Sueños. 18.

Potemi turón.

Me bajé con él desde la montaña en un coche de alquiler. Cuando lo entregó, dejó unas bolsas atadas con candado a un poste metálico y con otra al hombro nos dirigimos hacia donde había dejado su coche. Llegamos a un edificio antiguo, más bien viejo, con una gran puerta de madera, tras la que se amontonaban cantidades incalculables de mesas y sillones viejos, él diría que antiguos porque el valor que les atribuía era incalculable, solo explicable si se trataba de muebles con más de dos siglos de antigüedad por lo menos. Allí guardaba también el coche grande en que solía desplazarse. Sólo cuando se movía por la ciudad alquilaba uno pequeño para tener más movilidad. Yo estaba asombrado de ver aquella cantidad de muebles de tanto valor y guardados allí en un viejo almacén y como si de trastos inútiles se tratara.

—¿Cuánto crees que puede valer un sillón de éstos?

Yo no tenía ni la menor idea, hice como que intentaba calcular por si él se adelantaba y me libraba de aquel compromiso, como finalmente ocurrió.

—Si te dijera que no vendería un ejemplar por un millón de pesetas ¿te lo creerías? No tengo ninguna prisa y aquí están muy bien guardados.

—Bueno, eso de que están muy bien guardados es relativo porque cualquiera puede darle un golpe a la puerta, echarla abajo y cargar varias piezas en una furgoneta.

—Ah, amigo, todo eso lo tengo ya pensado. El seguro me pagaría el doble por cada pieza robada o deteriorada, además del arreglo de la puerta.

Al poco rato se escucha el timbre y Peñaranda, así se llamaba mi amigo, abrió la puerta desde donde estaba con un mando a distancia. Aparece un personaje, como un ujier con ropa de paje medieval y pregunta por el dueño.

—Yo soy, dijo Peñaranda.

Tras el ujier entra un alguacil que le muestra una orden judicial y sin más preámbulos sujeta el muslo del propietario al suyo propio con unas esposas, en este caso musleras, gigantes. A continuación otro miembro de la comitiva armada que acompaña al ujier y al alguacil le hace una incisión en la pierna y comienza a brotar sangre. Nada de esto parece inquietar a mi amigo que, imperturbable, acepta sin ninguna protesta todo lo que le van haciendo. Cortan la hemorragia e inmediatamente se hace un silencio y alguien pronuncia unas palabras incomprensibles:

Potemi turón.

Todos se arrojan al suelo incluido mi amigo que está literalmente pegado por la pierna al alguacil. Yo permanezco en pie y como fulminándome con la mirada uno de los lacayos se me acerca y con un rayo poderosísimo de luz que brota de un artefacto manual me obliga a echarme a tierra. El rayo de luz es tan potente que parece más bien un punzón metálico. Se escucha entonces una música polifónica cantada por un coro de voces tapadas por enormes capuchas puntiagudas que van rodeándonos y girando en torno a nosotros. De vez en cuando cesan los cánticos y se escuchan las palabras mágicas del principio: Potemi turón. Mientras tanto, nosotros allí, postrados, vemos cómo el techo de la nave, empujado por el haz de luz, se va abriendo lentamente y aparece el cielo, más azul que nunca, repleto de estrellas tan brillantes que sus agudísimas puntas parecen herirnos la retina.

Poco después, ya despierto, recordaba aquel local donde la música apenas nos permitía escucharnos. Era seleccionada para gente con no muchas cosas que decirse, más bien con ganas de aturdirse. Vi que se dirigía al camarero con ademán de echar mano a su cartera y me adelanté a pedir la cuenta. Claro que protestó pero le dije que aquello no era más que la prolongación de mi invitación a comer en casa. Fue después cuando nos dirigimos a su coche para bajar a la ciudad y a partir de aquel momento todo comenzó a tomar un sesgo imprevisible. Yo sabía de su afición a los coches viejos y a las antigüedades pero no imaginaba hasta dónde podía llevarnos aquella afición.

