándole con mucho cuidado la hiel para que no se rompa y amargue la carne que roza. Inútil toda advertencia. El niño, enfrascado en la insólita operación de cortar trozos, acaba salpicado por alguna de las inevitables gotas de sangre que el balanceo del pobre animal colgado de la escalera proyecta en ropa, manos y cara.

San Juan, 27 de Abril de 2017.
José Luis Simón Cámara.

Sueños. 29.

–¿Has leído algo de Javier Cercas?

Le pregunto mientras vamos hacia la playa. No se trata de una pregunta impertinente porque con frecuencia hablamos de libros, de las últimas lecturas, sobre todo si por alguna razón nos han llamado la atención. En los últimos meses se había multiplicado la presencia de obras sobre la guerra o posguerra tanto en España como en Alemania. Meses atrás hicimos un viaje a Munich y una de nuestras asiduas compañeras matinales es alemana.

“A sangre y fuego” de Manuel Chaves Nogales, “Los girasoles ciegos” de Alberto Méndez, o “Palomas en la hierba” de Wolfgang Koeppen y “El lector” de Bernhard Schlink, son algunas de las obras leídas y comentadas en nuestras conversaciones cuando corremos y muestran como pocas la crueldad de que es capaz el ser humano. En la península Ibérica, con una España desgarrada por la guerra civil y en la culta Alemania, patria de insignes filósofos, pensadores y músicos, donde el horror alcanzó límites inimaginables. Y decía que la pregunta era pertinente porque pensábamos regalarle a Rafa por su cumpleaños la última novela de Javier Cercas, que es justamente un ejercicio de desmitificación de un tío suyo que en el imaginario familiar era considerado un héroe de la guerra civil. El autor lo coloca en el sitio que le corresponde, como debió de ocurrir a la mayoría que, con contadas y admirables excepciones, le tocó en suerte o en desgracia la pertenencia a uno u otro bando por razones geográficas o familiares más que por razones propiamente políticas. Sí que había leído otra obra del autor publicada años atrás, “Soldados de Salamina”, aunque alguien le había dicho que, por su dificultad, se trataba de una obra para especialistas, para expertos. Le digo que estoy en absoluto desacuerdo con esa apreciación, al tiempo que, llegando a la playa, nos acercamos a una casa invadida por el agua del mar y, a pesar de eso, habitada, porque aparece una señora como saliendo de la cocina, con agua hasta la cintura. Quizá pudo influir en el sueño la reciente visita a Guardamar del Segura, donde vi no solo casas devoradas por el imponente oleaje de hace unos días sino grandes trozos de la carretera también comidos de forma irregular. La señora avanzaba esforzándose entre el oleaje que le lamía hasta el pecho y levantando los brazos para proteger el plato con una tortilla de patatas que parecía llevar hasta el comedor, un poco más allá, donde su familia esperaba sentada en torno a una mesa que flotaba literalmente sobre el agua. Nosotros, casi ajenos a aquella circunstancia, como considerándola normal, discutíamos sobre la comprensión de la novela y la dificultad o no para entenderla. Un viejo tema de discusión en el ámbito de la cultura. ¿Hay que facilitar la comprensión de un texto dándolo mascado para la mayoría o es mejor intentar elevar el nivel cultural del pueblo con obras difíciles que exijan un esfuerzo?. ¿Acaso los refranes, quintaesencia del saber popular, no son una muestra ejemplar de la capacidad del pueblo llano para entender lo difícil? “Ande yo caliente y ríase la gente”, “Cuando las barbas de tu vecino…..”, “Más vale pájaro en mano que ciento volando”, “Obras son amores y no buenas razones”, etc.. ¿No son acaso condensaciones culturales perfectamente entendidas, asumidas y usadas por el pueblo llano incluso carente de estudios?.

Días después, en el reconfortante y acogedor ambiente de un bar del pueblo, alrededor de una mesa, jamón, queso, manitas de cerdo y vino, le regalamos “El monarca de las sombras”.

San Juan, 5 de Abril de 2017.
José Luis Simón Cámara.

Sueños. 28.

