Desde el más allá. 12.

XII

TABLILLA XII1

“En aquel tiempo había un árbol plantado a orillas del puro Eúfrates. Una mujer cogió el árbol con sus manos y lo llevó a Uruk. Años después Gilgamesh abatió a la serpiente cobijada en sus raíces y a los pájaros de su ramaje. En cuanto al árbol le arrancó sus raíces y le rompió sus ramas. A su Dama, la pura Inanna, se los entregó para hacerse un trono y un lecho. Fabricó para sí con las raíces su tambor y con las ramas sus palillos. Los llevó a la gran plaza. Al alba, allí, después de la acusación de las viudas y tras los llantos de las jóvenes, su tambor y sus palillos cayeron en el Infierno. Introdujo su mano pero no pudo alcanzarlos. Se habían detenido en la puerta llamada Ganzir, antecámara del País de los Muertos. Gilgamesh lloró, se lamentó amargamente. Oh, tambor mío, Oh palillos míos! ¿Quién me los traerá?

Su servidor Enkidu le dirigió la palabra: Mi señor, ¿por qué tu corazón llora? ¿Por qué haces daño a tu corazón? Yo, hoy, te los remontaré del Infierno. Gilgamesh responde así a Enkidu: Si tú desciendes al Infierno, te aconsejo que atiendas mis instrucciones: no te vistas con ropas inmaculadas, no te frotes con buen aceite del precioso frasco, no calces tus pies con sandalias. No beses a la esposa que amas, no golpees a la esposa que detestas, si no los griteríos del Infierno te capturarían. Enkidu no atendió los consejos de su señor. Los griteríos del Infierno lo capturaron. Por eso no se dejó a Enkidu remontar del Infierno. No lo raptó Namtar (demonio del destino), no lo raptó Asakku (demonio de la enfermedad). El Infierno lo raptó. No cayó en el campo de batalla. El infierno lo raptó. Entonces Gilgamesh, llorando por su servidor, dirigió sus pasos al templo de Enlil y le imploró: Padre Enlil, hoy ha caído mi tambor, han caído mis palillos en el infierno. Enkidu fue para hacerlos subir, pero el Infierno lo raptó. El padre Enlil no le ayudó en este asunto. Tampoco el padre Sin. Gilgamesh dirigió sus pasos a Eridu, a Enki. El dios Enki le ayudó en este asunto. El venerable Ea le escuchó y pidió al héroe, al valiente Nergal:

Héroe, de acuerdo a mis órdenes abre solamente el acceso al Infierno para que el espectro de Enkidu pueda salir del Infierno y pueda informar a su hermano sobre las reglas del Infierno. El héroe, accediendo a sus órdenes, abrió solamente el acceso del infierno y el espectro de Enkidu, como un soplo de viento, salió del Infierno. Se abrazaron y se besaron el uno al otro y se pusieron a hablar con grandes suspiros. Dime, amigo mío, ¿has visto las reglas del Infierno? Dime las reglas del Infierno que has visto. Yo no puedo decírtelas, amigo mío; si te dijera las reglas del Infierno que he visto, te arrojarías a tierra y llorarías. Me arrojaré y lloraré, replicó Gilgamesh. Mi cuerpo, que tu corazón se complacía en tocar, jamás volverá ante ti, los gusanos lo devoran como a un viejo vestido. Mi cuerpo está lleno de polvo, como las grietas del suelo. ¡Ay de mí, gritó Gilgamesh. Y se arrojó al polvo.”

(El lamentable estado de la versión asiria impide conocer el resto del texto. Gracias al relato sumerio se puede saber algo de las preguntas de Gilgamesh y de las respuestas de Enkidu)

