En defensa de Salman

Siempre me han gustado las películas del Oeste y repugnado aquella frase, atribuida a Custer o a Sheridan, héroes de la Unión en la guerra de Secesión, y víctima y azote de los indios en las sucias guerras de las grandes llanuras donde aplicaron su táctica de tierra quemada. “El único indio bueno es el indio muerto”. Casi me avergüenzo de tomarla prestada, no para referirme a los indios, dios me libre, sino a los dioses. “El único dios bueno es el dios muerto”.

Nunca fueron intolerantes los griegos ni los romanos con las críticas a sus dioses, a sus muchos dioses. Quizá fuera por eso. Algunos pueblos antiguos crearon a sus dioses a imagen y semejanza de los hombres, con sus virtudes y sus vicios, con sus pasiones, con sus inquietudes y deseos. Esos dioses podían ser objeto de burla como lo eran los hombres en sus historias, en sus comedias, recordad a Aristófanes. Fue con la aparición de las religiones monoteístas, judía, cristiana e islámica, en las que los dioses crearon a los hombres a su imagen y semejanza, con las que comenzó la intolerancia. No sólo no se podía criticar, a veces ni siquiera representar a sus dioses y ¡ay! del que osara burlarse de ellos o simplemente criticarlos o no aceptar sus leyes. Mirad si no a Cristo crucificado por los fariseos, a Galileo, a Miguel Servet, las luchas entre chiítas y suníes.

¿Merecen algún respeto aquellas religiones cuyos dioses incitan al odio del que no comulga con sus ideas hasta el punto de llamarlo infiel y declararle la guerra?

¿Merecen respeto aquellas religiones que no sólo se enfrentan y luchan a muerte contra los creyentes de otros dioses sino que llevan hasta la muerte luchas cainitas contra sus propios hermanos de religión?

¿Merecen respeto las ideas, las creencias, las normas de aquellas religiones que bendicen y besan las manos asesinas que degüellan a inocentes por el sólo hecho de no compartir esas ideas?

¿Merecen respeto esas ideas, esos dioses que llevaban a la hoguera tras un juicio de la Inquisición?

¿Merece respeto el fanático ayatolá Jomeini cuando promulga una fatua incitando al buen musulmán a acabar con la vida del autor indio por burlarse, a su juicio, de Mahoma en sus “Versos satánicos”?

¿Cuál era la burla, una ironía sobre el harén de Mahoma, una crítica a la curiosa forma de legalización de la prostitución a la que en última instancia se reduce la fórmula del harén, otra forma más de cosificación de la mujer?

¿Merece algún respeto la acción del joven que ha intentado segar la vida de Salman Rushdi cuando se disponía a hablar de la libertad de pensamiento?

¿Merece algún respeto esa religión que somete a la mujer al ostracismo, a la desaparición de la vida pública, a negarle el derecho a la educación, a la libertad individual de pensamiento, reunión y manifestación por el solo hecho de ser mujer?

¿Merecen respeto aquellas declaraciones del “venerable” papa Francisco cuando en un intento de comprender si no justificar a los asesinos de Charlie Hebdo dijo que él no sabría cómo reaccionar si insultaban a su madre?

¿Merecen algún respeto religiones que condenan y persiguen la relación homosexual?

Ya decía Marx que la religión era el opio del pueblo. En eso Marx, a mi juicio, tenía y sigue teniendo razón.

La religión es como un veneno que, según la dosis, puede ser más o menos corrosivo, pero en mayor o menor medida corroe las sociedades donde se instala y cuanto más las impregna más intolerantes e invivibles las hace.

Miremos si no aquellas en las que se encarama a las altas magistraturas del poder, sea durante el nacional-catolicismo aquí en su época, sea en las sociedades donde los ayatolás gobiernan o sea en los salones del Kremlin bendecidos por el patriarca ortodoxo ruso Cirilo I de Moscú, disfrazado con todos sus oropeles.

Siempre merecerán respeto las personas. Sean o no creyentes. Practiquen o abominen de las religiones, cualesquiera que sean. Pero nadie puede arrogarse el derecho a impedir que la libertad de crítica a las ideas, a las leyes, a las normas, a las instituciones, a las creencias y a los dioses, sea ejercido sin restricciones.