San Juan, 28 de diciembre de 2015
José Luis Simón Cámara.

El ruedo ibérico (1)

Ya empiezo a tenerlo claro.
Con la cabeza en ebullición por el fuego que estos días propagan todas las tertulias radiofónicas y televisivas, esta mañana, mientras me duchaba después de caminar junto al mar, siempre relajante, he caído en la cuenta. Ahora me explico el inexplicable silencio de Rajoy. Ahora me explico su inalterabilidad ante las insinuaciones o acusaciones directas de pasividad, de falta de coraje para coger el toro por los cuernos y tener el atrevimiento de presentarse con un discurso de regeneración democrática en el Parlamento solicitando el apoyo de algunas decenas de diputados que, entre los 237 que hay aparte de su grupo, podrían dárselo si su programa se adapta a las urgentes necesidades del momento.
Y ya sé que justamente en estas semanas, como si estuviéramos en el frente, le han estallado en las manos varias bombas de relojería, sumadas a otras anteriores en muchas latitudes y a muchos niveles, incluidos los más altos de su partido, con los que él se había comprometido en discursos que, reproducidos por las hemerotecas, abochornan al más bienpensante.
A pesar de todo esto, piensan algunos que el superviviente está esperando en la puerta de su casa ver pasar el cadáver de su enemigo que va a ser incapaz de llegar a acuerdos con las heterogéneas fuerzas que tiene ante sí para lidiar sin contar, por supuesto, con las fuerzas centrífugas, que más bien están por prolongar la agonía gubernamental aprovechándola, como en su día el moro con el dictador para anexionarse el Sáhara, para en el río revuelto proclamar la desconexión definitiva de una parte de las Españas.
Y aquí está el motivo. Esa es, al menos, la conclusión a la que he llegado mientras me duchaba y se me refrescaba la cabeza del calentamiento generalizado.
Y es que, teniendo en cuenta la situación en el mundo y en nuestro país, todos pueden llegar a acuerdos de, por ejemplo, carácter económico. Todos están a favor de la regeneración democrática, de las reformas y mejoras sociales, de blindar de una vez por todas, las leyes de Educación y de Sanidad.
¿Dónde está entonces el escollo? ¿Cuál ha sido el problema que ha paralizado al presidente en funciones?
El tema catalán. Después de haber dicho ya tantas veces que nadie está por encima de la ley, que todos deben cumplir la Constitución y que no permitirá que se infrinja, estamos asistiendo todos los días a sucesivos pasos que bordean la vulneración de la letra o del espíritu de la ley. Y ¿cómo poner coto a tanto desmán?
Ahí es donde él se ha quedado en el burladero sin atreverse a lidiar el toro. Quizá por eso, y en previsión del futuro, en Cataluña se anticiparon con la prohibición de las corridas. Ahí es donde el diestro Rajoy ha dejado la faena para que el novillero tome la difícil alternativa.

San Juan, 5 de febrero de 2016.
José Luis Simón Cámara.

(1) Titulo así esta serie en recuerdo de aquel, en palabras de Primo de Rivera, “eximio escritor y extravagante ciudadano” Don Ramón María del Valle Inclán, hombre clarividente e indomable.

Galería de personajes. 11.

La estanquera

Acabo de darme cuenta, ¡esto de la discriminación positiva!, de que en la galería de personajes no figura una sola mujer. Aunque curiosamente sigo más su estela que la de los chicos, no sé por qué hasta este momento no he sentido el impulso de cogerlas ente manos para esbozar unas pinceladas sobre algunas de las que con frecuencia me llaman la atención. Pensaréis que esta observación tiene relación con una reflexión lógica o de equilibrio en los retratos, no, ha sido pura casualidad detenerme a pensarlo. Recordando el título de uno de mis últimos retratos, “Érase un hombre a una bolsa de plástico en la mano pegado”, parecía que la concordancia de “pegado” podría ser “la mano” por su proximidad, aunque realmente no lo era, y para que hubiera sido correcta esa concordancia habría habido que cambiar el sujeto “un hombre” por otro como “una mujer”, y ahí, en ese punto, me he dado cuenta de que aún no había incluido a ninguna en estas galerías. Y puesto que cualquier momento es bueno para comenzar me pongo, sin dilatarlo, manos a la obra.