Una irreprimible necesidad fisiológica me asalta en medio de la ciudad. Abochornado, entre la urgencia inaplazable y la vergüenza, busco una calle de las menos transitadas y, recogiendo los ojos a mi entorno más estrecho, trato de salir del paso lo antes posible. Pero es bien sabido que la prisa, en estos casos y normalmente, es mala consejera y más bien dificulta que ayuda. En un intento de justificar mi situación voy mentalmente recorriendo la fauna urbana, hombres y animales, incluidos los pájaros de las más variadas especies que con sus excrementos corroen las joyas de la arquitectura civil y religiosa. Los perros no solo disponen ya en muchas ciudades de canódromos o pipicanes para solazarse en medio de las ciudades sino que los ayuntamientos facilitan bolsas de plástico en algunos enclaves para recoger sus deposiciones. Las caballerías, donde aún pasean por las calles, trátese de Sangonera la Seca o de Londres, pueden hacer sus necesidades en plena calzada y no solo no está mal visto sino que se considera una reminiscencia de la antigüedad, cuando los animales casi convivían con los humanos. Yo aún he visto a algunas mujeres ir recogiendo sus boñigas para echarlas a las plantas como abono.

Después del sofoco personal ante esta situación y mientras estoy recogiendo con pañuelos de papel el fruto de mis entrañas se acerca una señora con papel y lápiz en la mano, pidiéndome, eso sí, muy educadamente, mi nombre y dirección.

Yo, sorprendido y humillado, pero incapaz de negar la evidencia, porque suponía que los datos serían para comunicarlos a la autoridad municipal con el fin de que no quedara impune mi acción y además de sufrir la vergüenza pública fuera objeto de alguna sanción económica, comencé a darle los datos que me pedía.

Al decirle mi nombre y mirarme la cara, ya frente a mí, la dureza de su gesto comenzó a suavizarse.

— ¿Es usted entonces el hijo de Doña Rosita y Don Antonio, los maestros de La Aparecida?

— Para servirle.

— ¡Vaya, hombre, ahora me explico por qué sus rasgos me resultaban tan familiares. Sus padres fueron los maestros míos y de mis hermanos en el pueblo, aunque luego mi familia se trasladó a la ciudad donde vivimos desde hace muchos años.

No sé si aquel reconocimiento acrecentó aún más mi vergüenza por haberme descubierto en aquella situación de la que por otra parte no tenía por qué avergonzarme porque uno no elige dónde puede asaltarle una apendicitis, un infarto o un dolor irreprimible de barriga que lo haga doblarse en medio de la calle o caer de bruces sobre la acera o colocarse en cuclillas en cualquier rincón.

Sin decir una palabra más la señora se guardó el lápiz en el bolsillo, rompió el papel donde había anotado mi nombre, echó los trozos a una papelera próxima y, desde allí, alejándose, me dijo:

— Lamento que nos hayamos encontrado en estas circunstancias. Tengo un recuerdo inolvidable de sus padres.

Desolado, me vinieron a la cabeza los versos que Calderón puso en boca del príncipe Segismundo:

“¿Y yo, con más albedrío,
tengo menos libertad?”

San Juan, 24 de enero de 2017.
José Luis Simón Cámara.

Retazos. 9.

Después de comer me dirijo al salón, muchos días, como hoy, sin lavarme los dientes. A veces me los enjuago con el último trago de vino, como hacía mi abuelo. Bajo las persianas hasta dejar una línea de un palmo para mitigar la rabiosa luz del sol de después de mediodía, me acomodo en el sillón mecedora con orejeras, sobre las piernas apoyadas en un taburete con almohada extiendo la manta desde los pies hasta los hombros, me desato la correa, me desabrocho los botones y me bajo la cremallera del pantalón para aliviar su presión sobre el vientre. Entorno los ojos sobre los que va cayendo el suave sopor del sueño y entonces, cuando experimento todas esas sensaciones de satisfacción, de serenidad, de recogimiento, rodeado de silencio, de penumbra, de calor, si acaso el lejano canto de un pájaro o la tenue presencia de un rayo de sol que se filtra por los ojos de la persiana semibajada, entonces me acuerdo de aquellos amigos que hace ya algunos o muchos años nos dejaron y ya no pueden experimentar esos pequeños placeres.

Como dormirse junto a la ventana con la luz tamizada por la cortina después de una comida frugal tras los excesos de estos días.

Como saborear el raro placer de añadir otro año más a la suma de los que ya hemos vivido.

O sentir el sudor tras una larga caminata por la sierra o por cualquiera de las etapas tantas veces recorridas del viejo y ya gastado Camino de Santiago.

O paladear y hasta romper por la fuerza del brindis, como hemos hecho muchas veces juntos, unas jarras de cerveza o unas botellas de vino con berberechos o con michirones, no, no con chipirones, eso es otra cosa, he dicho con michirones, sí, esas habas secas cocidas con trozos de jamón y chorizo, ajo y laurel, que suelen tomarse en invierno por la huerta de Murcia.