¡Viva Salman muchos años aunque no me guste lo que escribe, pero por tener el coraje de escribirlo y arriesgar el pellejo en estos tiempos en que parece más seguro cerrar la boca que poder expresarse libremente!

San Juan, 13 de agosto de 2022.
José Luis Simón Cámara.

El jardín de las delicias

La Terracita es un bar situado en la plaza de Santa Faz, rodeada de antiguos edificios o casas de vecinos rehabilitadas y pintadas de colores y por la imponente fachada de la Iglesia-monasterio y las tres plantas del convento con sus quince ventanales sobre los que destaca la esbelta torre renacentista con sus matacanes y troneras…

Un grupo de niños juega a la pelota, otros corretean en monopatines o bicis sin pedales. Estos últimos apenas levantan cuatro palmos del suelo. Hace sólo 30 años zigzagueaba por este mismo lugar la carretera nacional 332 Alicante-Valencia. Los vecinos apenas podían asomarse al portal de su casa so peligro de verse afeitado el bigote por alguno de los muchos vehículos que pasaban en una u otra dirección.

Aquel bullicio, aquella barahunda del pasado ha dado paso a un entorno tranquilo donde los niños pueden jugar sin molestar a los clientes del bar, sentados en las mesas, gracias a la amplitud de la plaza con cabida y espacio para permitir el juego de los niños y el descanso sentado en una mesa mientras se bebe una cerveza, se teclea el móvil o se ojea un libro.
Ayer tarde, mientras hacía estas tres cosas simultáneamente, fue llamando poco a poco mi atención una larga mesa rodeada de una quincena de comensales: la más variopinta representación de deformidades humanas: unos con el baile de san Vito, otros inclinados sobre sí mismos, la mayoría ojos ausentes, deformaciones en brazos o piernas, cabezas desmesuradas.
–Vito, come despacio, por favor.
–Si te bebes la coca-cola de un trago ya no te doy más.

Unos ya adultos, ausentes, ensimismados, silenciosos, como pensando en el pasado.

–Paloma, no puede ser que te haya puesto dos trozos de pan y ya no te quede.

A otros, necesitados de ayuda para comer, les dan la comida en la boca. Algunos cabizbajos, tristes, como apesadumbrados.
Otros, sin dientes o con muy pocos, sonriendo sin cesar y mostrando la mella.
El jardín de las delicias es un pálido y paradisíaco retrato de esta inaudita y silenciosa cena de residentes del psiquiátrico. Acompañando a este nutrido grupo y guiándolos por su laberinto vital, varios monitores más cuidadosos de lo imaginable con estos seres, en su mayoría incapaces de dar un solo paso en la vida. De vez en cuando un piropo a la camarera que, comprensiva y solícita, les sirve la merienda. –¡Guapa!.

Sonriente y cariñosa me mira por encima de sus cabezas dándome a entender con su mirada la inexplicable sinrazón de estos seres, víctimas de absurdas anomalías de la naturaleza.
No, no mira al templo del altísimo, si autor como pensaban otros tiempos de todo lo que hay sobre la tierra, también cruelísimo tolerando tanta desgracia.

Un monitor, pacientemente, da con su mano croquetas a un joven que no acierta a llevarse las manos, autónomas, a la cara.

Más allá, otra chica, inclinada sobre la mesa, empuja la comida con los dedos al hueco de la boca, a ras del plato.

Acabada la merienda, algunos caminan por su cuenta, a trompicones, cojeando, con vaivenes. Otros en silla de ruedas, unos conducidos, otros con alguna autonomía, se van alejando de la plaza.
Los niños siguen jugando y retienen el balón a su paso.

En las otras mesas de la terracita, un silencio de estupor, sigue con los ojos la retirada del grupo.

María, la camarera, recoge platos y vasos, desmonta la larga mesa y minutos después se ha borrado en la plaza, no en las retinas, el rastro de los desventurados.

San Juan, 15 de Julio de 2022.
José Luis Simón Cámara.

Los buitres de la playa.