Aunque ya no fumo, con frecuencia surto de tabaco a mi esposa que sigue empeñada en lanzar señales de humo ahora ya que todo se comunica con el móvil. Y allí, en el estanco la veo, la miro, la observo, no ahora en el momento de esbozar estas pinceladas sino desde hace años, cuando también yo, admirador de los indios, de su vida libre e infausta suerte, gustaba de fumar la pipa de la paz.

Morena, de formas redondeadas, ojos penetrantes, oscuros, casi siempre como si acabaran de despertarse o no sé si con falta de sueño. Más que morena, morenaza, no por la intensidad del color sino por el tamaño del color, sí, claro que tiene tamaño el color. Y ahora, si paso a describir sus proporciones se me dirá, sin razón, que puedo rozar el machismo. Oiga, a ver si no se puede ya ni piropear a una mujer escultural que pasa por la calle. Pues sí, su culo, en el escaso espacio para moverse detrás del mostrador, no suele pasar inadvertido. Espero que nombrar una parte de su anatomía no me lance al averno de los réprobos. Vamos, al pan, pan y al vino, vino. El culo es el culo y sanseacabó. También podemos llamarlo nalgas o trasero, que quizá a algunos resulte más delicado, pero para qué andarse con esas lindezas o más bien gazmoñerías, teniendo esa otra tan antigua, tan moderna, tan expresiva.

Más de una vez, mientras espero ser atendido, he observado cómo la vista de los clientes se desplaza inevitablemente desde el armario donde permanecen quietas todas las labores de tabacos hasta esa parte de su anatomía en movimiento o hacia el amago de la temblorosa línea divisoria que el jersey de pico deja entrever entre las cordilleras de su pecho. Algunos hay tan embelesados que cuando se les pregunta lo que quieren tienen que hacer un esfuerzo de concentración porque se les ha olvidado el objeto de su visita, a menos que el tabaco no fuera sino el pretexto o ambos motivos estuvieran entremezclados. Ya sé que es automático el gesto de coger el paquete de tabaco del armario, pero lo hace como si la pulpa carnosa de sus dedos lo acariciara, como si transmitiera al cliente su delicadeza, su proximidad, su cordialidad. Aunque a veces, el gesto hosco, la mirada furtiva, el párpado caído, la muestran, como a todos, sujeta a los sinsabores de los humanos. El paso de los años ha ido redondeando aún más aquellas formas, pero su cadencia, su armonía, su parpadeo, no se han visto dañados por el tiempo que, en su caso, la ha tratado como si los años fueran días y las noches albas.

Con la actual legislación ya no es posible pero, con los ojos semicerrados, puedo imaginármela al otro lado de las volutas de humo que como géiseres llenan de misterio y embrujo el estanco por donde se mueve como pez en el agua.

Aún así no he vuelto a fumar.

San Juan, 15 de diciembre de 2015.
JoséLuis Simón Cámara

Neuronas

Durante mucho tiempo algunos hechos históricos han sido mis puntos de referencia en el pasado lejano, como 1789, 1917 o más recientemente 1977, 1989 o la llegada de un presidente negro al país más racista y poderoso del siglo pasado. En los últimos años el punto de referencia está siendo sustituido por la desaparición de mis amigos que se está produciendo a un ritmo alarmante, porque no sé si la vida seguirá ofreciendo los mismos alicientes cuando el corazón y la cabeza empiecen a quedarse huérfanos de amigos y de amores.

Hoy, miércoles, esperaba sentado en la clínica Vistahermosa para vacunarme contra la gripe y la neumonía que, inopinadamente, me atrapó a principios de 2012, pocos días después de la muerte de mi amigo Santi, y que me dio el zarpazo justamente el día que junto a otros amigos estuvimos haciéndole un pequeño homenaje en la peña del Barça de Orihuela, donde él se reunía en los últimos tiempos a jugar al dominó.

