(Cosas tan sencillas)…y tan complicadas!

Porque si me pongo a hablar de otros asuntos, de lo que pasa por la calle, por ejemplo, o de lo que se habla en las tertulias de la radio, de la televisión, incluso de esas conversaciones discontinuas, informales que se escuchan en los bares donde un parroquiano dice desde una punta de la barra “A esos los metía yo en verea” y otro desde la otra punta le responde “Querrás decir en cintura, pero a estas alturas eso ya no es posible”, todo esto como si no hablaran entre ellos, pero dejando su sentencia ahí, bien clara, como un Aristóteles o un Sócrates cualquiera que se deja por un momento su clase de filosofía para echar un “vale”1 y tomarse un cafetito en el bar de la esquina.
Por no ponernos a hablar de los políticos. ¿Qué dirían, por cierto, de nuestros políticos, aquellos personajes de la antigüedad citados, 2.500 años después de que escribieran los primeros tratados sobre la política, cuyo origen viene, ya sabéis, de “polis”, “ciudad” y “político”, el que se ocupa de la ciudad y de los ciudadanos?
¿Quién lo diría cuando, con contadas excepciones, vemos el desprestigio de que, la mayoría de las veces con razón, disfrutan los que se dedican a ese, en teoría, digno arte de gestionar los intereses de los ciudadanos? Cuando vemos una y otra vez cómo incumplen compromisos, cómo abandonan programas, cómo rompen acuerdos, cómo abusan del poder, cómo, incapaces de reconocer errores, actitud propia de sabios y prudentes, se empecinan orgullosos en mantenerlos aun a costa del bien común que tanto reivindican.
Porque no vayáis a pensar, volviendo al cafelito, que aquellos filósofos, aquellos antiguos amantes de la sabiduría, se pasaban la vida solo dándole vueltas a la cabeza, ni mucho menos, también, para eso eran filósofos, se juntaban un rato con sus amigos, paseaban, como Horacio, entre la engañosa multitud, echaban de vez en cuando alguna cana al aire, divertían su vista contemplando las caderas de aquella hermosa joven o empinaban el codo, si hacía falta, y eso siempre hacía falta. No, no solo lo hacía Epicuro, él es el que crio la fama y se echó a dormir en el huerto donde plantaba los rábanos y los tomates. En este mundo que rodea el Mediterráneo y todavía más allá, en realidad por todas partes, la gente, incluso aquellos que se consideran a sí mismos incultos porque no han ido a la Universidad o porque apenas saben leer o simplemente porque no leen aunque sepan, saben diferenciar entre lo que se piensa y lo que se hace, entre la teoría y la práctica, no siempre coincidentes, pero tampoco contrapuestas siempre.
Imposible no recordar a mi ya desaparecido amigo “El Chalao” cuando aquella mañana junto a la carretera me recogió en su destartalada camioneta, como recogieron a Elías en el carro de fuego, y fuimos al monte de caza, lo de caza es un decir porque escopeta en bandolera solo disparábamos palabras mientras liebres y perdices campaban a sus anchas entre la maleza. Él trataba de convencerme, tropezando con piedras y sorteando matorrales, de su incultura porque apenas leía nada.
–Eres hábil, le respondía yo, en el manejo del hacha para cortar las ramas de los árboles y echárselas como pasto al ganado que pasturas. Conoces el vuelo y el rumbo de las águilas y como ellas acechan buscando comida para sus polluelos así tú has ido por esos mundos en busca del pan de tus hijos.
–Eso es verdad, pero no quita…
–Apenas has leído nada en los libros, le interrumpía, pero has sabido leer la realidad, observar el comportamiento de la gente, las lecciones de la naturaleza, sus ciclos. ¿Qué sino eso es lo que hacen los escritores para plasmarlo en sus libros? Tú lo lees directamente en todo lo que te rodea. No me digas más que eres inculto. ¿Acaso era la gente inculta hasta que se escribió el primer libro? ¿Y fueron capaces de inventar algo tan difícil como la palabra primero y luego de encontrar los símbolos para ponerla por escrito? ¿Eran acaso incultas aquellas gentes?
Sin disparar apenas la escopeta y conversando sobre estos y otros temas nos sentamos sobre unas piedras y devoramos unos trozos de bacalao con un tomate cada uno y algún trozo de pan, un rato antes de regresar con las alforjas vacías en busca de la camioneta que habíamos dejado al final de la serpenteante vereda que nos acercó hasta la falda de la montaña. El sol se alejaba enrojeciendo las elevadas cumbres de Sierra Espuña.

Difícil tarea la de los humanos, siempre oscilando entre lo sencillo y lo complejo.

También escrito en El Siscar, junto a la vieja estufa. 21 de enero de 2023.
José Luis Simón Cámara.