Entre los especímenes que confluimos en esa franja, mitad arena mitad olas, hay uno poco abundante que siempre ha llamado mi atención. Y no es precisamente de las especies en peligro de extinción, al contrario, la situación de crisis, por los motivos que sea, pandemia, guerra, paro,… provoca que se multipliquen, no tanto como los conejos pero tampoco escasamente como los mastodontes. Caminan lentamente, siempre solos, vestidos de arriba abajo, a veces con pantalón corto, gorra o sombrero y, siempre una pequeña mochila o bolso sujeto a la cintura. Todo esto bien temprano, desde que sale el sol hasta dos horas después. Cuando la playa está limpia, solitaria. Las máquinas limpiadoras han pasado y apenas hay algún corredor o paseante mañanero, algún grupo de jóvenes que estiran la noche de diversión en bares o discotecas y la prolongan insaciables hasta la salida del sol sobre la arena entre caricias y juegos desganados.
Falta algo esencial en la descripción del espécimen. Una vara u objeto metálico alargado, una prolongación del brazo, que finaliza en una pequeña plataforma circular provista de detectores de metales, que va pasando a su alrededor en un movimiento calculado para no dejar ni un palmo de arena sin controlar. Esa especie de radar va unido por un cable a unos auriculares adosados a los oídos para detectar la más mínima alerta.
Una sortija, unos pendientes, alguna moneda, un reloj, a veces unas gafas o cualquier otro broche o adorno con alguna pieza metálica.
Son los modernos buscadores de oro, sin las duras condiciones de aquellos mineros que en situaciones extremas cernían rocas, arena y barro ayudados de potentes chorros de agua para conseguir alguna pepita de oro. Me recuerdan a los que buscan entre la basura en los contenedores de la ciudad. Con una diferencia importante. Éstos, parias entre los parias, buscan comida y otros objetos aprovechables, desecho de la sociedad del bienestar. Aquellos no se paran en la basura ni en los desechos arrojados voluntariamente por los ciudadanos. Buscan o escarban entre la arena objetos de valor perdidos, olvidados por sus dueños. Van a la caza del descuido, del olvido, de la pérdida. Sus ojos, enfebrecidos por su brillo, lo persiguen hasta las profundidades ardientes de la arena, como aquellos mineros del pasado que, enloquecidos por la fiebre del oro desconfiaban de los propios compañeros, de los amigos. “Sobre dinero no hay amistad” decía Celestina.
Cuando su artilugio detecta algún objeto y llega el aviso a los auriculares, una descarga de adrenalina les salta a la cara y el otro brazo pone en marcha la cazoleta que penetra en la arena, la eleva y ya filtrada por el tamiz, queda la ansiada pieza brillante, sola, deslumbrante.
Tras una mirada disimulada a ambos lados y al frente, la coge discretamente y sin apenas deleitarse en su contemplación la echa en la bolsa o riñonera y con una sonrisa incontrolable, como cuando se sale del aseo tras vaciar la vejiga, continúa plácidamente su trabajo. Esta mañana, caminando por la playa, he visto a lo lejos a uno de los “buitres” y he variado el rumbo para pasar a su lado y observarlo. Ya a su altura, escuchando el pitido del invento, me he parado a preguntarle.
–¿Cómo se llama ese artilugio, por favor?
–Detector de metales.
Su cara y su mirada me han parecido de lo más normales.
Quizás he sido demasiado duro en mis comentarios sobre su trabajo.
Quizá finalmente esos pequeños metales perdidos sean engullidos por el mar si los “buitres” no los recuperan.
Quizá con el paso de los años, de los siglos, vuelvan a formar parte de una nueva veta amarilla, vete tú a saber, en las Montañas Rocosas, por ejemplo.
Quizá recogida la pieza de metal eviten que se le clave en el pie a un despreocupado bañista.
Quizás impidan que un niño pequeño se la trague jugando con la arena.
Quizá me he precipitado en la valoración.
Quizás…hubiera debido titular de otra manera estas palabras.

San Juan, 24 de jul. de 22.
José Luis Simón Cámara.

Bautismo en el Jordán.

Como si quisiera agacharse toda ella lo poco que le permite su esclerotizada osamenta, la cabeza ligeramente inclinada, en actitud receptiva, estática, y sujetándose ropajes que caen desde los hombros hasta rozar la superficie del agua, vacila en su apoyo sobre la insegura arena batida por las olas.