— “A aquel que tuvo un único hijo ¿lo has visto allí? ¿Qué hace?
— Se lamenta amargamente.
— A aquel que tuvo seis hijos ¿lo has visto allí?
— Lo he visto. Su corazón se regocija, como el de un campesino.
— A aquel que no tuvo heredero ¿lo has visto allí? ¿Qué hace?
— Come pan como un hombre derrotado, tumbado de espaldas.
— A la mujer que nunca engendró ¿la has visto allí? ¿Qué hace?
— Es arrojada al suelo como un vaso roto: no da alegría a ningún hombre.
— ¿Has visto allí al hombre joven que no había desnudado los pechos de su mujer?
— Lo he visto.
— ¿Qué hace?
— Si tú le ofreces una cuerda para ayudarle, él llora sobre ella.
— ¿Has visto allí a la mujer joven que no había desnudado el pecho de su marido?
— Lo he visto.
— ¿Qué hace?
— Si tú le ofreces una trenza de cañas bien alineadas, llora sobre ella.
— A aquel que fue devorado por un león ¿lo has visto allí? ¿Qué hace?
— ¡Ay, mi mano! ¡Ay, mi pie!, grita amargamente.
— A aquel cuyo cadáver yace abandonado en la estepa ¿lo has visto? ¿Qué hace?
— Su espíritu no reposa en el Infierno.
— ¿Has visto allí a mis hijitos que no vieron la luz del sol?
— Los he visto.
— ¿Qué hacen?
— Ellos juegan junto a una mesa de oro y plata llena de dulces y miel.
— ¿Has visto allí al que no tuvo respeto por la palabra de su padre y de su madre?
— Sí, lo he visto.
— ¿Qué hace?
— Bebe agua pluviosa, agua racionada, de la que nunca tiene bastante.
— ¿Has visto allí a mi padre y a mi madre?
— Sí, los he visto.
— ¿Qué hacen?
— Ambos están en aquel lugar de muerte; beben el agua de este lugar de mortandad, agua pútrida.”

(Una segunda tablilla, también en sumerio, nos ha transmitido el regreso de Gilgamesh a Uruk y la celebración de un ritual funerario)

Aquí podemos dar por concluido este resumen extraído íntegramente de la cuarta edición del Poema de Gilgamesh en Tecnos, con estudio, traducción y notas de Federico Lara Peinado.

San Juan, 13 de agosto de 2020.
José Luis Simón Cámara.

1La presente tablilla constituye una especie de segunda parte o epílogo de la primera, traducida al acadio y que fue añadida al conjunto general del poema hacia el año 700 antes de Cristo.

¿Rebrotes o retroceso?

Esto está ya pasándose de castaño oscuro. Hay que reconocer que la gente, en general, está teniendo bastante aguante. Descontemos a los descerebrados que restan gravedad a esta plaga que va dejando muertos a la orilla del camino.

“Hay gente pa´tó” que decía el torero. No sé si sería mejor encerrarlos a todos juntos para que se contagiaran y tomaran dos tazas de su caldo o, llegado el momento, negarles todo tipo de ayuda sanitaria. Saben los desalmados que en nuestra democrática sociedad, nunca aplicaríamos las recetas que ellos suministran, ya no sé si inconsciente o malévolamente. Porque, ingenuidades aparte, hay gente mala. Hay gente que hace el mal, disfrute o no con él. Miremos si no la historia, antigua y reciente. No hace falta irse muy lejos para darse de narices con embaucadores, maltratadores, asesinos de todo tipo, siempre con las manos sucias, lleven o no guante blanco. Los hay quienes dan el tiro de gracia y quienes lo ordenan desde despachos impolutos. Pero no quiero ocupar ni un segundo más en estos despiadados. Quería reflexionar sobre todos aquellos, la gran mayoría, que respeta escrupulosamente las directrices gubernamentales a sabiendas de que el Gobierno de turno, por muy torpe que sea e independientemente de sus escoramientos ideológicos, no creo que pueda andarse pensando en sacar réditos políticos de tan dramática situación, y estará aplicando, supongo, las normas de funcionamiento más adecuadas para eliminar o, al menos, frenar la pandemia y sus consecuencias sanitarias, sociales y económicas. Quería referirme a esa masa innumerable que, desde sus colmenas, como eficientes obreras, han trabajado en la elaboración de esa sustancia o melaza imprescindible para que el engranaje de la sociedad pueda funcionar sin que chirríen sus dientes. Y quería dedicar especial atención a los mayores, entre los que por estadísticas, aunque aún no me lo parezca, me encuentro, porque ha sido el sector en el que hasta ahora más se ha cebado la pandemia. Es hasta cierto punto comprensible que los mayores que conviven con sus hijos y nietos estén más desprotegidos por el contacto directo con personas que por su movilidad, relaciones y, en el caso de los niños, inconsciencia propia de su edad, están más expuestos a su contagio. Lo que es de todo punto inadmisible es que ese problema se haya producido precisamente en las residencias de ancianos que, conocida ya su exposición al contagio, pueden inmediatamente convertirse en búnqueres inaccesibles si se toman las medidas oportunas. Cabría la posibilidad de plantearse, como en tono jocoso se ha hecho muchas veces con esos famosos viajes del Inserso a carreteras de alta montaña bordeando precipicios en los que se ha despeñado más de un autobús, si es que se ha descuidado esa franja de edad, como el que no quiere, para librarse de un sector de la población sin cuya existencia no estaríamos ninguno de nosotros sobre la tierra. No quiero echar más leña al fuego o más mierda al palo del gallinero, como más os guste, pero visto lo visto, con el primer escándalo de la alta mortandad de ancianos en residencias, ¿cómo sorprende nuevamente el mismo problema a los responsables de esos centros, quienes quiera que sean? No me importa que los sesudos gobernantes o administradores tomen vacaciones. Todo el mundo tiene derecho al descanso. Pero no se puede descansar, cuando se es responsable, de la solución de los problemas de los ciudadanos.