Cosas tan sencillas

Como levantarse y escuchar el crepitar de la leña en el fuego, sentir su calor, levantar la tapadera de la vieja estufa y juntar con las tenazas los troncos para que ardan con más furor, echar si es necesario algún otro palo para que en la cocina se mantenga la temperatura agradable.
Fuera en el patio y en la calle, con un sol espléndido, el termómetro marca cinco grados.
Como entrar al aseo, llenar el lavabo de agua caliente, sacar de debajo del mueble la barra cilíndrica de jabón de afeitar, la brocha que se deshilacha y va dejando hebras por la cara junto con el jabón y a continuación la maquinilla de afeitar, ya asomando el óxido, pero se me ha olvidado comprar y reponerlas, aunque seguro que venden en la pequeña tienda del pueblo donde, como antes, tienen un poco de todo sin llegar, por fortuna, a ser un supermercado. Desde un trozo de queso hasta unas alpargatas.
Como lavarse los dientes, pero ¿con qué cepillo entre los muchos que hay en la vasija de barro, de mi mujer, de mis hijos, de mis nietos? Con cualquiera de ellos, después de meses los miasmas no habrán sobrevivido al paso del tiempo.
Como recoger la ropa del sillón junto a la estufa, donde me la quité anoche y volver a ponérmela calentita.
Hechas estas actividades, poner unas rebanadas de pan en el tostador, una taza de leche en el microondas y sacar el jamón, la mantequilla y la mermelada. Verter con el porrón el aceite sobre las tostadas, sobre otras extender la mantequilla y apreciar esos sabores mientras veo a los pájaros saltar de rama en rama por el jazminero recién podado, picotear entre las macetas y beber el rocío acumulado sobre las cóncavas y labiadas hojas de los geranios.
Reposar la cabeza en las orejeras del sillón en el que me mezo y pensar en lo poco que hace falta, si se puede, para ser feliz o algo que se le parezca porque aún no sé si los humanos hemos llegado a saber, desde luego nunca se han puesto de acuerdo, sobre lo que es o no es la felicidad. Mucho más sabemos todos de la infelicidad. Eso sí.
Pero no quiero perturbar con disquisiciones inoportunas estos momentos que relato, si no felices, bastante se le deben parecer, porque no concibo, aun habiendo vivido muchos otros más intensos, que ni siquiera estos últimos se les aproximen tanto como los que serenamente vengo describiendo junto a la estufa a cuyo calor escribo estas reflexiones.
No invento nada. No exagero nada. No sueño nada.
Sólo describo lo que veo a mi alrededor y lo que eso despierta en mi interior.
Todo esto a la vez que contemplo los viejos cacharros y muebles de la casa de mis padres. Los cacharros en los que mi madre cocinaba. La vasija de bronce en la que cocía, dándole vueltas y más vueltas con una vara de olivo o de morera, el dulce de membrillo. La vieja caña que pende del techo, donde mi padre colgaba las ristras de morcillas, la longaniza, el morcón, para que se secaran antes de meterlos a la orza embadurnados en manteca para que se conservaran cuando aún no había neveras ni frigoríficos, cuando la botella de vino se metía en el pozal para bajarlo hasta el agua del pozo o del aljibe y enfriarlo antes de la comida.
El gancho, también suspendido del techo de la cocina o de la despensa, del que colgaba el jamón untado de una mezcla de aceite y pimentón para conservarlo y evitar las picaduras de moscas y moscardas.
Aún se conserva, sorprendente en estos tiempos de despilfarro, alguna vasija, algún plato de barro, algún lebrillo con lañas o grapas que ponían los lañadores, aquellos artesanos ambulantes que a pie o en bicicleta cargaban con sus herramientas en una caja de madera y establecían su taller en el patio o la puerta de la casa.
Salir después a la calle, saludar a los conocidos, en el pueblo, aunque ha llegado gente de otros lugares, la mayoría se sigue conociendo.
Tomarse un café y preguntarle a un vecino por la cosecha de limón este año. Escuchar las eternas quejas de los agricultores, llueva o no llueva, suban o bajen los precios, casi siempre las mismas historias, el precio de la naranja está como cuando la vendía mi abuelo. No sabemos cómo podremos salir de ésta.
Cosas tan sencillas como éstas, al alcance de la mano. Y luego quizá, si quedan ganas, visitar algún viejo amigo, de los pocos que quedan, y recordar cosas como éstas, tan sencillas, delante de un vaso de vino, de un trozo de pan, de unas tiras de tocino y un puñado de habas tiernas.
Cosas tan sencillas.

Escrito en El Siscar, 14 de enero de 2023.
José Luis Simón Cámara.