Y mientras esperaba que mi número apareciera en la pantalla, observaba el ambiente a mi alrededor. En una fila de sillas delante de mí había tres mujeres sentadas, dos jóvenes que hablaban sin cesar, una de ellas con sombrero y pelo recogido sobre la nuca. Frente a ellas, también sentado en otra silla, un señor mayor con sombrero, hablaba con las dos chicas y les contaba que su suegra, la madre de su mujer que también estaba allí sentada de espaldas a mi junto a las otras dos jóvenes, había sido muy buena cocinera. Su marido tras un accidente del que no fue culpable, mientras trabajaba como chófer del gobernador, antes, cuando en Alicante había gobernador (era como si explicara esta circunstancia a chicas jóvenes que desconocían la existencia de esta figura política de otros tiempos), consiguió, gracias a su influencia, que lo colocaran de conserje. Como a la familia del gobernador le gustaba mucho la paella y la mujer del conserje era muy buena cocinera, estuvo allí trabajando más de 15 años. Mientras contaba todo esto a las dos jóvenes, escuché a su mujer, también sentada junto a las dos jóvenes:
—¿Cuándo nos vamos?
—Pero ¿dónde quieres que vayamos?. dijo él. —¿Estás aquí mal, sentada y descansando? Si salimos por ahí te cansas y además ¿qué vamos a hacer?

La mujer ya no volvió a decir nada. La joven sentada entre las dos, junto a ella, le dijo entonces:
—¿Quieres un caramelo, mamá? ¿Y un chicle?

Yo no escuché la respuesta si es que la hubo. Al decirle esto y mientras le acariciaba la cara se levantó. Estaba embarazada, como la otra chica sentada a su lado que acababa también de levantarse. Ambas esperaban, aún en ayunas, que les hicieran una extracción de sangre. La chica del sombrero, como si se dirigiera a una niña, le decía a su madre:
—Ahora, cuando me saquen sangre te invito a desayunar, mamá. Por la mañana tengo un hambre que me lo comería todo. No sé si será por el embarazo.

El señor mayor seguía dirigiéndose a la otra chica:
—Tengo otro hijo 10 años mayor que mi hija pero ya están varios años casados y parece que no pueden tener hijos.

La señora, siempre sentada, sin moverse, estática.

Mi número no aparecía en la pantalla y llegué a la conclusión de que llamaban primero a quienes estaban en ayunas para la extracción de sangre. Bastante lógico, por una vez. Durante la espera sentí la tentación de levantarme y, paseando por el pasillo, mirar la cara de aquella señora que sin moverse ni levantarse, sólo de vez en cuando respondía con monosílabos. Vencí la tentación de levantarme para verla de frente, pero no hubiera hecho falta porque momentos después, dirigién-dose a su hija, le dijo:
—¿Y el papá?.

Su marido había entrado al aseo, justo allí enfrente. Ella giró la cabeza hacia la puerta y fue entonces cuando vi su mirada perdida, ausente, su gesto inexpresivo, sus movimientos automáticos. Mi curiosidad por ver su rostro era puro deseo de confirmar lo que hacía ya un rato había dado por supuesto. Aquella mujer, que de espaldas me recordaba tanto a mi madre en sus últimos meses, estaba aquejada de uno de los males de este tiempo, uno de los males que vacía la cabeza de razones para vivir, llámese Alzheimer, demencia cognitiva, derrame cerebral o como quiera que se llame, pero su denominador común es que la persona tocada por esa desconexión neuronal se desorienta y pierde la conciencia de la realidad, como si flotara cual pluma traída y llevada por vientos contrapuestos en los espacios siderales.

San Juan, 23 de diciembre de 2015.
José Luis Simón Cámara.

Galería de personajes. 10.

La voz de la caverna.