San Juan, 24 de agosto de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Aún colea

La prolongada persistencia de esta situación está haciendo mella en los espíritus más serenos. Unida al calor, a veces asfixiante, que sufrimos especialmente por el Sur, se convierten en un cóctel explosivo de consecuencias imprevisibles. Si al menos la noche compensara de los excesos del día, pero incluso ahí el calor no nos deja descansar y reponernos. ¡Cómo recuerdo aquel pasaje de Isaías en que para hablarnos de una inacabable sequía se refería a los cervatillos que subían a lo alto de los cerros para poder aspirar por la nariz el poco aire fresco de la noche! Sí, ya sé que hay aparatos de refrigeración y ventiladores y piscinas y mar. ¿Y qué me decís de quien no tiene acceso a ninguno de esos remedios? Así como dicen que el viento de Tramuntana enloquece a la gente que lo sufre, esta situación está empezando no sólo a hastiar anímicamente a los más nerviosos sino también a gentes habituadas al sufrimiento. Después de tres meses de confinamiento durísimo durante el estado de alarma y de estos tres meses de medidas más suaves pero con la espada de Damocles sobre la cabeza, no le vemos el fin a esta situación que se prolonga con rebrotes cada vez más abundantes por todas partes y con la sensación de que podemos volver a los tiempos más duros del confinamiento. De hecho, muchas autonomías que no cesaban de quejarse de las autoritarias disposiciones del Gobierno central, que pisoteaba sus competencias, están pidiendo ya a voces que sea ese mismo y denostado Gobierno el que tome las riendas de la situación y homogeneice las normas para toda España evitando así la heterogeneidad de medidas que desconciertan a los ciudadanos y los sumen en un mar de dudas e incertidumbre, teniendo en cuenta la movilidad y trasiego de unas comunidades a otras por razones laborales, familiares, de ocio, etc…

Está claro que a nadie le gusta que se implanten órdenes que recorten la libertad de movimientos y el modo de movernos: distancias de seguridad, mascarillas, geles, ventilación, formas de saludo, etc., pero causa aún más perplejidad la ambigüedad e imprecisión en las informaciones sobre la situación real de la pandemia y en las decisiones a adoptar parea frenarla o tenerla, al menos, controlada. Aparte de lo que pueda influir en proyectos de negocios o viajes, se avecina o está ya encima el inicio del curso escolar que afecta de una u otra manera a la mayoría de la población y las distintas administraciones se echan la pelota unas a otras y escurren el bulto. No se puede dejar un tema tan importante a la improvisación y ya debería, con las reservas propias de la cambiante situación epidemiológica, haberse adoptado unas medidas claras y generales para que toda la población escolar supiera a qué atenerse: alumnos, profesores y familias que, dependiendo de unas decisiones u otras, tendrán que organizarse. Esa organización, en la mayoría de los casos, no se planifica en un día.

