Juventud perdida

No, no hace de esto mucho tiempo. Ocurrió ayer exactamente. Nos desplazábamos en el Metro madrileño con mis nietos después de una sabrosa comida en la hamburguesería Tony Roma´s junto al estadio Bernabeu, adonde nos habíamos dirigido para complacer a Juan, de 11 años y forofo seguidor del Real Madrid. Como casi siempre, sobre todo en horas punta, los vagones iban abarrotados. Cogidos a las barras metálicas de apoyo, verticales u horizontales junto al techo, nos mecíamos, como los cereales con el viento, siguiendo los vaivenes del tren. Una joven morena de ojos rasgados y largo corte en la falda a la altura del muslo se dirige a mí ofreciéndome con un gesto el asiento que ocupa. Se lo agradezco pero sigo cogido a la barra de sujeción. Mis nietos e Inma observan la escena. ¡Qué generosa la joven y qué engreído el caballero por rechazar su oferta! ¡Qué ciega la joven por no ver la latente juventud en una persona adulta! Qué soberbio aquel señor que se permite despreciar el altruismo de la chica. Qué pretenciosa y humillante ella haciendo patente ante el resto de viajeros la supuesta ancianidad de quien ante sus nietos alardea de juventud prolongada. ¿Acaso hubiera debido aceptar el ofrecimiento de la joven? ¿Por él mismo o por complacerla a ella? ¿Acaso podría ella sentirse frustrada por considerar que el señor había menospreciado su oferta? ¿Quizá hubiera debido el caballero aceptarla para no herir la sensibilidad de la joven?

Un sinfín tal de incógnitas que hubiera quizá preferido tropezarme con una estúpida joven egoísta aunque no llevara la falda rasgada a través de la que se entreviera el muslamen y no con aquella que, entre tantas, me había caído en suerte justamente aquella tarde y a la misma hora en el mismo vagón de la misma ciudad. ¡Es tan grande Madrid y son tantas las coincidencias!

Precisamente que un señor setentón nacido aquel día de enero antes de los años 50 del siglo pasado se encuentre en el mismo vagón con aquella señorita nacida en las postrimerías del mismo siglo o en los albores del siguiente justamente a la misma hora, en la misma dirección y disfrutando ella de un asiento mientras el caballero andaba enhiesto junto a la grupa del caballo.

Iba quedando en el olvido la escena. Paseamos junto a los casi brillantes leones que defienden el Congreso de los Diputados de los nostálgicos del pasado excepto de los tricornios de negro azabache vestidos de verde oliva. Enfrente, en el gran salón de cúpula multicolor del Palace por cuyas escaleras bajaba deslumbrante Ava Gardner, nos refrescamos mientras escuchamos viejas melodías al piano de cola que suena en un rincón.

De regreso a casa, es un decir, me refiero al Generator, esa cadena de hostels que, por toda Europa alberga a jóvenes y viejos rockeros, otra vez en el Metro, ya fue el colmo. Tan lleno como pocas horas antes, un joven de piel cobriza, seguramente indo-pakistaní, sin preguntarme ni decirme nada se levantó de su asiento y cogiéndome del brazo me ayudó a sentarme. No me dio opción a resistirme. Estaba claro que no era mi día para exhibir, a pesar de la edad, por lo visto indisimulable, mi buen estado de forma. Acepté humildemente mi destino. Para qué resistirme. Las circunstancias van poniendo a cada cual en su sitio. Afortunadamente, a pesar de tanto egoísmo, a pesar de tanta crueldad, aún hay gente joven que tiene la generosidad de ofrecer su asiento a un mutilado de la guerra del tiempo.

San Juan, 14 de abril de 2023.
José Luis Simón Cámara.