Viejos amigos

Nunca como ahora he ido tanto a mi pueblo. Cuando digo mi pueblo me refiero al lugar donde nací. Aunque después he vivido y vivo en otros incluso más tiempo que en el mío, a esos otros nunca los he considerado míos, y no porque en ellos me haya sentido excluido o extraño, al contrario, tengo algunos amigos y muchos conocidos, pero nunca me he sentido tan arraigado a ellos como a aquel pequeño pueblo, casi caserío, El Siscar, apenas ha llegado nunca a los 1000 habitantes, en el que tengo la sensación de que hasta las pocas piedras que quedan en las calles, ya asfaltadas, me conocen, como conocían a Celestina en el suyo y a su paso gritaban “puta, por aquí, puta, por allá”; en mi caso se traduce en “hombre, otra vez aquí, otra vez allá”.

¡Me es todo tan familiar! Los cruces de caminos, las veredas que dirigen mis pasos a la huerta, cuando llueve llenas de barro, o las que los llevan a la sierra, a la vieja mina de la que aún quedan escombreras brillantes por el cobre de sus piedras. Las gentes, casi todos hijos o nietos de viejos amigos o conocidos míos, a los que consigo identificar por los rasgos de la cara; ellos me reconocen más a mí, como suele ocurrir entre los que ya quedan pocos, que yo a ellos, de los que abundan más.

Suelo ir los fines de semana, y salgo a caminar en compañía de un nuevo y joven amigo, tres palabras estas últimas difíciles de conjugar porque no es fácil hacer un amigo sobre todo nuevo y menos aún joven cuando uno ya no lo es. Después de tomar un café en el bar del Seva, donde el hermano mayor ejerce la quisquillosa tiranía sobre su familia y los clientes que la soportan amable o displicentemente, según el humor y las horas del día, salimos a caminar, si entusiastas, hacia la sierra donde se calman las inquietudes cuando las rampas de subida empiezan a disolverlas mojándonos las espaldas, si cansinos, hacia la huerta siguiendo el cauce de la Rambla hasta el Merancho y viendo semana tras semana cómo crecen en los huertos las lechugas simétricamente alineadas o el eneldo, esa verdura hasta hace poco inexistente por estos pagos.

Este día que refiero caminé en dirección a la sierra, solo, por indisposición de mi joven amigo. Ya muy cerca de la Mina, junto a un pino solitario, rodeado de huertos escalonados de limoneros me encontré, serían las 8 de la mañana, apenas aparecían los primeros rayos de sol, con un amigo de la infancia que aparcaba el coche a la orilla del camino.

–¡Hombre, cuánto tiempo sin vernos!

–Porque tú no quieres. Sabes que vengo casi todos los fines de semana. Tienes mi número de teléfono. Sabes dónde está mi casa. Muchas veces he ido a la tuya a buscarte, otras te he llamado y siempre estás ocupado.

–Chico, tienes toda la razón. ¿Para qué te voy a decir otra cosa? No tengo ninguna disculpa. Y no es que no tenga ganas de verte, de estar contigo, de tomarnos algo juntos como en otros tiempos, como cuando venías con el Torero a mi casa en Navidades y nos tomábamos las lonchas de tocino curado con habas tiernas y el porrón de vino, como cuando íbamos a tomar los “michirones” en el Tites, como cuando….

–Pues, claro, le interrumpí, y si no seguimos haciéndolo es porque no queremos, porque tú no quieres, porque sabes que yo te he buscado muchas veces y sabes…

–Sí, sí, tienes toda la razón. No vamos a discutir por eso ni voy a buscar ninguna justificación. Todo lo que dices es verdad y hoy mismo vamos a ponerle solución.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que hoy mismo podemos estar un rato juntos e ir a tomarnos unas cañas y dar una vuelta.

–Por mí encantado, ¿cuándo nos vemos?

–Esta misma tarde sobre las 7. Cuestión de tres o cuatro horas.

–Creo que sí. Tengo que hablar con mi mujer para decirle que no cuente conmigo esas horas.

–Perfecto. Si no hay ninguna dificultad, quedamos en eso. ¿Me llamas, te llamo o nos vemos directamente en El Tites?

–Si no te llamo, nos vemos directamente en El Tites a las 7.

Hechas las consultas correspondientes, por mi parte sin ninguna dificultad, como suele ocurrir afortunadamente, eso lo tenemos muy claro tanto mi mujer como yo desde hace ya bastante tiempo, el acuerdo tácito de disponer de espacios no compartidos, de cierta privacidad personal, de poder descansar periódicamente o al menos de vez en cuando uno de otro, experimentar en la práctica la sensación de libertad y también para reencontrarnos con más gana sobre todo cuando ha pasado un tiempo.

En el caso de mi amigo ninguna pega tampoco. Hacía ya muchos años que había muerto su mujer, aquella chica que conoció en unas fiestas de su pueblo a las que acudíamos juntos él y yo. Quizá aún íbamos en bicicleta. O quizá en una pequeña moto que él tenía. Era una de las primeras del pueblo después de la Ducati del Torero que fue la primera de gran cilindrada para aquella época. Pero El Torero era bastante mayor que nosotros y ya había estado en la inmigración, que fue la salida para muchos jóvenes y menos jóvenes al estancamiento económico de los años 60. Antes de tener su moto, de la que su padre, el Moreno el Hormiga, un buscavidas, estaba tan orgulloso que cuando escuchaba el cadencioso sonido del motor exclamaba “Ese es mi Pepe”, se hacía más de 30 kilómetros en bicicleta para traerse hoja de morera para los gusanos de la seda recorriendo la vega hasta Almoradí.