Todo me interesa, todo nos interesa, creo, pero estas cuestiones mucho más, a mí muchísimo más que si al Borbón se la chupa Corina o el elefante. Incluso mucho más que el tema de la monarquía o la república. Salgamos de ésta y ya vendrán tiempos mejores para plantearnos todos los asuntos que, bien alimentados, dormidos y educados, nos vengan en gana. Desde el sexo de los ángeles hasta el secreto de la eterna juventud.

San Juan, 21 de agosto de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Desde el más allá. 11.

XI

(Sigue el discurso de Utnapishtim a Gilgamesh)

“Pero ahora, por ti, ¿quién reuniría a los dioses para que pudieses encontrar tú también, la Vida que buscas? Bien, intenta no dormir durante seis días y siete noches1. En cuanto Gilgamesh se hubo sentado, acurrucado, el sueño, como un velo de niebla, lo envolvió. Utnapishtim dijo entonces a su esposa: Mira a ese hombre joven que busca la Vida, el sueño lo ha envuelto. Su esposa le dice a él: toca a ese hombre para que despierte, para que regrese sano y salvo por el camino que le trajo. Que salga por la gran puerta y regrese a su país. Utnapishtim dijo a su esposa: Los hombres son malvados, él querrá engañarte. Anda, cuécele su ración de pan y ponla, junto a otra, en su cabecera y marca en la pared los días que pase durmiendo. Cuando el séptimo día Utnapishtim lo tocó y el hombre despertó, Gilgamesh le dijo a Utnapishtim, el Lejano: Apenas el sueño se ha introducido en mi y ya has venido a tocarme para que me despierte. Pero Utnapishtim le dijo a Gilgamesh: Bien, Gilgamesh, cuenta tus raciones diarias de pan y te mostraré los días que has dormido: el primer pan se ha puesto seco, el segundo está arrugado, el tercero enmohecido, el cuarto, blanco, el quinto tiene manchas grises, el sexto está algo duro, el séptimo estaba recién hecho cuando te he tocado y te has despertado. Gilgamesh dijo a Utnapishtim, el Lejano: ¿Qué debo hacer, Utnapishtim? ¿Adónde podré ir? El demonio Ekkemu se ha apoderado de mi cuerpo, la muerte se ha instalado ya en mi propio lecho, allá a donde yo lleve mis pies, allí está la muerte.

Utnapishtim dijo a Urshanabi, el barquero: A este hombre que tú has guiado, cuyo cuerpo está cubierto de suciedad, cuya belleza corporal está oculta bajo una piel, tómalo y llévalo a un lugar donde se lave. Que lave con agua su suciedad hasta quedar como la nieve. Que se impregne su cuerpo con un buen ungüento. Que se revista con una túnica, conforme a su dignidad hasta que llegue a su ciudad, hasta que haya acabado su viaje. (Hecho todo esto) Gilgamesh y Urshanabi subieron a la barca. La esposa de Utnapishtim, el Lejano, le dijo a éste: Para venir hasta aquí Gilgamesh ha pasado penas y fatigas, ¿qué cosa le darás para que pueda llevarla consigo a su país? Gilgamesh, al oír aquello, levantó la pértiga y acercó la barca a la orilla. Utnapishtim dijo a Gilgamesh: Gilgamesg, te voy a revelar una cosa oculta y decirte un secreto reservado a los dioses. Existe una planta, cuya raíz es como la del espino, sus púas, como las de la rosa, pincharán tus manos, pero, si tus manos se apoderan de esa planta, habrás encontrado la Vida. Gilgamesh, habiendo oído estas palabras, abrió un conducto de agua y dejó caer su carga, ató pesadas piedras a sus pies que le hundieron hasta el fondo del mar, donde vio la planta. Entonces se apoderó de la planta, aunque le pinchó las manos; luego desligó las pesadas piedras de sus pies y el mar lo arrojó a su orilla. Gilgamesh dijo entonces a Urshanabi, el barquero: Ursahanabi esta planta es un remedio contra la angustia, gracias a ella el hombre puede recobrar la vitalidad. Quiero llevarla a Uruk la cercada. Haré que la coma un anciano para experimentar su eficacia. Ella se llamará “El viejo—rejuvenece”. Yo mismo también la comeré para reencontrar mi juventud. Al cabo de 20 dobles leguas comieron un poco, al cabo de otras 30 se prepararon para la noche. Viendo Gilgamesh una fuente cuyas aguas eran frescas, bajó a ella para bañarse en sus aguas. Pero una serpiente olfateó el aroma de la planta, se acercó silenciosamente y se llevó la planta; nada más tocarla, perdió su vieja piel. Gilgamesh permaneció aquel día postrado, llorando, las lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas. Tomó la mano de Urshanabi, el barquero, y le dijo:

¿Para quién de los míos han penado tanto mis brazos? ¿Para quién de los míos se ha derramado la sangre de mi corazón? Yo no he obtenido para mí ningún bien, al “león del suelo” es a quien he dado la felicidad. ¿Cómo puedo encontrar la indicación del sitio? ¿Puedo yo, que estoy tan lejos, regresar, si se quedó la barca en la orilla? Cuando llegaron a Uruk—la—cercada, Gilgamesh dijo a Urshanabi, el barquero: Súbete y paséate por la muralla de Uruk. Inspecciona sus fundamentos, observa su fábrica de ladrillos. ¿No son de ladrillo cocido los ladrillos de su estructura? ¿No colocaron sus fundamentos los siete Sabios?”

Gilgamesh, durante mucho tiempo de su reinado, insensible a los sufrimientos de su gente, de la que abusaba, ha experimentado un cambio gracias a su relación de amistad con un igual como Enkidu y se ha ido humanizando hasta el punto de llorar no sólo por la pérdida de su amigo sino también por no poder compartir con los habitantes de Uruk aquella planta de la “eterna juventud”, devorada por la serpiente, que cambió la piel. Piensan algunos que esa serpiente, también presente, como tantos otros elementos, en la Biblia, es enviada por los dioses para evitar que Gilgamesh consiga no ya la vida eterna sino ni siquiera la eterna juventud. Aceptado ya su destino, muestra a Urshanabi las murallas de su ciudad, de las que está orgulloso, quizá una obra imperecedera por la que será recordado, como también lo pretendieron los faraones, construyendo pirámides, y otros muchos gobernantes en la historia, promoviendo obras faraónicas. Estos últimos versos aparecen también al principio de la primera tablilla, lo que hace suponer que aquí finalizaba la narración original a la que se añadió el texto sumerio de la tablilla XII con el viaje de Gilgamesh al país de los Muertos.

Quizás alguien que no conociera a nuestra amiga, o aun conociéndola, pudiera pensar que, bueno, es comprensible la pena, la tristeza, el llanto por la pérdida de un amigo, pero ¡hasta el punto no ya de compararla sino ni siquiera de evocar por su desaparición la épica figura de Gilgamesh, lamentando la muerte de su amigo Enkidu! Y me pregunto, las legendarias hazañas de un héroe como Gilgamesh o Enkidu acabando con la vida de Khumbaba o la pelea con el Toro Celeste provocada por la venganza de Ishtar, ¿son superiores a la invencible presencia de ánimo de una madre que día tras día, noche tras noche, semana tras semana, apostada a la vera de su lecho, velaba por la gravísima enfermedad de su hijo postrado en la cama de un hospital sin apenas esperanza de sobrevivir? ¿Es acaso superior el mérito del Faraón que mandó construir su tumba o la pirámide de Keops que el de cualquier anónimo esclavo que dio su trabajo, su esfuerzo, su salud y su vida acarreando piedras y muriendo a veces bajo su peso? Muchas veces, ansiosos de conocer historias sorprendentes de personajes lejanos, inalcanzables, nos olvidamos de que estamos rodeados de seres, con mucha frecuencia, adornados de cualidades muy superiores a esos seres imaginarios, mitificados por la leyenda. A nuestro alrededor, sin los destellos de la divinidad, viven gentes que diariamente trabajan en condiciones lamentables, gentes que han perdido el trabajo, que sufren enfermedades de las que no pueden recuperarse, gentes que las cuidan con esfuerzos titánicos. Vencer a Khumbaba o al Toro Celeste es cuestión de un rato; sobrellevar una enfermedad o cuidar a un enfermo durante años puede ser una hazaña mucho más épica que ésas que cuentan las leyendas.