Los amigos

Eso de que vayan enfermando y desapareciendo los amigos es una putada. No sólo por ellos, ya irrecuperables, sino porque te vas quedando solo y cuántas cosas en la vida se saborean tan poco si no las compartes con tus amigos. Te dejan solo y se quedan solos. La soledad acaba invadiéndolo todo.
Una casa solitaria con la puerta abierta batida por el viento, las paredes desconchadas en aquellas habitaciones que cobijaron del frío y la intemperie. Tejados hundidos con las costillas al aire. Un perro vagabundo escarbando en los alrededores. Las plantas rodadoras giran en la dirección del viento.
Y tú, ahí, cada vez más solo porque ellos, tus amigos, se han ido marchando uno tras otro.
La mayoría sin tener la cortesía, es verdad que innecesaria, de despedirse. Quizá tampoco ellos lo sabían. Que empezaba el viaje. Al principio no te lo creías. No puede ser verdad. Pero la evidencia se imponía. No es que no pueda ser verdad. Es que se trata de una de las pocas verdades. Incontestable. Irreversible. Como una piedra encima de la mesa. Ahí la tienes.
No ofrece dudas. Ya puede venir el capullo de Heidegger a repetir sus estupideces sobre el ser y el tiempo. La piedra está ahí sobre la mesa. Como los amigos, bajo tierra unos y otros volatilizados, según la moda de los tiempos. Y luego, después de llorar y estirarte de los pocos pelos que te quedan, como hacía Gilgamesh por la pérdida de su amigo, la inevitable reflexión de que algún día pasaremos a engrosar esa lista cada vez más abultada. Porque aunque no queramos confesarlo -todos se reirían de nosotros- se abriga, muy en el fondo, la secreta esperanza de que, bueno, de momento aún estamos vivos, quién sabe si alguna vez, hay tantas sorpresas en la vida, se investiga tanto y hay tantos descubrimientos que, ¿quién sabe?
Puras elucubraciones, pero vamos, que pasan por la cabeza. La imaginación es libre y no está sujeta a reglas, ¡eso faltaba! No es la primera vez que los humanos, ya desde la más remota antigüedad, aspiran a la inmortalidad, a no abandonar ésta, a veces desgraciada vida llena de miserias, pero no sé por qué después de tantas quejas, también ansiada aunque sea en condiciones penosas. Ya Celestina lo decía: “el niño desea ser mozo y el mozo viejo y el viejo, más; aunque con dolor. Todo por vivir, porque dicen “viva la gallina con su pepita1” (Acto IV).
Vamos que la saga no acaba. Gilgamesh, Celestina, Fausto. Y sigue la racha.
Porque hacer nuevos amigos ¡es tan difícil! Hace falta tanto tiempo para conocer a una persona. Cómo resumir en unos días la historia de toda una vida que tus viejos amigos, los de siempre, sí conocen porque la han vivido a tu lado.
No hace mucho ha caído en mis manos un imaginario diálogo, no sé si real, entre Borges y Rulfo, en que el ciego le pregunta:
“–¿Cómo ha estado últimamente?
Y el mejicano le responde:
–Muriéndome, muriéndome por ahí.
–Entonces no le ha ido tan mal, le contesta Borges.”
Eso por allá.
Yo por aquí, viendo cómo se mueren mis amigos mientras sigo vivo y la soledad se va agrandando con cada amigo que se va.

San Juan, 4 de Abril de 2023.
José Luis Simón Cámara.

(1) Pepita: tumorcillo que le sale a la gallina debajo de la lengua, y que no dejándola comer le causa la muerte.

