El séptimo sello.

Ni siquiera se puede acompañar a una amiga en su último viaje. Es verdad que nuestro contacto se había reducido mucho en los últimos años. Nada comparable a aquellos en que solo nos faltaba dormir juntos en la misma cama porque en próximas lo hicimos más de una vez cuando hartos de vino, de amistad y de poesía nos desparramábamos por habitaciones y pasillos, por camas, sofás y alfombras.

La madrugada nos sorprendía y ya seguíamos juntos hasta que nos desperezaban los primeros rayos de sol. Solíamos encontrarnos por el Barrio. Punto de encuentro en el que no había que quedar porque, como guiados por la flauta de Hamelín, todos nos dirigíamos hacia allí. ¿Cuándo? Al atardecer o con los últimos rayos de sol o con las pálidas luces de la luna. No nos gustaban las horas exactas ni andar mirando los relojes. Para estas cosas al menos. Porque en otras, ya me entendéis, la puntualidad milimétrica era imprescindible para cuidar el pellejo.

¿Se os ha olvidado acaso la aciaga existencia por doquier de la brigada político-social? Aquellos personajes de nuestra edad que rivalizaban con la moda juvenil del momento para camuflarse entre los que eran sus objetivos de detección y detención? Pero no me estoy refiriendo ahora a aquellos desalmados, sí, sí, sin alma, porque su hipocresía, cinismo y crueldad eran ilimitados, algunos incluso gozan aún de privilegios gracias a sus desmanes. A ésos, que han escrito sus páginas más negras y vergonzosas, que los borre el viento de la historia.

Ahora estoy hablando de los amigos, de todos aquellos que por lo menos teníamos en común hacer frente a sus fechorías. A los que teníamos en común, no ya los altos ideales de libertad y justicia, tan propios de la juventud, sino los más llanos y no por eso menos elevados, de vivir el momento, de aprovechar la juventud, de saborear todos los placeres que se ponían a nuestro alcance, tan limpios como pasear a cualquier hora por las calles, amanecer en brazos de una amiga sobre la arena de la playa o perseguirla entre las olas como si de una sirena se tratara.

En esas tardes, en esas noches, en esas madrugadas nos encontrábamos muchos amigos, de los que algunos ya no nos acompañan ni nos acompañarán jamás.

Con razón apurábamos hasta la última copa, porque ahora ya es imposible.

Con razón alargábamos la noche hasta llevarla a la madrugada porque ahora ya no es posible. Con razón prolongábamos los abrazos porque ahora ya no es posible.

Y no es que no podamos seguir alargando la noche o apurar la última copa o prolongar los abrazos.

Eso podemos seguir haciéndolo y vamos a seguir haciéndolo.

Lo que no podemos es hacerlo con los que ya se han ido. Hay ya muchos nombres en la lista. El último y más reciente es Susana. La última en caer, hace apenas dos días. La fluctuante Susana, tocada por los dioses en su cabellera con los rayos áureos y rozada en los últimos tiempos por la diosa Manía.

Se ha marchado sola en la madrugada, cogida de la mano de su amante de toda la vida. Y sola, acompañada a distancia por los espíritus de sus amigos, no en un aquelarre de flagelantes que intentan escapar de la peste a costa de látigos, cilicios e incensarios purificadores, sino formando una silenciosa y triste procesión cada vez menos numerosa, te retiras por el camino de las sombras.

En un último intento de seducción, y lo sabías porque lo habías visto en los libros de los filósofos y en los cuadros de los más famosos pintores de la historia, has querido jugar una partida de ajedrez con ella a pesar de que las figuras estaban marcadas y has perdido.

San Juan, 17 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

La cola.

Era lo que se encontraba hoy por la calle. A ningún establecimiento de los que he ido o a los que me he acercado, he podido entrar directamente. En todos, más o menos larga, había una cola de gente convenientemente separada. Algunos con guantes de desinfección, otros con mascarilla, los había también, yo entre ellos, con guantes y mascarilla. Aun así, a pesar de esas medidas de protección, hay distintos tipos de colas. Está la, llamémosla así, cola india, manteniendo la distancia aproximada de un metro, aunque también depende de la altura y grosor del vecino. No es lo mismo una joven enclenque y bajita que un gordo señor de dos metros de altura. A un metro de la primera puede uno sentirse bastante lejos mientras que a dos del segundo te puede parecer muy cerca. Luego está la cola, ¿cómo llamarla? ¿no india? No parece muy adecuado. ¿Cola rostro pálido? Tampoco. Llamémosla, por decir algo, cola disforme, irregular o triangular, porque en función del sexo, tamaño, protección y ubicación, se va alargando sin guardar una línea regular.