San Juan, agosto de 2020.
José Luis Simón Cámara.

1Se trataría de una prueba para demostrarle que no puede alcanzar lo que pretende.

Desde el más allá. 10.

X

TABLILLA XI

“Gilgamesh dijo a Utnapishtim, el Lejano: Cuando te miro , Utnapishtim, tus rasgos no me son extraños, incluso eres semejante a mí. Dime cómo conseguiste presentarte en la Asamblea de los dioses y cómo buscaste la Vida. Utnapishtim le respondió: Gilgamesh, voy a revelarte una cosa oculta, voy a confiarte un secreto de los dioses. Fue en Shuruppak, una ciudad,–tú la conoces bien—situada a orillas del Eúfrates, ciudad ya antigua y en la que a los dioses les gustaba habitar, en donde los Grandes dioses tomaron la decisión de provocar el Diluvio. Entonces Ea, mi señor, repitió sus propósitos a mi pared de cañas: Pared de cañas1, escucha: Hombre de Shuruppak, destruye tu casa, construye un barco, abandona las riquezas, busca la Vida que salva. Embarca en el barco todas las especies vivas. En cuanto al barco que debes construir, que sus dimensiones se correspondan entre ellas: serán iguales su ancho y su largo, cúbrelo con un tejado. Cuando hube comprendido, dije a Ea, mi señor: Señor, la orden que me has dado la acataré y la llevaré a cabo; pero ¿qué responderé a la ciudad, al pueblo y a los ancianos? Ea, abriendo la boca, dijo dirigiéndose a mí, su servidor: Hombre, he aquí lo que dirás: Sospecho que Enlil está airado contra mí, de modo que no puedo vivir en vuestra ciudad, tendré que descender al Apsu, el abismo de las aguas, y vivir con el dios Ea, mi señor. Sobre vosotros, Enlil hará llover la abundancia, bandadas de pájaros, bancos de peces, abundancia de trigo, ricas cosechas. Al amanecer derramará una lluvia de “pequeños panes” y al atardecer os enviará una lluvia de trigo. Cuando aparecieron las primeras luces del alba, todo el país se reunió a mi alrededor. El carpintero aportó su hacha, el cestero su mazo de piedra, los obreros ejecutaron el trabajo, las familias trenzaron las cuerdas, los pequeños transportaban el betún, los pobres cargaban el material necesario. Al quinto día habían acabado el armazón, fijé luego su forma exterior y la dibujé. Le hice poner seis cubiertas, dividiendo su espacio en siete pisos, distribuí su interior en nueve compartimentos, hundí en sus flancos clavijas marinas, me procuré pértigas y acopié todo lo necesario. Vertí en el horno asfalto, betún y aceite para el calafateo. Hice sacrificar bueyes y degollar corderos cada día para la gente. Cerveza, aceite y vino consumió todo el mundo como si fuera agua de río. Cuando se hubo terminado de trabajar se hizo una fiesta. Antes de ponerse el sol el barco estaba dispuesto. Como su botadura era demasiado difícil se hubo de disponer de leños de rodadura hasta que el barco pudo sumergirse en sus dos tercios. Todo lo que yo poseía lo cargué en el barco, cuantas especies vivientes tenía las cargué. Hice subir al barco a mi familia y a mis parientes, hice subir a los animales domésticos y salvajes y a todos los artesanos. Shamash me había fijado así el momento fatídico: Al amanecer lloverán pequeños panes, al atardecer una lluvia de trigo, entonces entra en el barco y cierra tu escotilla. Aquel momento fatídico llegó. Cuando al amanecer llovieron pequeños panes y al atardecer una lluvia de trigo, observé el estado del tiempo: su sola vista infundía espanto. Entré, pues, en el barco y obturé la escotilla. Cuando aparecieron las primeras luces del alba, una nube negra se alzó en el horizonte; en su interior Adad (el dios de la tempestad), no cesaba de rugir, por delante iban Shullat y Khanish (dioses de los vientos), Erragal (dios de los infiernos), arrancó las compuertas, Ninurta llegó e hizo desbordar los diques. El silencio de muerte de Adad recorría el cielo y todo lo que había sido luz se tornó oscuridad. Las columnas de la tierra se rompieron como una jarra. Durante todo el día la tempestad se desencadenó y provocó el Diluvio, a causa de las trombas de agua no se veían los unos a los otros; vistas desde el cielo las gentes no eran reconocibles. Los dioses, entonces, llegaron a espantarse del Diluvio y, huyendo, subieron hasta el cielo de Anu. Acurrucados como perros, los dioses se agazaparon afuera. Ishtar se puso a gritar como una mujer en trance de parto, Belet—ili (señora de los dioses), de dulce voz, ahora se lamenta: ¿Cómo pude decidir el mal en la Asamblea de los dioses dando, como en una guerra, la orden para destruir a mis criaturas? ¿Crié yo a esas gentes para que llenaran el mar como si fueran pececillos? Entonces todos los dioses se lamentaron con ella, permanecieron postrados, gimiendo con desesperación, secos estaban sus labios, abrasados por la fiebre. Durante seis días y siete noches, el viento persistió, el huracán del Diluvio arrasó la tierra. Al llegar el séptimo día el huracán del diluvio empezó a amainar, después de haber luchado como una mujer en parto. El mar, luego, se calmó, se apaciguó el viento, el Diluvio cesó. Observé el mar; el silencio reinaba, pero todos los hombres se habían vuelto barro. La llanura líquida aparecía tan plano como una azotea; abrí un tragaluz, un aire fresco cayó sobre mis mejillas, me agaché, caí de rodillas y me puse a llorar. Observé por sus costados los lindes del mar. El monte Nisir retuvo el barco sin dejar que se moviera durante siete días. Cuando llegó el séptimo día hice salir una paloma y la dejé marchar, la paloma emprendió el vuelo pero regresó; como no había encontrado donde posarse, por eso volvió. Hice salir una golondrina y también regresó. Hice salir un cuervo y, viendo que las aguas habían bajado, se puso a picotear, revoloteó, alzó la cola y ya no volvió. Habiendo dejado salir todo a los cuatro vientos, ofrecí un sacrificio de cedros y mirto. Los dioses, al percibir su aroma, se apiñaron como moscas en torno a mí. Llegó la diosa Makh y dijo: Que los dioses vengan a la ofrenda, pero que Enlil no venga porque sin reflexionar desencadenó el diluvio y condenó a mis criaturas a la destrucción. En aquel momento llegó Enlil y al ver el barco se enfureció. Alguno, dijo, ha debido salvar su vida. Ninguno debía sobrevivir a la destrucción. Ninurta, abriendo la boca, habló y dijo al valiente Enlil: ¿Quién sino Ea puede idear semejante cosa?