O contemplar extasiados la inmensidad del mar.

O el vuelo de los pájaros.

O el paso de las nubes en el horizonte.

Porque ¿para qué hablar de otras cosas que también están ahí?, y todos sabéis a cuáles me refiero, como por ejemplo a besar y ser besado o a querer y ser querido, cosas que no son tan difíciles, aunque a veces parecen imposibles.

O como fotografiar una mariposa.

O quedarse embobado viendo pasar a una mujer hermosa.

O apenarse cuando te encuentras a alguien pidiendo limosna por la acera.

O sonreír con los traspiés de un niño que da los primeros pasos.

O enfurecerse cuando un banquero arrebata su casa a un desahuciado.

O recordar aquel día afortunado en que los análisis dieron negativo a la prueba del SIDA.

O pararse a ver reflejado en los escaparates el paso de la gente.

O, no sé si es incorrecto, entretenerse hurgándose la nariz cuando uno cree que nadie lo observa.

O sentir simplemente el cálido sol del invierno sentado en la puerta de tu casa.

¡ Cómo los echo de menos en cualquier circunstancia ¡ Ese es el precio del cariño.

¿Y si no los hubiera conocido? Claro está. Me hubiera librado de esta pena. Pero ¿De qué tesoro me hubiera visto privado sin su presencia?

San Juan, 9 de enero de 2017.
José Luis Simón Cámara.

Cena de 60 aniversario de Jesús.

En la historia de nuestro grupo atlético casi todos conocen muchos hechos y anécdotas de sus miembros a lo largo de estos últimos años, y especialmente de Jesús que no se suele perder ningún sarao y al que estamos dedicando hoy la noche. Pero, claro, por lógica, sólo de los últimos o recientes años. Porque nuestro grupo que comenzó a formarse por 4 ó 5 amigos hace casi 30 años, ha crecido en este tiempo, si me pongo bíblico, como las estrellas del cielo y las arenas del mar.

Aquí está la muestra, de aquellos 4 ó 5 iniciales fundadores , bien veis cómo nos hemos multiplicado aunque no todos han podido venir.  Por cierto el nombre Atotrapo fue resultado de una de las conversaciones matinales mientras corríamos hacia la playa que siempre ha sido fuente de inspiración para nosotros o sumergiéndonos en el mar o quedándonos extasiados contemplando la salida del sol sobre las aguas.

Pero hay algunas anécdotas, en concreto la que voy a referir, que quizá desconozcáis la mayoría porque solo fuimos testigos de la misma Jesús y yo.

Esta es la historia.

Tuvo lugar la noche del 16 de Enero del año 1992.

La mañana de aquel día Jesús me recogió con su coche en casa y pusimos rumbo a Jaén. Íbamos a correr la carrera de San Antón. Hicimos 400 kilómetros para correr 7. ¡Peor hubiera sido hacer 7 en coche para correr 400!  Yo ya comencé a notar los efectos de la carrera la noche anterior en que tuve que levantarme varias veces al aseo. Mi barriga estaba tan ligera como una liebre sin parar de entrar y salir de la madriguera. Hicimos un alto por la sierra de Albacete para comer. Exactamente en El Jardín, un caserío junto a un riachuelo sombreado de choperas. Allí, en un bar del camino, tomamos una sopa, algo de arroz y un trozo de dulce de membrillo, astringente natural, para sujetar el vientre. Jesús siempre me recuerda que allí compré una navaja. Aquellos viajes de la infancia en tren al paso por Albacete. Entre sueños y frío subían los vendedores de navajas al tren con el pecho cubierto por un expositor lleno de navajas de distintos tipos y tamaños despertándonos con su grito de “¡Navajas de Albacete”!

Llegamos a Jaén a media tarde. Allí nos encontramos con Pinki, en aquella época profesor de francés en el instituto de Santiago de la Espada, allá por la sierra de Cazorla, acompañado del profesor de Griego.

Se iba echando la noche encima y comenzaron a encenderse las hogueras por la calle. Para calentarnos un té en un hotel próximo donde se alojaban los atletas de élite, algunos morenos ya en aquella época y también un vecino de San Vicente  al que Jesús, tan osado como siempre, abordó y con el que conversamos un rato, antes de la carrera.  Incluso nos hicimos unas fotos con él. Se trataba de Domingo Ramón, explusmarquista español de 3.000 metros obstáculos y diploma olímpico en los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980. Cuando salimos a la calle el frío se había hecho más intenso. No estábamos en San Juan junto al mar. Aquello era Jaén, a unos 700 metros de altitud.