Claro, si en una de esas colas hay un tipo con apariencia de poco o nada aseado, con barba descuidada, ropa maloliente, calcetines (si es que los lleva) de distinto color o agujereados, y encima tose intermitentemente y con tos seca; bueno, en ese caso las distancias se miden poniendo la mano de visera sobre los ojos.

Hay quienes llevan bolsa, otros cesta, algunos carrito y otros carro. Como dure mucho esta milonga veremos circular carros con motor por los supermercados. Porque, claro, esa es otra. Hasta ahora me he limitado a hablar solo de las tiendas, por llamarlas de alguna manera, tradicionales. Es en esas donde he encontrado este tipo de colas. En las panaderías o pequeñas tiendas donde aún se puede comprar embutido, carne y pan o en tiendas de verduras, ahora casi exclusivamente llevadas por paquistaníes. Los chinos, curiosamente, están casi todos cerrados. No sabemos si sentirán complejo de culpa por el azaroso origen del mal en su tierra de origen.

Lo de las grandes superficies o supermercados es otra historia. Esta mañana, como si estuviéramos en épocas de racionamiento, ya había colas interminables mucho antes de la hora de apertura. No sé si es que en el imaginario colectivo se ha desatado el atavismo de nuestros padres y abuelos cuando nos contaban las miserias que pasaron en la guerra y la posguerra. Los cajeros de algunos bancos ya no escupían dinero a primeras horas de la mañana. De allí la gente se dirigía a la puerta de los supermercados donde las colas llegaban a dar la vuelta a la manzana. No sé si hoy abrían más tarde por decisión superior o si los trabajadores rellenaban los estantes, vacíos de suministro, o si, temerosos de ser arrollados por el ansia compradora, trataban de prolongar el período de concienciación para atender sonriendo a toda esa gente que se les venía encima. Ya han circulado imágenes de establecimientos con las cajas de verduras y frutas rodando por el suelo. Incapaz de sumarme a una de esas colas devoradoras de todo lo que encuentran a su paso, me he limitado a mirarlas, no sé si con pena, resignación o disgusto. Y me he dado la vuelta pensando que es mejor la austeridad que la abundancia. Y, como esto no es posible llevarlo hasta sus últimas consecuencias, he recordado cuán sabio era Epicuro, aquel filósofo griego que, hastiado del bullicio y convenciones de la polis y de los vaivenes del mercado, se retiró a las afueras de Atenas, camino de El Pireo, donde desarrolló junto a sus discípulos su filosofía  sobre la vida, el amor y la felicidad, alimentándose de los productos de su huerta.

San Juan, 16 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara

El “Oeste” de Europa.

Como si hubiera llegado la más sanguinaria banda de malhechores, el pueblo amaneció desierto. Puertas y ventanas cerradas. Casi nadie por la calle. Apenas dos o tres personas tirando de sus perros. Ni el sol se atreve a salir con fuerza en esta mañana silenciosa. Sólo tímidamente asoman algunos de sus rayos. Se diría un pueblo abandonado. Pero la gente está escondida en sus casas. Se oye el rumor de las discusiones, se escucha el lento subir de las persianas y se intuyen miradas subrepticias tras el leve movimiento de las cortinas. Desde hace mucho tiempo no había tanto hueco sin coches aparcados en calles y avenidas. Faltaban rodando por el viento esas bolas de plantas secas que giran sin rumbo en el desierto. Algunos pájaros escondidos en el ramaje de los jardines. Los parques tristes sin el alboroto de los niños. Y cerrados esos puntos de encuentro diario donde se agrupan por los criterios más dispares los clientes de los bares. Unos por cercanía, otros porque un día les sirvieron un buen café, otros por la simpatía del cantinero, otros por su profesionalidad. Todos esos lugares cerrados.

Porque en el supermercado la relación es mucho más fría. Cada cual elige y escoge lo que busca, lo coloca en una cesta y luego, una mano casi sin cara, lo va pasando por un lector del código de barras. Pasado y pagado lo guardas en una bolsa y “hasta otra”.

