El silencio efusivo.

¿De cuántas de las cosas que hemos prescindido estos 60 días podríamos seguir prescindiendo? ¿Durante cuánto tiempo más aún y de cuáles de esas cosas? Si hemos podido vivir sin ellas es porque no son realmente vitales. Por ejemplo, los bares. Los restaurantes. Los parques. Los grandes o pequeños almacenes. Los establecimientos públicos. Cines. Teatros. Salas de fiesta. Estadios. Canchas. Polideportivos. Circuitos. Gimnasios. Es decir, los puntos de encuentro. Especialmente la calle. Todos esos lugares donde la gente se encuentra para trabajar, hablar, beber, comer, hacer ejercicio o ver hacerlo, divertirse, entretenerse, pasar el rato. Y en eso la gente de los países mediterráneos y de otras latitudes son aventajados. Hay otros países, normalmente los llamados nórdicos, donde la gente se mueve menos por la calle. A esa movilidad atribuyen algunos la mayor o menor propagación del virus. Puede ser o no una de las razones. La realidad es que en los primeros países se ha cebado más que en los segundos. ¿Quiere eso decir, por si fuera una de las causas, que deberíamos renunciar a la efusividad mediterránea e instalarnos mejor en la aspereza nórdica? ¿Renunciar al abrazo y al beso como forma de saludo? ¿Ni siquiera el apretón de manos? La verdad es que me encuentro en una disyuntiva. Por un lado me gusta la austeridad del Oeste. Cuando hablo del Oeste me refiero, para el que no lo sepa, a las buenas películas del Oeste e incluso a bastantes de las malas. Quiero decir a esos diálogos sobrios, austeros, mínimos, casi carentes de palabras, en los que a veces sólo vale con el gesto. ¡Qué sé yo! Por ejemplo, cuando aparece en escena Burt Lancaster en medio del Saloon. O Kirk Douglas en la mesa de juego. O Marlon Brando en “El rostro impenetrable”. O Clint Eastwood escupiendo por la comisura que le deja libre el cigarro. Ahí, en esas películas, tengo asociada a la charlatanería el exceso de palabras. Al vendedor del frasco crecepelos que sirve para el catarro subido a su carromato. Entre los duros del Oeste no cabe el abrazo, mucho menos el beso, ni siquiera el apretón de manos. Ahí es suficiente ponerte al otro lado de la raya, al lado de tu amigo, sin necesidad de abrazos. Ahí es suficiente morir o vivir a su lado. Y luego, al final de la película, esos que han sido tan amigos que se han jugado la vida juntos, uno por otro, se alejan a caballo en distintas direcciones sin necesidad siquiera de mirarse a la cara. Pero saben que desde cualquier parte acudirán si el amigo lo necesita. Por eso me gustan también escritores que no gastan más palabras de las necesarias. No voy a citarlos a todos. ¡Qué sé yo! Nombraré sólo a uno que he descubierto hace poco. Cormac McCarthy. O quizá a otro, del que sólo he leído “Stoner”- John Williams. Cada vez aguanto más el silencio y soporto menos la verborrea. Sobre todo las palabras cuando son una sucesión de sonidos que no te dicen nada. Hablar por hablar. Pero me he ido muy lejos. Desde la calle a la pantalla o a la novela. La verdad es que me gusta la austeridad y me gustan los abrazos. Quizá podríamos llegar a un punto de encuentro. Quizá los orientales con sus inclinaciones de cabeza. Quizá sean también posibles los abrazos austeros. Los silencios efusivos. Las miradas tiernas con el rostro lleno de polvo del camino. Las manos que desde el puerto se mueven al ritmo de las que se pierden a lo lejos en el barco que se aleja.

San Juan, 16 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.