A su lado, casi sujetándola de tan cerca, un santo varón, un san Jerónimo enclenque de largas barbas blancas y marcadas costillas en la espalda curvada, rugoso como un sarmiento viejo amontonado a la orilla del viñedo para alimentar la hoguera en el cortijo, para dar calor en la chimenea las frías noches de invierno mientras los ancianos cuentan viejas historias a sus nietos, se agacha con una taza en la mano.

Quizá le iría mejor a la historia decir con una concha en la mano, pero no, eso sería alterar la realidad. Se agacha una y otra vez con la taza para llenarla de agua e ir desparramándola por los hombros, por el pecho, por los brazos, por el cuello y por la cabeza ligeramente inclinada de su amada. El agua le chorrea, los escasos cabellos esparcidos por la cara y por el cuello, hasta perderse en el oleaje.

Un perrito minúsculo, un bonsái de perro, ladra tímidamente a su lado mientras observa el ritual de sus dueños repetido una y otra vez, repetido día tras día.

Sobre las tumbonas de la playa, amontonadas por la noche al borde del agua, descansa, improvisada percha, el ajuar marinero de la pareja: camisas, pantalones, sombreros, toallas y una bolsa alargada en la que cuidadosamente introducen una a una las prendas mojadas de las que, púdicamente resguardados por una gran toalla, se desprenden.
Una bandada de gaviotas pasa a ras del agua ajenas a la ceremonia bautismal junto al Jordán mediterráneo.

Escasos paseantes a esas horas, acaba de aparecer el sol por el horizonte, algún, raro, corredor y las olas incesantes, insistentes, siempre parecidas, siempre diferentes, lamiendo la franja de arena.

Después, lentamente, la pareja se va acercando al paseo asfaltado entre la vía férrea y la arena. Junto a las duchas enanas de la playa él le lava los pies llenos de arena, se los seca y amorosamente le coloca las sandalias. Hechas las abluciones tras la larga travesía por la arena que engulle sus pies cansados, sentados en un banco de madera, descansan. Allí se recuperan contemplando el mar ilimitado, los destellos del sol y algún velero a lo lejos.

San Juan, 15 de julio de 2022.
José Luis Simón Cámara.

Alergia

¡Quién lo diría!
Que algún día esta palabra
pudiera formar parte de un poema.
Cuando de madrugada me despierta
esa maldita obstrucción nasal,
abandono la cama
-cobijo del gozo y del olvido-
y me lanzo, sin quitarme las legañas,
en una carrera apresurada
hasta llegar al mar
donde busco,
aún no ha amanecido muchos días,
la zigzagueante línea que lamen las olas en la arena
y camino, camino sin cesar.
Mis pies se van hundiendo
y dejo un rastro de huellas picoteadas,
-hambrientas gaviotas-
Poco a poco el aire limpio mecido por el agua
comienza a penetrar por esos orificios taponados.
Su recorrido limpia las telarañas
y se hunde en los pulmones hasta ahora encogidos,
que se ensanchan como un globo.

Entonces,
-Aquiles de pies ligeros-
levito sobre esa sinuosa franja
que apenas roza la punta de los pies
y respiro, respiro, respiro
hasta que se hinchan los últimos recovecos
de esa caverna,
acordeón de música y de vida,
y la sangre se alborota oxigenada
y rellena las últimas cavidades
mustias hasta ahora
como una muñeca hinchable deshinchada, desmadejada.
Entonces,
dueño provisional de mi destino,
me desplazo como un Cristo sobre el agua
y me olvido ¡ay! de la noche
que llegará,
agazapada tras el día
y volveré a rendirme
-no hay resistencia posible
cuando se cierran al aire las compuertas-.
Y otra vez vuelta a empezar.
Abandonar nuevamente el lecho,
caminar de uno a otro lado,
subir y bajar escaleras,
vagar por la pequeña terraza mirando las estrellas
y esperar que pasen las horas
hasta que no sea demasiado loco
aparecer de madrugada por la playa
y volver a caminar sobre la arena
y volver a respirar por esa franja zigzagueante.
Respirar, respirar, respirar.
Y así un día y otro día.
Y así una noche y otra noche
hasta que llegue el día,
hasta que pase esta florida primavera.

San Juan, 15 de junio de 2022.
José Luis Simón Cámara.