El Toniles

La última vez que fui a verlo me dio tanta pena, él se daba cuenta de aquel pesar, que decidí no volver a visitarlo. Creo que él también entendió que aquella sería la última visita. Estaban presentes su mujer y su hijo mayor. Ellos ni se enteraron, pero su mirada y la mía lo confirmaron sin que sobre el asunto mediara palabra alguna. Podía leer todavía. Con más lentitud, casi con la misma que hablaba esforzando los labios que el derrame cerebral le había torcido. Me hizo una demostración de lectura. Penosa, he de reconocerlo, aunque le elogié el esfuerzo. Él, que había leído, que había devorado todo tipo de libros a la luz del sol y, algunos, los más procaces, incluso aquellos que le suministraban algunos de los pocos amigos no adictos al Régimen, prohibidos en su juventud, a la luz de la luna rodeado de sus ovejas. Porque uno de sus primeros oficios fue el de pastor. Así fue como conoció a mi tío, José el cabrero. No mucho tiempo atrás aún era un torbellino. Ya con más de 60 años. Por no hablar de su juventud, aquellos años de emigrante en Alemania. Con cuánta vehemencia contaba las ocasiones que tuvo la oportunidad de escuchar cantar en alguna cervecería de Frankfort a un joven norteamericano que cumplía allí su servicio militar, a Elvis Presley, cuya fama posterior lo elevó a “Rey del Rock and Roll”. De Alemania no solo trajo algunos ahorros además de acrecentar su rebeldía por las injusticias de aquella sociedad en la que unos vivían en la opulencia y otros tenían que emigrar para poder sobrevivir en condiciones de miseria, a veces en barracones con escasas condiciones de higiene, lejos de la familia, de su tierra y con escasas o nulas posibilidades de comunicarse por desconocimiento de la lengua, aunque él llegó a defenderse. Muchos años más tarde, lejos ya los de su estancia en la emigración, exhibía ufano sus conocimientos de alemán cuando algún turista despistado de aquella nacionalidad paraba en El Siscar en busca de algún bar donde comer o tomarse una cerveza en los tórridos meses de verano. Buen bebedor, mejor comedor, frecuentábamos los bares del pueblo hablando de literatura o de política, materia esta última de su preferencia en la que sus posiciones eran casi siempre extremas. Solía acompañarnos en estos paseos Pepe, el torero, mucho menos hablador, más observador y siempre adelantado pagando las consumiciones. Mis recursos económicos, sobre todo en la época de estudiante, eran más bien escasos. La actividad de Tony era permanente. Trabajaba en una depuradora durante los últimos años. Cuidaba además sus pocos huertos de cítricos y, aunque sufrió algunas caídas, hacía largos y esforzados recorridos en bicicleta, a veces acompañado y otras, solo. Cuando nos despedíamos después de una tarde de vinos acababa diciéndonos que el siguiente encuentro lo celebraríamos comiéndonos un conejo frito con patatas.
Nunca llegó ese momento.
Aunque fueron frecuentes las tardes en que nos veíamos e íbamos de tasca en tasca, aquí unos mejillones, allí unos michirones, allá…. Nunca llegó el momento del conejo frito con patatas, al menos con nosotros.
El derrame cerebral lo impidió. Imposibilitado para caminar, recluido en su casa, con dificultades de habla, la Covid, que apareció como un fantasma que recorría el mundo, acabó con él. Enterado de su muerte días después de que ocurriera volví a su casa a dar el pésame a su familia. Su mujer se deshizo en llanto mientras su hijo, profesor de filosofía, justificaba con argumentos que, abstraído, no escuchaba, las razones por las que no vacunaron a su padre.

San Juan, 27 de febrero de 2023.
José Luis Simón Cámara.

(Cosas tan sencillas)…y tan complicadas!

