Días de calma

Estos días pasados no sé si volverán a repetirse. ¿Quién diría, sumidos como hemos estado y aún estamos en esta inimaginable situación, que podríamos quizá, con lo denostada que sigue siendo, añorarla algún día? No hace falta ser muy perspicaz para ver en tu propia persona los cambios que imperceptiblemente se van operando poco a poco. Hasta ahora disponía de casi todo el día para mí en exclusiva. Ahora que se está suavizando el confinamiento ya podemos movernos más por la calle, ya hay que atender asuntos hasta ahora en hibernación. Tomar el pulso a hidroeléctrica, a las casas de móviles, a los cambios y autorizaciones de Aguas, a los precios del gas, a los arreglos de fontanería, a la búsqueda de vivienda, y todo esto, claro, se hace a costa de tiempo. Me voy dando cuenta de que además de todos estos quehaceres a los que me he referido y muchos otros, tengo la posibilidad, eso sí, aún sin salir de la provincia, de visitar a los amigos, de tomar una cerveza, de platicar con ellos. Aunque muchos han cambiado sus hábitos horarios. Por otra parte ya en dos ocasiones, después de estar sentado en una mesa, he sentido la tentación de levantarme. En ambos casos frente al mar. En una de las terrazas, el dueño, sin guantes ni mascarilla, departía con unos clientes sentados a una mesa. Nos hemos sentado en la otra mesa, de las dos que había, con marcas de haber sido usada. Nos ha preguntado qué queríamos. Un vermut y una caña. Chico, no llevas mascarilla. Eso son tonterías, mientras caminaba torpemente. Parece que cojeas. Por no decirle si estaba algo bebido. He entrado al bar para cambiar la caña por un botellín pero ya estaba servida en medio de infinidad de vasos sucios, con restos de bebidas. He cogido el vermut y la cerveza antes de que él les echara la zarpa y me los he llevado a la mesa. A pesar del enclave, del mar y del tiempo que conozco al dueño, por una vez hemos lamentado abandonar el paseo y sentarnos a tomar con aprensión aquel refresco, otras veces tan placentero. No pasó más de un día. Volvimos a pasear junto a la playa y nos sentamos en otra terraza donde los carteles y los camareros guardaban todos los protocolos. Mascarillas, guantes, limpieza de mesas, distancias de seguridad. Nada que objetar. Pero ni una miserable bolsa de patatas, ni un pequeño tarro con almendras. Hemos llegado a la conclusión de que por el momento, hasta que llegue esa ansiada nueva normalidad, nos daremos el paseo por la calle, junto al mar, en la ciudad o por la montaña y tomaremos los refrigerios en casa, despreocupados de protocolos, de inquietudes, de sobresaltos sanitarios. Comencé hablando de la disponibilidad de tiempo, obligado por las circunstancias. Me levantaba e instalaba en el salón. Rodeado de libros y de calma. Libretas para escribir cuanto quisiera. Si me cansaba de la misma posición iba del sofá a la mesa o a la inversa. Si cansado de ambos estiraba las piernas por el jardín. Cortar alguna rama quebrada por el viento, recoger las hojas incesantes del algarrobo, regar las plantas más delicadas y, ya satisfecho de naturaleza, regresaba al salón donde subía impaciente por anotar alguna de las ideas que se me habían ocurrido para que no se me olvidaran y enviárselas después a los amigos. ¡Qué duda cabe de que se establece con ellos un diálogo cuando les envías tus reflexiones, aunque la mayoría de las veces ni respondan! A veces tengo la sensación de que nunca he estado tan cerca de mis amigos como en este tiempo de alejamiento forzoso. Quizá por eso el género epistolar en otras épocas. Nada como la palabra escrita para una comunicación clara, sincera, serena, desnuda. Sin menospreciar las palabras apoyados en la barra de un bar. Pero la música, el bullicio, los camareros, la compañía.