Ea es el único que puede emprenderlo todo. Ea dijo al valiente Enlil: Tú que eres el más sabio, el más valiente de los dioses, ¿cómo pudiste, sin reflexionar, desencadenar el Diluvio? Castiga al pecador por sus pecados, castiga al criminal por su crimen, pero en lugar de suprimirlos, perdónalos, no los aniquiles. Mejor que desatar el Diluvio habría sido que los leones y los lobos hubieran diezmado a las gentes. Mejor que desatar el Diluvio habría sido que una hambruna hubiera debilitado al país. En cuanto a mí, yo no he revelado el secreto de los Grandes dioses. A Utnapishtim le hice ver un sueño que le enseñó el secreto de los dioses. Pero, ahora, decide acerca de su destino. Enlil, entonces, subió al barco, me cogió por la mano y me hizo subir, hizo subir también a mi mujer y la hizo arrodillarse a mi lado, tocó nuestras frentes y, de pie, entre nosotros, nos bendijo: Hasta ahora, dijo, Utnapishtim era un hombre, en adelante que Utnapishtim y su esposa sean como nosotros, los dioses. Que Utnapishtim habite lejos, en la boca de los ríos.”

(Texto tomado, como los anteriores y los siguientes, de la traducción y notas de Federico Lara Peinado, publicado en Tecnos, 2005)

San Juan, Agosto de 2020.
José Luis Simón Cámara.

1Fórmula para no traicionar el acuerdo secreto de los dioses. Ea no lo dice a Utnapishtim sino a una pared, a través de la cual él lo escucha.