La primera vez que lo oí sin pretenderlo fue en una panadería por la mañana temprano, casi no había amanecido aún. Su voz estridente y afónica llenaba el pequeño recinto al que por el pasillo llegaba el olor al horno de donde iban a esta hora sacando el pan y colocándolo en enormes cajas de madera que ocupaban parte de la estancia. Allí, los clientes estábamos separados por las cajas preparadas para llevárselas las furgonetas de distribución. Aquella primera vez me produjo una sensación de rechazo, de repulsa, no sé si de pena o de desprecio. Sin que nadie le preguntara comenzó a hablar mal de su padre enfermo. Que era un impertinente, siempre quejándose, descontento con todo y con todos. A mí, estupefacto, no me sorprendía que su padre se quejara de semejante hijo. Sentía vergüenza ajena de escuchar cómo podía una persona hablar así de su padre enfermo. Su voz aguardentosa atronaba a estas horas de la mañana criticando a su padre sin que nadie le preguntara. No se me olvidó ya nunca la cara y el aspecto de aquel hombre. Con bigote corto, gafas que se recolocaba continuamente como si de un gesto automático se tratara, aspecto algo fiero, tipo más bien atlético.

Había pasado largo tiempo sin encontrármelo aunque no le había perdido la pista y alguna vez lo había visto a lo lejos. Hasta hoy. Hoy he ido, como habitualmente, al bar Pepe, frente a la iglesia del pueblo, y, mientras me tomaba el café y ojeaba la prensa, sentado en un taburete en la barra, ha entrado el personaje en cuestión. Antes de mirarlo lo he reconocido por la voz, que el tiempo ha hecho aún más estridente, carrasposa y cavernosa. Vientre más abultado, pero su afán por hablar mal de la gente, sin que nadie le pregunte, no solo se ha suavizado sino que parece haberse incrementado. Hoy les tocaba a los nietos. En el bar solo estábamos, Pepe, el dueño, tras la barra en forma de L, otro joven en una punta de la barra y yo en la parte más corta de la misma. El recién entrado se situó en el vértice de la L y pidió una copa de wiski o coñac o revuelto, no sé exactamente. Los saludos al dueño del bar y la copa eran meros paréntesis en su discurso, a pesar de que nadie le hacía caso. Su melopea criticando invariablemente a sus nietos buscaba interlocutores pero no los encontraba. El del bar, al que parecía conocer por su forma de tratarlo, a lo suyo, limpiando vasos hasta sacarles brillo y sin levantar la cabeza para ahorrarse, supongo, mezclarse en el monólogo. El otro joven, que parecía no conocerlo de nada, se tomaba el café con leche, ajeno al discurso del tribuno. Quedaba yo que hundía la vista en el periódico para evitar que un cruce de miradas lo considerara él como una forma de diálogo, aunque silencioso por mi parte, y le diera pie no solo a dirigirse a mí sino incluso a acercarse para estrechar lazos de comunicación. Era tal la cantidad de inconveniencias que escupía que en alguna ocasión sentí la tentación de pararle la boca diciéndole que no nos interesaban sus intimidades y menos los insultos a sus nietos de los que decía lindezas como que desde que no estaban con él y habían pasado a vivir con sus padres, se habían hecho perezosos, desobedientes, malhablados, irrespetuosos y una sarta de calificativos que yo no reproduzco pero que daba vergüenza escuchar, sobre todo por parte de un abuelo hacia sus nietos. Claro, no podía olvidar que la primera vez que lo escuché fue para usar el mismo tono y lenguaje con su padre. Me sobrepuse a la tentación de responderle aunque en alguna ocasión levanté la vista de la prensa y le mantuve la mirada sin la más mínima concesión al compadreo. Ante el poco eco, más bien nulo, su discurso se fue deshilachando, y con el pretexto de saludar a una conocida que pasaba por la puerta del bar fue reculando hasta desaparecer de nuestra vista. El silencio reinante hacía innecesario el más mínimo comentario de las bravuconadas que acababan de perturbar la calma del bar, donde casi todo el mundo acude a tomarse lo que sea esperando encontrar si no ya afabilidad, al menos un poco de paz.

San Juan, 18 de Noviembre de 2015
JoséLuis Simón Cámara