San Juan, 22 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

“Como decíamos ayer…”

Hoy, como todos estos días, me he levantado y aseado. Después de desayunar, cuando ya me subía al salón donde he pasado gran parte de este largo confinamiento, desde donde he visto el ir y venir de los pájaros, el leve movimiento de las hojas acunadas por la brisa o el crujido de las ramas quebradas por una brusca racha de viento, desde donde también he mirado a veces sin nada más que ver que todo eso que está ahí, quieto, sin moverse, como en una foto, como yo mismo, paralizado, estático, he dicho “subía”, pero no he subido. Hoy es 18 de Mayo. Me he puesto los zapatos de la calle y los he dejado caminar en busca del sitio de siempre. Han recordado el camino. Y estaba abierto. Las mesas distantes en la terraza. Pero abierto. Buenos días, Pepe. Lo de siempre, por favor. Como si no hubiera pasado el tiempo. Y al poco lo tenía sobre la mesa. Aunque no es comparable, esta situación me ha recordado aquella otra en que un profesor, después de pasar 5 años en prisión alejado de su cátedra en la Universidad de Salamanca, al regresar al aula saludó a sus alumnos con la ya famosa frase: “Como decíamos ayer…” Como si no hubiera pasado el tiempo, como si los cinco años preso en las cárceles de la Inquisición, hubieran sido un paréntesis sin importancia en su vida. Como si la envidia y el odio de algunos de sus colegas, ansiosos por ocupar su puesto a cualquier precio, aunque fuera denunciándolo ante la Inquisición, fueran pelillos a la mar. Cuál era su delito, preguntaréis, para ser condenado a 5 años de prisión.

Haberse atrevido a traducir del hebreo unos versículos del Cantar de los Cantares. Eso era el pretexto. En esta época se consideraba peligroso poner la miel en la boca del asno, traducir a la lengua de Castilla, a la lengua romance, que hablaba el pueblo, aquellas peligrosas mieles escritas en lenguas antiguas, sólo accesibles a las élites culturales de la época. Otra historia equivalente al celo de Jorge de Burgos por ocultar algunos libros en la biblioteca del monasterio que nos cuenta Umberto Eco en “El nombre de la Rosa”. Ése era el pretexto. La verdadera razón era la envidia. Que una persona tan sabia y sencilla a la vez, cualidades que suelen ir juntas, a mi juicio, ocupara tan alta distinción en una cátedra en la famosísima Universidad de Salamanca. Los pretextos podían ser varios, importantes en la época e irrelevantes en la actualidad, como que Fray Luis prefiriera el texto hebreo al latino de La Vulgata o que se hubiera atrevido a traducir el Cantar. La realidad es que todo estaba motivado por la envidia entre órdenes religiosas, dominicos y agustinos, y por la envidia personal, pues Fray Luis, agustino, había ganado varias cátedras frente a otros opositores dominicos. El caso es que por estos bellos versos que voy a transcribir, sólo una muestra, dio con sus huesos en la cárcel de la Inquisición en Valladolid. Esa calle lleva ahora su nombre.

Ya sabéis que “El cantar de los cantares”, atribuido a Salomón, es un diálogo entre la esposa y el esposo.

Esposa:

“Béseme con su boca a mí el Amado;
son más dulces que el vino tus amores…
Morena soy, más bella en lo escondido
¡oh hijas de Sión! Y muy hermosa;
porque allí en lo interior no ha podido
hacerme daño el sol, ni empece cosa;
a tiendas de Cedar he parecido;
que lo que dentro está es cosa preciosa,
velo de Salomón, que dentro encierra
la hermosura y belleza de la tierra”

Esposo:

“¡Oh, cómo eres de hermosa, dulce Amada,
y tus ojos son bellos y graciosos…
Los tus pechos dos blancos cabritillos
parecen, y mellizos, que paciendo
están entre violetas ternecillos,
en medio de las flores revolviendo
mientras las sombras de aquellos cerrillos
huyen, y el día viene reluciendo,
voy al monte de mirra y al collado
del incienso a cogerle muy preciado.”

Esposa:

“Ven pronto, amigo mío, que tu Esposa
te espera; ven corriendo, ven saltando,
como cabras o corzos corredores
sobre los montes altos y de olores….
Venga a mi huerto y coja sus manzanas,
mi Amado, y comerá las muy tempranas.”