Una vez me contó que en su primera salida a Suiza en busca de trabajo, desconocedor de la lengua, de las costumbres, sin contrato de trabajo y, desconfiando de lo que le podía deparar su primer viaje al extranjero, se llevó un jamón, por si acaso, para asegurarse la comida por lo menos. No tuvo ningún problema en el paso de las fronteras española y francesa, pero al llegar a la frontera suiza le impedían atravesarla con el jamón por las leyes sanitarias del país. Sin pensárselo dos veces se bajó del tren y permaneció dos o tres días en tierra francesa hasta comerse el jamón. Después, con la barriga bien llena, continuó viaje a Suiza.

No había ningún problema para el encuentro por la tarde en el bar El Tites. Cuanto más que mi “domadora”, como dice mi amigo Pinki refiriéndose a su mujer, aprovechaba mi salida para desplazarse a su pueblo y pasar la tarde con sus hermanas y su amiga Carmen. Así pues, a las 7 de la tarde, apenas tuve que esperar 5 minutos la llegada de mi amigo. Nos tomamos un téwhy junto a la chimenea encendida. Ya refrescaba por las tardes. Y le pregunté dónde íbamos.

–De eso me encargo yo, dijo.

Hacía muchos años que había pasado el tiempo de ir en bicicleta o en moto, como entonces, como en aquellos años en que nos desplazábamos por esos medios a las fiestas de los pueblos de las proximidades, siempre a mediados o finales del verano.

Ahora conducía un coche, si no de lujo, sí de alta gama. Le habían ido bastante bien los negocios, había comprado muchas tierras. Algunos sospechaban, la propia policía lo investigó, que sus negocios eran turbios y habían rozado la ilegalidad, aunque nunca se demostró ninguna de las sospechas. Hay quienes atribuyen esas habladurías a la envidia, virtud muy frecuente en las pequeñas sociedades humanas cuando alguien acrecienta su fortuna más de lo que al resto parece razonable. Yo siempre hice oídos sordos a esos comentarios que nunca enturbiaron nuestras relaciones, escasas pero afectuosas. Al subirnos al coche observé una mueca de dolor en su cara.

–¿Te ocurre algo?

–La maldita espalda.

Él siempre había tenido problemas con la espalda. Concretamente las lumbares. No sabía si algún esfuerzo de juventud, si algo congénito. Algunas temporadas las pasaba francamente mal. Aunque ya menos pero había levantado muchos envases de alcachofas a lo largo de su vida. Y eso se paga. También había obtenido muchos beneficios. Parece que fue ese el origen de su fortuna.

Ya en el  coche comenzamos un paseo por esa laberíntica zona entre la carretera nacional de Alicante-Murcia y el río Segura desde Murcia hasta Orihuela. Zona de pequeños pueblos que no se sabe dónde empiezan ni dónde acaban, llenos de ventas, bares, restaurantes y algunos tugurios a la vista o disfrazados.

–Ya no se encuentran tascas donde tomarse un chato de vino y unos michirones.

–¿Cómo que no? Ya verás qué pronto encontramos una.

Se desvió de la carretera de Sucina y tomó por una vereda medio asfaltada hasta un amplio rellano donde paró bajo una morera recién podada. Se diferenciaba de una casa normal por un anuncio luminoso de coca-cola en la fachada. Tasca como ya hay pocas. Sólo se conservan en pequeños caseríos como éste. Recuerdo cuando recorría con mis amigos, Vicente, Alfredo, Santy, aquellas tabernas de Orihuela, “Los Perolicos”, el bar de la Estación, donde podíamos tomar patatas al horno con pimienta, michirones, patatas hervidas con ajo, u otro de Bigastro, “El Candil” donde tomábamos pájaros y ancas de rana … pero ya recuerdos.

Efectivamente, sobre el mostrador, una perola de barro con habas hervidas, unos boquerones en vinagre, un trozo de bonito y un capazo de esparto con habas tiernas. Un lujo impensable en los modernos y finos bares de la capital que han reemplazado a aquellas cálidas tascas de antaño.

Nos tomamos media frasca de vino tinto, sin preguntar de dónde era, una cazuela de michirones, y unos trozos de bonito con un puñado de habas tiernas. La chica que nos atendió parecía del Este, por el acento quizá ucraniana, ya había muchas por la zona.  Con el estómago caliente seguimos la excursión. Se sucedían filas de casas junto a la carretera, algún almacén de verduras, cajas con alcachofas, otras con naranjas, cruces de caminos.