En el bar o en el café la gente hace comentarios, mira a su alrededor cuando lee en voz alta el titular de una noticia, espera la aquiescencia del silencio a su opinión, se establece cierta relación. Se trata de gente que ha coincidido contigo muchos días en el mismo sitio y a la misma hora. Son conocidos del café, no de café. En muchos casos, quizá en la mayoría, ni se conocen sus nombres. Un buen día preguntas por alguien describiéndolo, por la edad, el aspecto, el lugar donde suele colocarse, porque lo echas de menos desde hace semanas y te dicen que murió de un infarto.

¡Vaya, hombre! Me quedé con la gana de haberlo invitado a un café porque me resultaba discreto y amable.

Siempre hay una galería de personajes. A los que menos soporto, para mis adentros, claro, porque no exteriorizo nada, es a los que se mueven como perdonando la vida al resto. El del puro, por ejemplo. Lleva un uniforme discreto que parece asignarlo a las oficinas municipales y casi todos los días apesta con un puro del que hace exhibición en su mano izquierda donde muestra, ostensiblemente además, un grueso anillo. Parece regodearse mientras mira, de pie o sentado, las volutas que salen de su boca y se mezclan con el humo que humedece el anillo de su dedo. Cuando coincide con un “bocazas”, policía o ex -policía, forman un dúo nauseabundo, a veces, aplaudidos por las risas de los lameculos que se sientan a su lado. El dueño del bar, ajeno a unos y a otros, les sirve en silencio sin dar muestras de aprobación ni de rechazo.

He de confesar que, aunque me siento más próximo de unos que de otros, me he habituado de tal forma a esta fauna diaria poco después de las 9, cuando he dejado a mi nieto en el escuela, que la estoy echando de menos tan solo unas horas después de entrar en vigor el decreto de confinamiento por el coronavirus.

Ésta es, como podéis suponer, esa sanguinaria banda de malhechores que ha irrumpido en este pueblo y en casi todos los pueblos de medio mundo. Espero que podamos contarlo como Emilia, Pánfilo y sus compañeros de aventura en aquella finca a las afueras de Florencia con motivo de la peste negra de 1348, según nos cuenta la pluma de Boccaccio.

San Juan, 15 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

¡Siempre los amigos!

Él ya había muerto. Pronto haría varios años. Aun así, yendo aquella noche de regreso de la montaña donde un grupo de amigos observábamos deslumbrados los saltos de agua después de unas lluvias torrenciales, mantuvimos esta conversación. Aunque él no había estado con nosotros porque había subido más arriba todavía, donde el riesgo de perecer víctima de un resbalón era mucho mayor. Pero ya bajando juntos y, como si intuyera su próxima muerte, de hecho ya pasada, le conté, para su tranquilidad, la historia y sobre todo la filosofía de Crotilo o Crótilo de Lesbos. Sé que no es muy conocido, incluso ha habido historiadores como Plutarco que han querido hacerlo desaparecer de los anales de la historia, simplemente no citándolo, porque entre otras cosas sus amoríos con Safo ponían en duda las inclinaciones exclusivamente homosexuales atribuidas a la poetisa que pondrían patas arriba la denominación de lesbianas atribuida a las mujeres con ese tipo de tendencia sexual. Pues bien, la importancia de la reivindicación de Crotilo o Crótilo de Lesbos, además de para que la historia no sea falseada según el interés del que la inventa, costumbre bastante generalizada en nuestros tiempos, quizá en todas las épocas, es porque aquel poeta, muerto joven, aunque no hay certeza entre los historiadores, parece que no llegó a los 40, había afirmado en uno de sus escritos que más allá de los 39 años y habiendo sido dotado por la diosa Atenea del ingenio para vivir y observar la vida, no valía la pena vivir porque a partir de esa edad se multiplicaban los achaques y se reducían los placeres…. Es una simplificación de su filosofía, pero por ahí iban los tiros.

Y todo esto se lo contaba yo a mi amigo que parecía así entender e incluso aceptar su futura muerte ya pasada cuando aún su cuerpo podía emprender con entusiasmo la subida a las más altas montañas de nuestro entorno y saborear otros muchos placeres aparte de los imperecederos e inapreciables de la amistad. Su corazón, inestable y mudable, aún se henchía de amores nuevos que le devolvían la juventud cada vez más lejana. Por poner un ejemplo. No hablemos ya de los placeres de la mesa o, mejor, de la barra, porque era mayor nuestra afición a acodarnos con movilidad y teniendo ante nuestros ojos los manjares para elegir entre los más apetitosos. ¡Qué decir de Baco! Aunque las destilaciones de la cebada, por las que comenzábamos, las de la uva con las que seguíamos, y las del wisky con que solíamos acabar, ya no eran tan abundantes, habíamos cambiado la cantidad por la calidad , sí eran más selectas y nos esmerábamos más en las bodegas, añadas y cepas. No por ningún prurito aristocrático sino por poder seguir saboreando esos líquidos aúreos sin dañar demasiado el hígado y el riñón. ¡Ah!, recuerdo otras épocas en que el trasiego de botellas nos llevaba del ron al tequila y el mezcal. Y cuando las vaciábamos anudábamos las lagartijas del fondo por las colas y nos las colgábamos de las orejas. Esos eran otros tiempos.