Llegaba la hora de la carrera. Nos cambiamos en el coche y salimos a correr escoltados por las hogueras encendidas en la calle y las antorchas que portaban algunos de los que nos miraban pasar y nos ayudaban a soportar el frío de la noche. Acabada la carrera y junto a una gran hoguera, Jesús reconoció a uno de los organizadores sobre el escenario. ¡Cómo no! ¡Era de Puente Genil. Se saludaron y abrazaron. Después de la carrera volvimos a algunos rincones del barrio viejo por los que habíamos pasado,  pero ahora ya para tomar algunos tragos y sus correspondientes tapas, sana costumbre de aquellas tierras.

Acabamos en un bar abarrotado de gente. Entre la calle y el bar, lleno de calor humano, podría haber una diferencia de hasta más de 20 grados de temperatura. Nosotros, como todo el mundo, tomamos una hogaza pequeña de pan  con aceite o manteca de la caldera, tortilla  y trozos de tocino a la plancha. Desde allí, serían poco más de  las 12 de la noche, salimos en dirección a San Juan con otros 400 kilómetros por delante. Jesús trabajaba el día siguiente que era viernes, 17 de Enero y yo quería pasarlo, como hacía todos los años, con mi padre que celebraba su santo el día de San Antón.

Acabábamos de salir de Jaén cuando vimos a un chico haciendo autostop en la orilla de la carretera. Jesús, buen samaritano, paró  y el chico, al que apenas entendíamos, se subió al coche. Desde el asiento de atrás y  apoyados los antebrazos en los asientos delanteros farfullaba mensajes indescifrables y nos enviaba tal vaho etílico que poco faltó para que nos atufara. Antes de llegar al siguiente pueblo, en el camino, conseguimos entender que nos invitaba e insistió tanto en invitarnos a tomar algo como forma de agradecimiento que paramos el coche donde él nos indicó al llegar al pueblo. Justo enfrente había un garito  con luces de colores donde entramos. No es que tuviera pinta de puticlub. Es que era un puticlub.

Aunque estábamos impacientes por largarnos de allí fue tanta su insistencia que tuvimos que pedir alguna consumición.  Nuestro anfitrión desaparecía y aparecía inesperadamente.  Bastaba que hiciéramos el menor amago de largarnos para que su presencia se hiciera inevitable. Aquellos muelles sillones donde nos repusimos del cansancio acumulado a lo largo de todo el día ¿facilitaron algún encuentro subrepticio amparado por la tenue luz de los reservados? Aquellas relajantes caricias ¿tuvieron lugar realmente o fueron hijas de la somnolencia? Perdidos en aquella maraña de estancias y juegos de luces, no sé si la castidad de mi amigo Jesús sucumbió a las sucesivas tentaciones que la fueron asaltando tras las silenciosas cortinas rasgadas por una música arabesco-andaluza. No recuerdo cómo conseguimos zafarnos de nuestro generoso anfitrión y salir de aquel laberinto. Cuando logramos salir de aquel ambiente embrujado, hijo del cansancio, la excitación, el fuego, las alucinaciones del viaje, y volvimos a esos cerros sembrados de olivos perfectamente alineados como si fueran un ejército en formación o la cabellera de una palmera peinada por el viento, parecía que entrábamos en otra dimensión sin nada que ver con la que dejamos tras aquella puerta que nos facilitó la salida del recinto al que la cortesía hacia nuestro ocasional huésped nos había hecho entrar. Todo aquello quedó entonces y sigue aún ahora, 25 años después, envuelto en las brumas del recuerdo.

Esto nos ocurrió aquella noche a mí y a este caballero, a Jesús, que desde luego es el cuerpo de este informal y atípico grupo atlético, no sé si también es su alma.

No penséis que invento para la ocasión. A veces mis palabras rozan la ficción por ayudar a la razón a salir de la monotonía diaria de nuestra vida, pero muchas otras veces no son más que una liberación de la imaginación que, apoyada en hechos de la realidad, la sobrevuela y estimula intentando singularizar y novelar lo cotidiano.

Un abrazo de todos para Jesús y de Jesús para todos.

San Juan, 10 de Febrero de 2.017.
José Luis Simón Cámara