–Recuerdo un bar cerca de Beniel, al otro lado del río, le dije a mi amigo, que está en la provincia de Alicante y tiene el aparcamiento en la de Murcia. Alli he tomado alguna vez camarrojas con ñora seca frita y sardina de bota. Pero no recuerdo el nombre.

–Claro, ése es El Angelín. Hace poco le han cambiado el nombre. Ahora se llama “La Bellota” y sigue siendo tan bueno como siempre. Vamos a tomarnos algo.

Cruzamos el rio Segura, más lleno de cañas que de agua, cerca de El Raal y con un largo rodeo por Beniel porque el antiguo camino que cruzaba la vía del tren por un paso a nivel está cortado, llegamos a La Bellota, aunque todo el mundo sigue llamándolo Angelín, aparcamos en Murcia y cruzando el camino pasamos a Alicante. Llaman a esta vereda “La verea del Reino” porque separa al antiguo reino de Valencia del reino de Castilla, a la que pertenecía Murcia.

Pudimos tomar una tapa de camarrojas con sardina y admirar la exposición de ensaladillas, tapas, el techo plagado de jamones y la gran vitrina con piezas enteras de ternera colgadas del techo.

Pocos kilómetros después, aquel lugar era más espacioso, con varios sitios de aparcamiento protegido por una larga carpa metálica, hicimos la última parada. Sus anuncios luminosos me distrajeron del nombre del local, medio bar, medio restaurante, medio Pub. Una mezcla de todo. Nos recibió una señora sesentona, más bien entrada en carnes, marcadas tetas fláccidas pero generosas. De las que deben de gustarle a mi amigo, pensé.

–Hombre, te echábamos de menos, dijo mirándolo fijamente.

Hacía tanto tiempo que no salía con él que desconocía sus gustos en cuanto a señoras se refiere pero por lo que él me había contado de alguna de sus amistades femeninas de estos últimos ya largos años, había tenido alguna amiga de larga duración,  se trataba de mujeres más jóvenes que él pero ya maduras, incluso había hecho algún viaje con alguna de ellas, señoras más bien fondonas, con buen culo y buenas tetas donde poder agarrarse, como decía mi tío Jeromo, recién salido yo del Seminario y ajeno hasta entonces a ese mundo.

–“Que coman poco porque las mujeres que comen mucho son la ruina. Y eso sí, con buen culo y buenas tetas donde puedas agarrarte”.

Y luego algún escarceo en esporádicas salidas a salas de baile por la costa o con chicas más jóvenes en esas aventuras viciadas que se establecen cuando median las relaciones laborales. Terreno resbaladizo y peligroso. Su preferencia, en cualquier caso creía yo se decantaba por mujeres entradas en años y en carnes. No sé si las flacas aún le recuerdan aquellas épocas en que la delgadez se asociaba a la escasez, al hambre. Mi madre contaba que a la suya de daba vergüenza que vieran a su hija tan delgada y la sobrealimentaba con leche de cabra. Llevado por estas impresiones, ya desde años atrás, supuse que aquella señora que nos había recibido tan amablemente reprochando con delicadeza las espaciadas visitas de mi amigo, era una de sus amigas de estos últimos tiempos. Nos sirvió unas gambas hervidas y unas cervezas, no sé si pedidas por mi amigo o por iniciativa de la señora (propia). Después de eso sacó un plato de jamón y queso con una botella de vino, éste sí, de Rioja, y mientras comíamos y bebíamos observé que cogía su móvil del bolsillo y hacía una llamada. Mi amigo y yo dábamos buena cuenta de los manjares que nos iba sirviendo. Todo de primera calidad. Hablábamos de cuando íbamos a la escuela con Don Diego, el maestro, casi siempre con catarros que lo obligaban a escupir tanto en una escupidera junto a la mesa o en el patio, que no se nos ha olvidado todavía; recordábamos a sus hijos, Dieguito, de frente despejada y fumador empedernido, muerto hace ya unos años de cáncer de pulmón; Federín, casado en Murcia. Hablamos de sus viajes con otros amigos en bicicleta hasta el Seminario de Orihuela, donde yo estudiaba para cura, a hacerme una visita. Enfrascados en estos recuerdos iba pasando el tiempo cuando ya habíamos comenzado a tomarnos un cuba-libre él y yo un tapón de whisky bourbon. No tenían Jack Daniels que prefiero pero sí tenían Jim Bean. Seguíamos en la barra del bar. Sentados en taburetes pero en la barra. Ambos la preferimos a la mesa. Todo está más a la vista, la atención suele ser más rápida y está uno preparado para lo que pueda presentarse. De vez en cuando se abría la puerta de la calle y entraba o salía algún cliente. Mi amigo estaba de espaldas a la puerta. Ya serían las 9 de la noche cuando se abrió nuevamente la puerta y entró una tía espectacular. Saludó con un gesto de la mano a la señora del local y se dirigió hacia nosotros en silencio. Se colocó sin hacer ruido detrás de mi amigo y le tapó los ojos con las manos. Él debió reconocerla por el tacto o por el perfume.

