Sueños. 8.

Era como para no creerse la historia por ridícula, pero así fue. Que en estos tiempos unos caciques residuales quisieran llevar a cabo sus inaceptables propósitos sin ninguna dificultad ni oposición parecía increíble. No podía asentarse un pueblo sobre una injusticia como ellos querían, como si no pasara nada, como si eso fuera de lo más normal. El caso es que así era como habían funcionado, sin que lo supiéramos a ciencia cierta, muchas de las realidades que nos rodeaban tanto de carácter privado como incluso público. Lo que querían ni más ni menos era que con fondos públicos se pagara el mantenimiento de tres grandes familias de la localidad. Bueno, grandes en el sentido que se suele dar, no sé por qué, a ese tipo de familias, es decir porque tienen muchas casas, muchas tierras, mucho poder, no desde luego por su grandeza de espíritu, su contribución cultural o su generosidad. Eso sí, eran tres familias que tenían sujetos por el cuello a casi la mitad del pueblo por distintas razones: favores que habían recibido en tiempos anteriores, contratos actuales de trabajo en alguna de sus muchas propiedades, guardas de seguridad en sus negocios, chóferes con función de guardaespaldas, arrendamientos ruinosos de tierras medio abandonadas, invitaciones en la barra del bar, el regalo de alguna chaqueta deslustrada o la invitación a sus hijos en el cumpleaños de los suyos. Y lo dejaron bien claro, o se les pasaba una parte del presupuesto del pueblo, así como suena, a ellos y al cura, que por lo que parecía ni se enteraba de la situación ni quería saber nada, él a lo suyo, hacer visitas a los pobres, lamerles las heridas ayudándoles con limosnas que recibía de las familias ricas, y a comer de vez en cuando invitado por estas mismas familias a cuyo calor se reconfortaba de las muchas desgracias que estaba obligado a ver y compartir. Un amigo de toda la vida había sido el emisario del mensaje. O se aceptaba su oferta, claro está, a cambio de que todo siguiera igual como estaba, o sería la guerra abierta a punta de pistola. No salía de mi asombro. ¿Cómo era posible ahora, en estos tiempos, en un país democrático de Europa, con una prensa libre, con instituciones periódicamente elegidas por los ciudadanos, que un grupo de esos ciudadanos, además de los más considerados, de los más respetables, de los de misa de domingo en primera fila reservada de la iglesia, de los que ofrecen limosnas a los pobres sin dejarse rozar por su mano, en resumen, de los más desalmados, en cualquiera de las acepciones de ese vocablo, pretendiera, siendo los más ricos del pueblo con muchísima diferencia con el resto de habitantes, que se les sufragara sus gastos, a la vez que su fortuna crecía en proporciones incomparables a las del resto de ciudadanos? No salía de mi asombro. Y aún me parecía más incomprensible que mi amigo transmitiera el mensaje como si se tratara del precio de una camisa en una tienda de ropa. O lo tomas o lo dejas. No cabía la posibilidad de discutir con él, ni tenía ningún sentido, la irracionalidad de su propuesta. Nos despedimos y, rumiando con paso lento lo que acababa de decirme, me dirigí hacia ninguna parte porque no había nada que decir a nadie. A los pocos días se escucharon unos disparos por el pueblo y por las afueras, camino del monte. Aún no era temporada de caza.

José Luis Simón Cámara.
San Juan, 19 de noviembre de 2014

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