La verdadera historia del descubrimiento de América.

Cuando llegué a Nueva York y vi todo lo que voy a contar, aunque  me deje algunas cosas en el tintero, entonces comprendí todo lo que había pasado a lo largo y ancho de estos años hacia delante y hacia atrás.

No pasaron muchos días, aún deslumbrado por la inmensidad de los ríos que rodean la ciudad y por la osadía de sus rascacielos, y ya me había tropezado con gente que me era familiar desde las pantallas del cine de mi pueblo. A algunos como Al Pacino o Robert de Niro, a cuyo restaurante aún no he ido, los veía en distintos lugares de la ciudad, la primera vez en un bar de Broadway junto a Times  Square y el Both Theatre, sentado en una mesa solo, con la gabardina rozando el suelo humedecido y levantando una copa de Jak Daniels con los ojos semicerrados, como tratando de recordar el diálogo que acababa de representar en el teatro de al lado. No sé exactamente si era más viejo de lo que parecía o parecía más viejo de lo que era. Quizá por la costumbre de verlo casi nadie se fijaba en él. A mí, en cambio, me tuvo embelesado un buen rato.

Pocos días después lo encontré nuevamente, pero esta vez en la Little Italy y acompañado de Robert de Niro. Eran los dos mucho más jóvenes e iban saltando por las azoteas de los pequeños edificios del barrio. Parecía como si guardaran algo en los tubos de la calefacción que sobresalían por los tejados.

– ¿Dónde vas ahora Al? Le decía Robert de Niro a su compinche con una voz de agua de fuego.

– No sé, me perderé por los billares de la Quinta.

– No conviene que nos veamos en unos días.

– No, no conviene.

Y mientras se alejaban iban limpiándose unas gotas de sangre salpicadas en el brazo y los zapatos.

Continué mi paseo por Chinatown, barrio más tranquilo, dicen, pero la casualidad me hizo tropezar con un alboroto de ambulancias y coches de policía. Al acercarme reconocí a Jack Nicholson y John Houston discutiendo. Estaban esposando a alguno de ellos mientras un coche desbocado corría  hasta chocar con una farola.

No todos los días eran tan intensos. Pasear por la 5ª avenida y Central Park se convirtió en una costumbre recurrente. Cuando mis sentidos estaban saciados de bullicio, de altísimos edificios, del humo que escapa por la alcantarillas, de escaparates inimaginables, me cobijaba en la acogedora Biblioteca Pública de la 5ª con la 42 o iba a pasear por el parque y me distraía observando a las ardillas, tan ágiles en sus movimientos.

No podía creerlo, pero fue allí donde me encontré, junto al conjunto escultórico de “Alicia en el país de las maravillas” a un anciano Kirk Douglas, aún con su agujerito en la barbilla. ¡Qué emoción poder saludar al amigo de Wyat Earp!

Pero no solo a él. También me encontré en aquel inmenso y sorprendente parque, adonde solían ir, a Toro Loco y Caballo Sentado. ¡Cuántas historias! Algunas, como la que sigue, no me importa contarlas ya a los amigos. Pues sí, Caballo Loco (lo de Caballo Sentado y Toro Loco fue una broma que no les disgustó e incluso les arrancó una sonrisa de su curtido rostro), era hijo de un jefe indio pero quiso librarse del peso de la tradición y se marchó a Washington, a una universidad que había en el barrio de la Ciudad de Jorge, donde no sólo estudiaban indios sino otros muchos a los que gustaba hacer el indio, como aquel bigotudo José Mari, ávido de medallas. Caballo Loco, feliz e independiente, lejos de su pueblo, se vio obligado a volver a la tribu, la fuerza de la sangre, por la muerte de su padre. Los ancianos le preguntaban si el invierno sería severo y él, poco experto en el conocimiento de las previsiones meteorológicas de su tribu, telefoneó al servicio de meteorología de Washington, donde le dijeron que seguramente haría mucho frío.  Él comunicó a su tribu que haría mucho frío y todos se afanaron recogiendo leña para el duro invierno que se avecinaba. En varias ocasiones Caballo Loco volvió a llamar a Washington y la última vez preguntó en qué criterios se basaban para vaticinar que habría un invierno muy frío. Desde Washington le respondieron que una prueba evidente era que las tribus indias no habían parado de recoger leña durante todo el otoño.

Toro Sentado movía mecánicamente la cabeza escuchando aquella vieja historia mientras se liaba un cigarrillo sentado en cuclillas.

Fui tomando nota de ésta y otras historias que, en su momento, cuando las haya rumiado, escribiré para distracción de mis amigos, pero estos anticipos que os he ofrecido bastan, como comprenderéis, para que Marco Polo, aquel viajero veneciano, se los contara a  Colón, sí, sí, a Cristóbal Colón, y éste se desviviera por venir a esta tierra y pusiera todo su empeño, recorriendo cortes, elaborando mapas, sobornando monjes, al confesor de la reina, hasta conseguir su objetivo. No era para menos. A fe que merecía la pena.


José Luis Simón Cámara.

San Juan, 24 de enero de 2013

3 pensamientos en “La verdadera historia del descubrimiento de América.

  1. solo has descubierto una parte muy pequeña de América, animo que aun te queda mucho por descubrir, próxima parada ATACAMA ?? por ejemplo.

  2. No tardes en los anunciados siguientes episodios. Nos morimos de ansiedad por leerlos.

    • al final Colon, vendió la fabrica de detergentes y se retiro a una casa de acogida de San Francisco o se reencarno en JM y fundo Rumasa ???

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