–¿Qué haces tú aquí, Laura? ¡Vaya sorpresa!

Ella se puso delante, le estampó un beso, una ancha sonrisa le recorría toda la cara.

–Me he enterado de que estabas aquí y quería darte una sorpresa.

–¡Qué alegría, mujer! Este chico es uno de mis mejores amigos desde hace muchos años. Mira por dónde, tenía muchas ganas de que lo conocieras. Más de una vez te he hablado de él. Y también quería que él te conociera. Laura me miró, siempre sonriente, como escrutándome, sin decir nada. Mientras mi amigo hablaba, se le sentó en las rodillas, le echó el brazo por el cuello y le cuchicheó algo al oído mientras me miraba con aire de complicidad. Él sonreía relajado. Laura tendría poco más de 40 años. Morenaza, ojos grandes y claros, delgada pero robusta, manos ásperas y cuidadas. Boca grande y dientes perfectamente alineados que mostraba con facilidad cada vez que sonreía. Cayeron algunas copas más. Se sucedieron los recuerdos entre él y yo, como antes de la llegada de Laura que, entre bromas y carantoñas a mi amigo asistía divertida a nuestra conversación sin quitarnos ojo hasta que en un momento se levantó del taburete, cogió su copa en la mano y con pose un tanto teatral comenzó a recitar : “ C´est un trou de verdure òu chante une rivière…”  Yo no salía de mi asombro. Tampoco mi amigo que no entendía nada de lo que Laura acababa de decir.

–Eso es el principio de un poema de Rimbaud, un escritor francés. Uno de los poemas más bellos, inquietantes y tristes que conozco.

–Sí, y fue usted el que me lo enseñó.

No me lo podía creer. De golpe la situación había dado un vuelco inimaginable hasta minutos antes. ¿Cómo era posible? Después de tantos años como hacía que yo había dado clases de francés en un Instituto.

–Desde que lo vi al entrar supuse que era usted. Ha pasado mucho tiempo pero lo he reconocido, sobre todo, ya más cerca, al verlo sonreír. Entonces llevaba usted más rizos, el pelo mucho más largo, pero su sonrisa es inconfundible.

–Y ¿cómo has podido acordarte de ese poema después de tanto tiempo?

–Era tan bonita la historia… Alguien contempla a un soldado que parece dormido entre la hierba junto a un riachuelo y cuando se acerca a mirarlo ve que tiene dos agujeros rojos en el lado derecho. Está muerto. No se me ha olvidado con el paso de los años.

Había sido alumna mía hacía muchos años en un Instituto de Enseñanza Secundaria en Alicante. A partir de aquel momento, aunque ya se hacía tarde, se abría un terreno nuevo y ancho de conversación. Me aseguró que en algún encuentro futuro, hizo prometerle a mi amigo que me llevaría con él, me contaría cómo las circunstancias la habían llevado estos años a desplazarse desde Alicante, donde había nacido y pasado los primero años de su vida hasta esta tierra que la había acogido y donde había conocido a mi amigo. También ella se había quedado muy sorprendida de nuestra amistad, para ella impensable, dadas las circunstancias tan distintas en las que había conocido a uno y otro, las profesiones, el origen. ¿Cómo iba ella a saber que yo hubiera nacido en un pequeño pueblo de Murcia? Mi amigo, sin abrir la boca, sin acabar de creérselo todavía, se quedó tan sorprendido como yo. Luego me confesó que cuando se le acercó al entrar le había susurrado que creía conocerme. Difícil imaginar lo que puede depararnos la noche en cualquier lugar y con cualquiera gente.

Entre recuerdos, bromas  y adioses acabó la noche. Laura, mi antigua alumna, era su amiga de los últimos años.

Evidentemente desconocía los gustos femeninos de mi viejo amigo.

San Juan de Alicante, 17 de dic. de 22.
José Luis Simón Cámara.