Porque si me pongo a hablar de otros asuntos, de lo que pasa por la calle, por ejemplo, o de lo que se habla en las tertulias de la radio, de la televisión, incluso de esas conversaciones discontinuas, informales que se escuchan en los bares donde un parroquiano dice desde una punta de la barra “A esos los metía yo en verea” y otro desde la otra punta le responde “Querrás decir en cintura, pero a estas alturas eso ya no es posible”, todo esto como si no hablaran entre ellos, pero dejando su sentencia ahí, bien clara, como un Aristóteles o un Sócrates cualquiera que se deja por un momento su clase de filosofía para echar un “vale”1 y tomarse un cafetito en el bar de la esquina.
Por no ponernos a hablar de los políticos. ¿Qué dirían, por cierto, de nuestros políticos, aquellos personajes de la antigüedad citados, 2.500 años después de que escribieran los primeros tratados sobre la política, cuyo origen viene, ya sabéis, de “polis”, “ciudad” y “político”, el que se ocupa de la ciudad y de los ciudadanos?
¿Quién lo diría cuando, con contadas excepciones, vemos el desprestigio de que, la mayoría de las veces con razón, disfrutan los que se dedican a ese, en teoría, digno arte de gestionar los intereses de los ciudadanos? Cuando vemos una y otra vez cómo incumplen compromisos, cómo abandonan programas, cómo rompen acuerdos, cómo abusan del poder, cómo, incapaces de reconocer errores, actitud propia de sabios y prudentes, se empecinan orgullosos en mantenerlos aun a costa del bien común que tanto reivindican.
Porque no vayáis a pensar, volviendo al cafelito, que aquellos filósofos, aquellos antiguos amantes de la sabiduría, se pasaban la vida solo dándole vueltas a la cabeza, ni mucho menos, también, para eso eran filósofos, se juntaban un rato con sus amigos, paseaban, como Horacio, entre la engañosa multitud, echaban de vez en cuando alguna cana al aire, divertían su vista contemplando las caderas de aquella hermosa joven o empinaban el codo, si hacía falta, y eso siempre hacía falta. No, no solo lo hacía Epicuro, él es el que crio la fama y se echó a dormir en el huerto donde plantaba los rábanos y los tomates. En este mundo que rodea el Mediterráneo y todavía más allá, en realidad por todas partes, la gente, incluso aquellos que se consideran a sí mismos incultos porque no han ido a la Universidad o porque apenas saben leer o simplemente porque no leen aunque sepan, saben diferenciar entre lo que se piensa y lo que se hace, entre la teoría y la práctica, no siempre coincidentes, pero tampoco contrapuestas siempre.
Imposible no recordar a mi ya desaparecido amigo “El Chalao” cuando aquella mañana junto a la carretera me recogió en su destartalada camioneta, como recogieron a Elías en el carro de fuego, y fuimos al monte de caza, lo de caza es un decir porque escopeta en bandolera solo disparábamos palabras mientras liebres y perdices campaban a sus anchas entre la maleza. Él trataba de convencerme, tropezando con piedras y sorteando matorrales, de su incultura porque apenas leía nada.
–Eres hábil, le respondía yo, en el manejo del hacha para cortar las ramas de los árboles y echárselas como pasto al ganado que pasturas. Conoces el vuelo y el rumbo de las águilas y como ellas acechan buscando comida para sus polluelos así tú has ido por esos mundos en busca del pan de tus hijos.
–Eso es verdad, pero no quita…
–Apenas has leído nada en los libros, le interrumpía, pero has sabido leer la realidad, observar el comportamiento de la gente, las lecciones de la naturaleza, sus ciclos. ¿Qué sino eso es lo que hacen los escritores para plasmarlo en sus libros? Tú lo lees directamente en todo lo que te rodea. No me digas más que eres inculto. ¿Acaso era la gente inculta hasta que se escribió el primer libro? ¿Y fueron capaces de inventar algo tan difícil como la palabra primero y luego de encontrar los símbolos para ponerla por escrito? ¿Eran acaso incultas aquellas gentes?
Sin disparar apenas la escopeta y conversando sobre estos y otros temas nos sentamos sobre unas piedras y devoramos unos trozos de bacalao con un tomate cada uno y algún trozo de pan, un rato antes de regresar con las alforjas vacías en busca de la camioneta que habíamos dejado al final de la serpenteante vereda que nos acercó hasta la falda de la montaña. El sol se alejaba enrojeciendo las elevadas cumbres de Sierra Espuña.

Difícil tarea la de los humanos, siempre oscilando entre lo sencillo y lo complejo.

También escrito en El Siscar, junto a la vieja estufa. 21 de enero de 2023.
José Luis Simón Cámara.