Pues bien, por esta selección de versos y otros tan hermosos, fue condenado el poeta, al que también se atribuyen unos versos aparecidos en la pared de su celda. Si no son suyos, merecerían serlo. Reflejan su grandeza de espíritu.

“Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa
en el campo deleitoso,
con solo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa
ni envidiado ni envidioso.”

El “ristretto”, por cierto, tan rico como siempre.

San Juan, 18 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

El silencio efusivo.

¿De cuántas de las cosas que hemos prescindido estos 60 días podríamos seguir prescindiendo? ¿Durante cuánto tiempo más aún y de cuáles de esas cosas? Si hemos podido vivir sin ellas es porque no son realmente vitales. Por ejemplo, los bares. Los restaurantes. Los parques. Los grandes o pequeños almacenes. Los establecimientos públicos. Cines. Teatros. Salas de fiesta. Estadios. Canchas. Polideportivos. Circuitos. Gimnasios. Es decir, los puntos de encuentro. Especialmente la calle. Todos esos lugares donde la gente se encuentra para trabajar, hablar, beber, comer, hacer ejercicio o ver hacerlo, divertirse, entretenerse, pasar el rato. Y en eso la gente de los países mediterráneos y de otras latitudes son aventajados. Hay otros países, normalmente los llamados nórdicos, donde la gente se mueve menos por la calle. A esa movilidad atribuyen algunos la mayor o menor propagación del virus. Puede ser o no una de las razones. La realidad es que en los primeros países se ha cebado más que en los segundos. ¿Quiere eso decir, por si fuera una de las causas, que deberíamos renunciar a la efusividad mediterránea e instalarnos mejor en la aspereza nórdica? ¿Renunciar al abrazo y al beso como forma de saludo? ¿Ni siquiera el apretón de manos? La verdad es que me encuentro en una disyuntiva. Por un lado me gusta la austeridad del Oeste. Cuando hablo del Oeste me refiero, para el que no lo sepa, a las buenas películas del Oeste e incluso a bastantes de las malas. Quiero decir a esos diálogos sobrios, austeros, mínimos, casi carentes de palabras, en los que a veces sólo vale con el gesto. ¡Qué sé yo! Por ejemplo, cuando aparece en escena Burt Lancaster en medio del Saloon. O Kirk Douglas en la mesa de juego. O Marlon Brando en “El rostro impenetrable”. O Clint Eastwood escupiendo por la comisura que le deja libre el cigarro. Ahí, en esas películas, tengo asociada a la charlatanería el exceso de palabras. Al vendedor del frasco crecepelos que sirve para el catarro subido a su carromato. Entre los duros del Oeste no cabe el abrazo, mucho menos el beso, ni siquiera el apretón de manos. Ahí es suficiente ponerte al otro lado de la raya, al lado de tu amigo, sin necesidad de abrazos. Ahí es suficiente morir o vivir a su lado. Y luego, al final de la película, esos que han sido tan amigos que se han jugado la vida juntos, uno por otro, se alejan a caballo en distintas direcciones sin necesidad siquiera de mirarse a la cara. Pero saben que desde cualquier parte acudirán si el amigo lo necesita. Por eso me gustan también escritores que no gastan más palabras de las necesarias. No voy a citarlos a todos. ¡Qué sé yo! Nombraré sólo a uno que he descubierto hace poco. Cormac McCarthy. O quizá a otro, del que sólo he leído “Stoner”- John Williams. Cada vez aguanto más el silencio y soporto menos la verborrea. Sobre todo las palabras cuando son una sucesión de sonidos que no te dicen nada. Hablar por hablar. Pero me he ido muy lejos. Desde la calle a la pantalla o a la novela. La verdad es que me gusta la austeridad y me gustan los abrazos. Quizá podríamos llegar a un punto de encuentro. Quizá los orientales con sus inclinaciones de cabeza. Quizá sean también posibles los abrazos austeros. Los silencios efusivos. Las miradas tiernas con el rostro lleno de polvo del camino. Las manos que desde el puerto se mueven al ritmo de las que se pierden a lo lejos en el barco que se aleja.