Después del salto

Recuperé fuerzas en una venta del camino, descansé en el Siscar del trasiego matutino y reinicié la marcha vespertina que lo continuaba por otra provincia. Me dirigí entonces hacia el de Santomera donde yacen mis padres y la rama familiar de mi madre. Allí suelo encontrarme con parientes y amigos pero siempre con mis primos Joaquín Miguel y Manuel “El Mollas”. Eso de “Mollas” es, como podéis suponer, un mote o apodo de los que se acostumbra usar en los pueblos donde todo el mundo se conoce. Tengo, de hecho, amigos de la infancia, yo también nací y me crié o me criaron en un pueblo pequeño, incluso ahora afortunadamente, a los que sólo conozco por el apodo y de los que jamás he oído el apellido, como “Pepito el de la Cenia” o “Pepito el de los cherros” o “El lindo, hijo del Delgado” o “Manolo el del Estanco”, ahora llamado también “El suizo” porque se marchó a ese país hacia los 18 años y ha regresado con más de 70. Y no es la primera vez que el apodo acaba por predestinar al que lo lleva, como ocurrió con “Ángel el cojo” que sin tener ninguna cojera con más de 70 años acabó al final cojo por un accidente. Así, a mi primo Manuel, “El Mollas” de apodo familiar, el mote ha acabado viniéndole tan al pelo que pareciera para él ideado.
Pues bueno, si no nos vemos casualmente nos buscamos. Sabemos dónde encontrarnos. No podemos disfrutar de la presencia de nuestro amigo Pepe “el torero”, más discreto ya que nunca con lo que llegó a serlo, porque también yace bajo tierra. Él solía acompañarnos siempre en la búsqueda de algún bar, en más de una ocasión era mi único acompañante en aquellos curiosos paseos alrededor del cementerio que me recordaban las danzas que algunas tribus indias daban en torno al fuego cuyas llamas reflejaban los rostros de sus antepasados y les inspiraban, sin mucho éxito, estrategias en la lucha contra el invasor blanco. A mi paso por los siempre estrechos pasillos de estos lugares, ¡qué poco espacio necesitan los muertos!, y el poco que hay ni siquiera para ellos, sólo para que pasemos los vivos, me encuentro con fotos de antiguos conocidos que aún creía vivos. Para mí seguían estándolo como tantos otros, tiempo sin ver, a los que sigo considerando vivos aunque quizá ya no lo estén.
¡Si cupiera esa posibilidad con los amigos! Suponer que siguen vivos porque ha pasado un tiempo ¡es tan veloz!, sin estar un rato con ellos, sin cruzar unas palabras, sin recibir su visita. ¿Qué necesidad teníamos de saber que aquel amigo tan querido de la infancia, ya tiempo sin verlo, había dejado de vivir? Podría haber seguido viviendo en nuestro entorno más lejano, como si aún estuviera, podríamos haber pasado el resto de nuestra vida sin saber que había muerto, creyéndolo vivo todavía. ¿A quién perjudicaba el desconocimiento de esas casi siempre tristes noticias?
¿Qué necesidad tenía yo de saber que mi amigo Paco había muerto? Es verdad que lo veía con tanta frecuencia que su ausencia no podía pasarme desapercibida. A veces casi todas las semanas. Nos veíamos en la plaza de San Cristóbal, entrada al Barrio. Casi siempre tenía que esperarlo. Poco, es cierto, pero unos minutos, hasta que veía aparecer a lo lejos su inconfundible figura. Y luego, casi siempre ya oscurecido, nos adentrábamos por aquellas callejuelas laberínticas, tan bien conocidas por nosotros después de tantos años que, casi a ojos cerrados hubiéramos sido capaces de andarlas y parar en las puertas de los tugurios más abyectos, podría pensarse ahora, los que frecuentábamos, pero tan queridos para nosotros entonces, donde siempre encontrábamos amigos que nos obsequiaban si no con bienes volatilizables en humo, al menos con una copa de mezcal o de tequila o acaso nos dejábamos ir en busca de nuevas experiencias. Una tarde, sentados junto a las escaleras del Mermelada le llamamos la atención a un joven que daba patadas a una bicicleta atada a una puerta metálica y minutos después nos vimos rodeados de sus amigos, unos 8 ó 10 que se nos acercaron demasiado con aire amenazador. Pasamos de ellos hasta que aflojaron el cerco. Estábamos acostumbrados a situaciones embarazosas por los ambientes que frecuentábamos y porque Paco con frecuencia era de alto riesgo. Bastaba que le llamara la atención el culo de una joven apoyada en la barra de un bar para que inopinadamente le diera una palmada provocando el sobresalto de la chica y la airada reacción de su novio o acompañante. No siempre bastaban las disculpas. O aquel día, explorando por otra zona ¡cómo podríamos haberlo previsto! en que, como si tal cosa, desde la barra y casi de reojo, vimos poner sobre la mesa una pistola. Ignorar su presencia fue quizá la mejor forma de esquivar la situación. Nos tomamos un “chupito” ajenos al negro brillo del metal. Aquello era otro nivel. Nada tenía que ver con el “chocolate” o con la “hierba” con los que estábamos familiarizados. A pesar de todo siempre salimos airosos de imprevistos como éste aunque en alguna ocasión nos timaron dándonos esquinazo. Ahora ya no es posible. Estos encuentros eran frecuentes y habituales. Pero había épocas en que él se ausentaba en largos viajes, como aquel que habíamos proyectado a Simarcanda y nunca hicimos ni podremos hacer, juntos al menos. Largos viajes transoceánicos, como cuando fue al Perú creo que era, a la inverosímil boda de su hijo con una descendiente de los indios que nunca, con todo preparado, se llevó a cabo, y país donde casi lo caza a él una criolla. Pues a esas ausencias me refiero, que se prolongan en el tiempo y se podrían seguir prolongando, ausencia siempre menos dolorosa que el viaje definitivo. Hasta que un día quizá ni te enteras ya del resultado porque eres tú el que lo ha iniciado. ¿Tan difícil es esa circunstancia? Todo sueños.
Me tropiezo con mis primos en cualquiera de las estrechas calles y vamos a celebrar el encuentro tomándonos algún brebaje, alguna infusión, algún alcohol.
Juntos, acompañados, antes y después abrazos, recordando a tantos que nos precedieron en el destino final de los humanos. Sin tristeza, sin dolor, sin tragedia. Es lo que hay. Para qué hacernos ilusiones. De qué por otra parte. ¿Querríamos acaso prolongar indefinidamente esta vida hasta arrastrarnos por el suelo cayéndosenos la piel, como gusanos, y buscando una mano piadosa que nos diera el golpe de gracia?
Por favor, un poco de cordura. Es hermosa la vida cuando no es un infierno, mientras es vida. Si es un infierno ya no es vida. Lo demás son estupideces. Lo demás son fantasías. Lo demás son locuras. Porque cuando la vida es muerte o sufrimiento irreversible, entonces, eso ya no es vida. Quizá sea preferible una buena muerte, incluso mala, por pasajera, a una mala vida o, al menos, a una vida insoportable.