Cosas tan sencillas

Como levantarse y escuchar el crepitar de la leña en el fuego, sentir su calor, levantar la tapadera de la vieja estufa y juntar con las tenazas los troncos para que ardan con más furor, echar si es necesario algún otro palo para que en la cocina se mantenga la temperatura agradable.
Fuera en el patio y en la calle, con un sol espléndido, el termómetro marca cinco grados.
Como entrar al aseo, llenar el lavabo de agua caliente, sacar de debajo del mueble la barra cilíndrica de jabón de afeitar, la brocha que se deshilacha y va dejando hebras por la cara junto con el jabón y a continuación la maquinilla de afeitar, ya asomando el óxido, pero se me ha olvidado comprar y reponerlas, aunque seguro que venden en la pequeña tienda del pueblo donde, como antes, tienen un poco de todo sin llegar, por fortuna, a ser un supermercado. Desde un trozo de queso hasta unas alpargatas.
Como lavarse los dientes, pero ¿con qué cepillo entre los muchos que hay en la vasija de barro, de mi mujer, de mis hijos, de mis nietos? Con cualquiera de ellos, después de meses los miasmas no habrán sobrevivido al paso del tiempo.
Como recoger la ropa del sillón junto a la estufa, donde me la quité anoche y volver a ponérmela calentita.
Hechas estas actividades, poner unas rebanadas de pan en el tostador, una taza de leche en el microondas y sacar el jamón, la mantequilla y la mermelada. Verter con el porrón el aceite sobre las tostadas, sobre otras extender la mantequilla y apreciar esos sabores mientras veo a los pájaros saltar de rama en rama por el jazminero recién podado, picotear entre las macetas y beber el rocío acumulado sobre las cóncavas y labiadas hojas de los geranios.
Reposar la cabeza en las orejeras del sillón en el que me mezo y pensar en lo poco que hace falta, si se puede, para ser feliz o algo que se le parezca porque aún no sé si los humanos hemos llegado a saber, desde luego nunca se han puesto de acuerdo, sobre lo que es o no es la felicidad. Mucho más sabemos todos de la infelicidad. Eso sí.
Pero no quiero perturbar con disquisiciones inoportunas estos momentos que relato, si no felices, bastante se le deben parecer, porque no concibo, aun habiendo vivido muchos otros más intensos, que ni siquiera estos últimos se les aproximen tanto como los que serenamente vengo describiendo junto a la estufa a cuyo calor escribo estas reflexiones.
No invento nada. No exagero nada. No sueño nada.
Sólo describo lo que veo a mi alrededor y lo que eso despierta en mi interior.
Todo esto a la vez que contemplo los viejos cacharros y muebles de la casa de mis padres. Los cacharros en los que mi madre cocinaba. La vasija de bronce en la que cocía, dándole vueltas y más vueltas con una vara de olivo o de morera, el dulce de membrillo. La vieja caña que pende del techo, donde mi padre colgaba las ristras de morcillas, la longaniza, el morcón, para que se secaran antes de meterlos a la orza embadurnados en manteca para que se conservaran cuando aún no había neveras ni frigoríficos, cuando la botella de vino se metía en el pozal para bajarlo hasta el agua del pozo o del aljibe y enfriarlo antes de la comida.
El gancho, también suspendido del techo de la cocina o de la despensa, del que colgaba el jamón untado de una mezcla de aceite y pimentón para conservarlo y evitar las picaduras de moscas y moscardas.
Aún se conserva, sorprendente en estos tiempos de despilfarro, alguna vasija, algún plato de barro, algún lebrillo con lañas o grapas que ponían los lañadores, aquellos artesanos ambulantes que a pie o en bicicleta cargaban con sus herramientas en una caja de madera y establecían su taller en el patio o la puerta de la casa.
Salir después a la calle, saludar a los conocidos, en el pueblo, aunque ha llegado gente de otros lugares, la mayoría se sigue conociendo.
Tomarse un café y preguntarle a un vecino por la cosecha de limón este año. Escuchar las eternas quejas de los agricultores, llueva o no llueva, suban o bajen los precios, casi siempre las mismas historias, el precio de la naranja está como cuando la vendía mi abuelo. No sabemos cómo podremos salir de ésta.
Cosas tan sencillas como éstas, al alcance de la mano. Y luego quizá, si quedan ganas, visitar algún viejo amigo, de los pocos que quedan, y recordar cosas como éstas, tan sencillas, delante de un vaso de vino, de un trozo de pan, de unas tiras de tocino y un puñado de habas tiernas.
Cosas tan sencillas.

Escrito en El Siscar, 14 de enero de 2023.
José Luis Simón Cámara.