Todo era como un sueño en el que el futuro se anteponía al pasado.

Si Plutarco hubiera escrito “Las vidas divergentes” habría incluido sin lugar a dudas la biografía de Crotilo o, según otros, Crótilo de Lesbos.

San Juan, 12 de marzo de 2020.
José Luis Simón Cámara.

La fuerza de la sangre. (6 de marzo de 2020)

Aeropuerto Charleroi de Bruselas.

Vuelo Alicante – Bruselas sin sobresaltos. Aterrizamos a las 12.40. La lluvia y el viento nos golpean bajando las escalerillas. Pasamos de los confortables 24 grados del interior de la aeronave a los 4 grados en el exterior. Guiados por las cintas llegamos a las dependencias cubiertas. Salimos del interior del aeropuerto ya a cielo abierto. Cientos de pasajeros esperando bajo la lluvia persistente con viento frío en la calle, muchos de nosotros sin ninguna protección. Con los billetes en los bolsillos pero sin autobuses a la vista. Llega uno hacia las 13 horas. Comienza a moverse la fila y entre el personal algunos gritos: ¡eh, vosotros, listos…! (En distintas lenguas, claro) Que pretendían burlar el orden y colarse en el autobús. El viento arrecia y la sensación de frío aumenta. Hay quienes intentando cobijarse en la frontera del toldo, se mojan doble con el agua que chorrea de sus faldillas laterales. Grupos de jóvenes ajenos a las inclemencias del tiempo, charlan y ríen. Un pasajero setentón de casi dos metros luce mascarilla por el coronavirus, el mal amarillo que ha desabastecido supermercados y farmacias de productos de limpieza de manos, de alcohol, de desinfectantes y de mascarillas, que llegan, si las hay, a alcanzar precios desorbitantes en esta sociedad donde se hace negocio hasta de la adversidad ajena. Una empleada de la compañía de autobuses, viendo la ebullición creciente de la masa humana cada vez más inquieta, se acerca para informar, en un intento, creo, de tranquilizar al personal, de que en el plazo de veinte minutos llegarán dos autobuses. Noticia que tranquiliza relativamente al escaso número de gente que calcula sus posibilidades de ser de los afortunados y poder subir a los ansiados autobuses para abandonar este infierno frío y desapacible sin posibilidad alguna de escapar de él. El grupo entre el que me encontraba habíamos perdido la esperanza de poder subir a esos dos primeros autobuses. 14 horas. Aparecen autobuses que alimentan las esperanzas pero dan media vuelta y desaparecen. A las 14.15 horas llega un autobús y comienza a moverse la fila que como una gran procesionaria va girando por la senda que marcan esas vallas formadas por cintas, cada vez más frecuentes en las aglomeraciones humanas. Se para el movimiento cuando se ha llenado el autobús y aparece otro. Un respiro. La cola se mueve otra vez pero solo una leve sonrisa amaga en los aproximadamente 50 afortunados cuando, imprevistamente, aparece un tercer autobús que generaliza ya la sensación de descanso porque prácticamente todos ya podemos subir después de una larguísima hora y media de espera. Hasta podemos elegir asiento espacioso, confortable. Ya calientes en el autobús que nos lleva a la estación de Midi en Bruselas, comenzamos a olvidar esos larguísimos, inacabables minutos pasados con frío bajo el agua. La estación de Midi es un laberinto de plantas, trenes y metros, pero eso, caliente y bajo cubierta, es ya otra historia. Se trataba del principio del viaje a la antigua Flandes para conocer a mi nieta Teresa, recién nacida en aquella tierra tan hostil a la España de uno de sus hijos, Carlos V. La hostilidad pervive con el paso del tiempo.

San Juan, 11 de marzo de 2020
José Luis Simón Cámara.