San Juan, 30 de aún noviembre de 2022
José Luis Simón Cámara.

La playa

Fuente inagotable de estampas, sorprende cada mañana con algún nuevo personaje, aparte de los ya consabidos, vistos y encontrados a la misma hora, por los mismos lugares, las mismas ropas, los mismos gestos.

Aquel que viene moviendo sistemáticamente un brazo en forma de aspa de molino de viento, tatuajes en un brazo y en la pierna diagonal. La mirada fija en un punto lejano, ligeramente dirigida a mi paso, como reconociendo a alguien que se cruza con él a diario. Luego cambia el brazo aspado y sin tatuaje por el otro, el correspondiente también en diagonal a la otra pierna. Respira rítmicamente haciendo vibrar las aletas de las fosas nasales.

Otro, ya blanco de raza de por sí, se embadurna tanto de crema aún más blanca que ya no es, como decían los indios, rostro pálido, es blanco de España, como esas camisas de la propaganda recién salidas de la lavadora, resplandecientes, difíciles de mirar. Eso es cuidar la piel, se puede pensar, pero después de embadurnarse de arriba abajo lo veo sacar un cigarrillo y meterle fuego hinchando los pulmones. Pienso entonces que tan cuidadoso de su piel y tan descuidado con sus pulmones. Inevitablemente me viene a la mente aquello del Cristo, “sepulcros blanqueados”. Asociación de ideas, porque allá adentro, sobre el agua alguien camina, como él en el lago Tiberíades, pero sobre una tabla o plancha. ¡Quién sabe si a él no le habría hecho san José, su padre putativo y carpintero, una tabla sobre la que caminar en el mar y dejar sorprendidos a sus ignorantes y crédulos discípulos!

Sentada en un sillón, una dama entrada en carnes, morenaza, cubierta de sombrero, enormes gafas de sol y un pañuelo volátil movido por la brisa debajo del sombrero. Ojea desganadamente una revista y mira distraídamente a los paseantes que pasan, pasarela de arena, sin tacones, descalzos, pies de todos los tamaños, casi siempre cinco dedos.

A mi derecha, mirando el sol, de pie, bien apoyados los pies en la arena, las piernas formando un ángulo agudo pero silencioso, y los brazos a la altura de la cabeza, sujetándola con las manos y forzándola a derecha e izquierda, adelante y atrás, en movimientos sucesivos, rítmicos. Casi escucho el ¡crac! de las vértebras cervicales.

Me adelanta una pareja corriendo, ambos descalzos, ella las zapatillas en la mano, él, atadas entre sí y colgadas en el hombro, bordeando la línea cambiante del agua que a veces salpica a los paseantes y a los tumbados.

Sobre las toallas de variados colores, algunos cuerpos adormilados, salen de su somnolencia cuando les salpican las gotas del agua y, con mal gesto, miran a los que se alejan caminando.

Un buscador de tesoros, apurando con prisa las últimas oportunidades de la mañana, ya ha salido el sol hace un rato, y los bañistas se cruzan en su tarea, acelera el ritmo.

También comienzan a guardar sus aperos los escasos pescadores, levantando las cañas y sedales.

Únicamente las gaviotas y alguna garza, siguen a lo suyo, ajenas a todo este ajetreo.

San Juan, 11 de sept. de 22.
José Luis Simón Cámara.