San Juan, 16 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

Refugiados e indigentes1. (2)

“En la casa de huéspedes huele a ropa vieja, choucroute y humanidad. En el suelo, acurrucados los unos junto a los otros, yacen los cuerpos como el equipaje en un andén. Algunos judíos entrados en años fuman en pipa. La pipa huele a cuerno chamuscado. Los gritos de los niños revolotean en las esquinas. Los suspiros se pierden en las ranuras del suelo de madera. El brillo rojizo de una lámpara de petróleo lucha por abrirse paso a través de un muro de humo y sudor”

Trozo de ese artículo publicado en el periódico alemán. Es como si no pasara el tiempo. O como si las mismas cosas pasaran una u otra vez independientemente del tiempo. Al margen del tiempo. Este texto de Joseph Roth hace justamente 100 años, puede referirse exactamente igual a cientos de refugiados de cualquier parte del mundo y en cualquier parte del mundo. Da igual Norte o Sur, Este u Oeste. Sí, quizá algunas pequeñas diferencias según el hemisferio. Matices. Pero el poso de soledad y tristeza es el mismo. Yo sé que no es el tema del momento. Pero está ahí. Sigue ahí. Algún día pasará la pandemia como pasó la viruela, como pasó la peste, pero los refugiados siempre han estado, siguen estando y estarán ahí. Igual que los indigentes. “Otra fila de camas recorre el pasillo intermedio. Simples armazones de hierro, lechos de castigo construidos con alambre. Cada indigente recibe una fina manta de pasta de papel que, todo hay que decirlo, está limpia y desinfectada. Es en estas camas en donde se sientan, duermen y se echan los indigentes. Personajes grotescos, como salidos de novelas de pobres y mendigos, de los bajos fondos de la literatura universal. Son casi ficticios. Viejos harapientos de barba gris, vagabundos que cargan con fardos de pasado sobre sus espaldas encorvadas. Sus botas acumulan el polvo de décadas azotando las calles”….”Son muchos los que acuden. La mayoría con dolencias en los pies. Son personas que han tenido que caminar toda su vida. Cerca del cincuenta por ciento padece enfermedades venéreas. La mayoría tiene piojos. Cuesta muchísimo trabajo convencerlos de que deben asearse. Con la desinfección se estropean sus prendas de vestir. Prefieren vivir con los piojos intactos que con las ropas aún más andrajosas. Las familias viven aparte, en unos barracones de madera que se han habilitado en las salas. Algunos los han convertido en un lugar acogedor. Cada esquina de la sala dispone de un fogón y un pequeño horno donde las mujeres pueden cocinar. La colada cuelga de una cuerda tensada para la ocasión y se seca al fuego de los guisos, de la digestión y de la vida en común. Aquí viven los refugiados. De Prusia, Renania, Holstein. Se conocen. Se visitan los unos a los otros”.

El mismo Joseph Roth que describió crudamente su situación tardó pocos años en sufrirla en sus propias carnes. Nacido en Austria, fue perseguido por judío y por escritor. En sus crónicas berlinesas va tomando el pulso a aquella gran ciudad de la que se vio obligado a salir, estableciéndose en París, donde acabó sus días alcoholizado a los 47 años. Sagaz periodista, previó, antes de que el nacionalsocialismo se quitara la careta, por dónde iban los tiros ya en los años 20. Algunas de sus obras más importantes son: “La cripta de los capuchinos”, “La leyenda del santo bebedor”, “La marcha Radetzki”. Todas en torno al desmoronamiento del imperio austro-húngaro.

San Juan, 15 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

[1] Título de un artículo publicado por Joseph Roth en el periódico Neue Berliner Zeitung el 20 de Octubre de 1920. El resto, citas de “Crónicas berlinesas”.

Fronteras

Mañana, algunas zonas de Alicante entramos en la fase 1 de la desescalada. Otras ya lo estaban desde la semana pasada. Quiere eso decir que podremos movernos libremente, aunque con prudencia y guardando las distancias, por cualquier punto de la provincia. Espero que mi caballo, desacostumbrado a las largas caminatas, aguante el kilometraje, más económico ahora con la bajada de los carburantes.

No sé si recordará, como el sabio caballo del cochero de “Un hombre tranquilo” de John Ford, las paradas habituales en la puerta de las tabernas para que se tomara un vaso de wisky. En mi caso, la parada en el pueblo donde nací, el Siscar, ese pueblo donde sus habitantes apenas llegan al millar, como hace muchos años. El problema será para el jinete y para el caballo. No sé si las riendas aguantarán el tirón de la frenada o si el caballo obedecerá las órdenes porque el pueblo se encuentra al borde de otra provincia, en el límite entre Alicante y Murcia. Y allí hay una frontera invisible justo en mitad de la Rambla. ¿Podrá detenerse el caballo que ya percibe los olores de su tierra, de sus calles, de su gente? ¿Será posible contenerlo cuando ya huele su cuadra? Su lugar de descanso en el patio desde cuyo porche caen sobre su lomo los caprichosos copos de nieve del jazmín. Ya sé que podríamos burlar esa frontera, rambla abajo entre los huertos, por veredas que conozco desde niño, o de árbol en árbol, sin pisar tierra murciana. Ya sé que podríamos ir rambla arriba, por la sierra que no sabe de fronteras y, como el águila la sobrevuela, encontrarnos por los picos. Pero no. Lo que haremos será mucho más sencillo. Convocaré a una hora a mi hermano, a mis primos, a mis amigos y acudiremos a ese impreciso punto fronterizo. Y sobre esa raya, sobre esa línea vaga, levantaremos los vasos llenos de amor y de vino para brindar por el reencuentro. Y ante ese muro inexistente recordaremos todos los muros de la historia. Desde la muralla china, cinco siglos antes de Cristo, para protegerse de los mongoles, hasta el muro de Adriano en Inglaterra para protegerse de escoceses e irlandeses. Desde el telón de acero hasta el muro de Berlín o el que separa USA del México lindo. Desde el de Ceuta y Marruecos hasta los muros de las cárceles, de los guetos, los invisibles muros de los barrios de miseria. Todos los muros de la historia. Yo les llevaré algún pez sorprendido junto a la playa. Ellos me llevarán alguna cesta con limones y naranjas. Acostumbrado de siempre a cogerlos con mis manos y pagándolos ahora uno a uno en la frutería. O a las habas tiernas de mi primo Jeromín. O a las alcachofas y brócoli de mi primo Fran, siempre sin afeitar, siempre con barro en los pantalones, como si viniera de regar. Pero el agua, dice, sabe su camino. Y siempre en la barra del bar. En cualquiera de los que hay en el pueblo. Tampoco podré pedirle a José María un conejo vivo en el saco de cáñamo, para que mi nieto lo suelte en el patio de la casa y juegue con él entre las macetas. Ni podremos visitar las cuadras de Pepito el de los cherros, con sus cientos de becerros de todos los tamaños, desde los que toman biberón hasta los astados de 500 kilos. O sus cerdos y sus gallinas americanas. Y los tractores. Tampoco podré visitar a Pepito el de la cenia, con el que de niños, íbamos por la siesta a buscar nidos de gorriones. Ni a Manolo el del estanco, regresado después de tantos años de emigración. A beberme con él un wisky escocés sin agua, claro, grave pecado. Ni visitar a los que ya están en el cementerio. Mis padres. Mis tíos. Mi primo Pepe, muerto hace poco bajo el tractor, mi amigo Pepe el torero, muerto de pena y desconcierto o Pepe el garajista al que, según le decía a mi nieto pocos días antes de morir, de pequeño yo retaba. Todo eso es cierto. También que brindaremos sobre la delgada línea fronteriza con las copas llenas de amor y de vino.

San Juan, 17 de mayo de 2020.
José Luis Simón Cámara.